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– ¿Por qué va a ser ridículo? No, no lo es. La música está dentro de ti. No se puede vivir sin lo que uno lleva dentro. Cuando intentas callarlo, te estalla y te revienta. Toca, Teresa, toca, aunque sea así. La música es tu vida. Si permites que te quiten también eso, será como si te hubieran matado. Teresa sonríe, animada:

– No lo lograrán, ¿verdad?

– Claro que no lo lograrán.

Sonríe, pero su aspecto es malo, y a veces no puede evitar una mueca de sufrimiento. Está seriamente enferma. En la cárcel cogió una tuberculosis ósea que le provoca dolores muy fuertes. Su espalda parece un nido de víboras. Le han dicho que podría operarse, pero le costaría mucho dinero, y no lo tiene.

– A veces me miro al espejo y no me reconozco. ¿Era yo la que afirmaba que ser guapa no es importante? Ahora daría algo por volver a serlo. Ya sé que parece una tontería, pero pienso que si vuelvo a ser guapa será porque estoy bien, porque todo ha pasado, porque la catástrofe se acabó… La vida se ha vuelto fea, y yo también. Me pregunto si quiero seguir viviendo en medio de tanta fealdad.

María Luisa no sabe qué decir. Comprende a su amiga. Ella aún tiene a Fernando, aunque esté en la cárcel, tiene a su madre y sus hermanas y a Merceditas. Son grandes razones para vivir. Pero Teresa está sola. Su madre ha muerto. El hombre al que quiso también. Lo ejecutaron. Era un hombre destacado, un buen político, por eso lo ejecutaron. No importa cómo se llamase. Nunca habló de él con nadie, y ahora necesita hacerlo, pero no puede delatarlo. Estaba casado y quería a su mujer, y ella no desea emborronar ese recuerdo. Cuando empezó todo, los dos se alistaron en la milicia, aunque cada uno lo hizo en una columna diferente. Se despidieron sin tristeza, prometiéndose el reencuentro pronto, en la victoria. Durante muchos meses no tuvo noticias suyas, pero vivió pensando en él, cada vez que salvaba la vida en una acción, cada vez que entraba con los compañeros en un pueblo ganado, y mientras caminaba por los senderos y los valles y trepaba por las rocas que los llevaban arriba, hacia lo alto de las montañas solitarias, cerca ya de la Meseta, perseguidos por los fascistas que al fin acabarían por atraparlos.

En la cárcel, en aquel antiguo hospicio donde pasó dos años largos, tan frío y húmedo y triste como un infierno, había coincidido con otra miliciana, compañera de él en la Columna Cantábrica. Fue ella quien le dijo que lo habían matado. Lo ejecutaron con otros tres nada más hacerlos prisioneros, y tiraron sus cadáveres al río. Se veía saltar a las truchas cebándose.

Al oír todo aquello, Teresa no pudo llorar. Se sentía tan rota, tan alejada de su propia vida, que durante el tiempo que permaneció en la cárcel no pudo llorar, como cuando estás muy cansada y sabes que necesitas dormir, pero el sueño se resiste. Sólo cuando al fin llegó a su casa y la encontró vacía y se enteró por una vecina compasiva de que su madre había muerto y de que se lo habían robado todo, sólo entonces rompió a llorar y no paró en cinco días. Aunque en realidad por lo que más lloraba era por el piano, o eso al menos pensaba ella en medio de sus sollozos, pero todo lo otro -su amor, la derrota, su madre, la terrible soledad que la esperaba- debía de estar también ahí.

– No quiero seguir hablando de estas cosas tan tristes. Ahora que tú has vuelto me parece que todo va a ser distinto. ¿Ya tienes trabajo?

– No, ni creo que lo consiga sin el certificado de adhesión…

– No voy a engañarte, María Luisa. La verdad es que no lo tenemos nada fácil. Yo lo he intentado todo, me he presentado en todos los sitios donde necesitaban gente, para lo que fuera, y he pedido ayuda a todos los amigos de mi madre. Nadie se atreve a cogerme. Es arriesgado, porque en cuanto los falangistas se enteran de que alguien como nosotras está trabajando, se ponen hechos una furia. Y ya sabes cómo se lo montan esos cerdos cuando están furiosos. Pero se me ha ocurrido que… Verás, hay gente que está vendiendo comida.

– ¿Vendiendo comida?

– Sí, se van en tren por los pueblos y compran cosas a los campesinos que luego venden aquí. Cosas que no se consiguen con las cartillas de racionamiento, o que sólo te dan en cantidades muy pequeñas. Hay quien paga lo que sea por un poco de queso o un pollo o fruta. Es una especie de contrabando, ya sabes. Estraperlo, creo que lo llaman. Podríamos intentarlo juntas…

– ¿Pretendes que nos dediquemos al contrabando?

– ¿Qué otra cosa quieres que hagamos?

Unos días después, Teresa y María Luisa se subirán a un tren en dirección a las tierras fértiles y cálidas que hay al otro lado de los montes. Carmina les ha prestado el dinero para los billetes y la posible compra, después de una larga discusión familiar en la que todas habrán intentado sin éxito disuadirlas de sus planes. Se bajarán en cualquier estación, en cuanto divisen llanos áridos y vegas verdes y altos álamos creciendo junto a un río, zona de buenos cultivos, y después andarán al azar por los caminos, en busca de alguien cuyo rostro les inspire confianza. Tendrán suerte: al día siguiente regresarán a Castrollano llevando escondidos bajo la faja y el sostén un par de kilos de garbanzos, pequeños y tiernos como la mantequilla, y casi el doble de lentejas.

Durante algunos meses, una vez a la semana, las dos amigas harán aquel viaje y volverán con los saquitos de legumbres ocultos bajo su ropa interior. Luego los venderán en las casas ricas de Castrollano, entrando entre risas disimuladas por la puerta de servicio y dejándose tratar como maleantes, las del estraperlo, que llegan las del estraperlo, susurra la muchacha, y las hace pasar al rincón más escondido de la cocina, donde la señora de la casa pesará la mercancía, la observará con detenimiento y al fin regateará el precio. Así ganarán algunas pesetas, lo suficiente para empezar a adquirir con las cartillas de racionamiento las cosas más imprescindibles.

En los primeros viajes, Teresa y María Luisa disfrutarán como si estuviesen corriendo una gran aventura. Incluso la presencia de las parejas de la Guardia Civil, que recorren a menudo los vagones, mirando con enojo y desconfianza a todos los viajeros y pidiéndoles a los que les resultan sospechosos los papeles, provoca en ellas una emoción que luego, al recordarla, les causa grandes carcajadas. Cuando los vean aparecer, pondrán cara de buenas chicas, los saludarán sonrientes, hablarán en voz alta de lo crecidos que están los hijos y lo bien que hacen de monaguillos en la iglesia y a veces hasta fingirán ir rezando. Así conseguirán pasar desapercibidas un día y otro.

Pero con el paso de las semanas y la llegada del otoño, Teresa empezará a encontrarse cada vez peor. Sus dolores irán aumentando, propiciados por la humedad de la montaña, que se le mete en los huesos por mucho que se abrigue y hasta se cubra durante el trayecto con una vieja manta. El frío asola aquellos vagones de tercera y los pajares o los vestíbulos de las estaciones en los que suelen dormir, esperando el tren de regreso del día siguiente. Las víboras de su espalda serpentean, fustigan y pican sin cesar, haciéndole lanzar gemidos que no logra contener. A veces, María Luisa tendrá que ayudarla a caminar, a subir y bajar de los trenes por aquellos altos escalones que sus huesos se niegan a alcanzar. Pronto llegarán las nevadas, y los viajes se harán más largos, y el frío azuleará sus dedos y sus caras. Uno de aquellos días, en el trayecto de regreso, Teresa se encogerá de dolor sobre el asiento, mareada y sudorosa. Cuando se recupere un poco, contemplará callada las montañas que el tren recorre lentamente, abriéndose paso con esfuerzo a través de la nieve. El ritmo de la vida parece haberse ralentizado. Los copos flotan, se sostienen en el aire, se posan luego despacio sobre otros copos. El ruido de la locomotora llega ensordecido y lejano. La transparencia grisácea de la luz envuelve las cosas, alejándolas las unas de las otras. El mundo parece hermoso y suave, muy hermoso y muy suave y muy triste.