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Al regreso a Castrollano, tendrá que pasar varios días en la cama, retorciéndose de dolor, a pesar de que su buen amigo Pepe Delgado, que es médico en el hospital y cuida de ella todo lo que puede, robará dos ampollas del analgésico más eficaz que logre encontrar. Luego, poco a poco, las víboras irán adormeciéndose, y al cabo de unas semanas Teresa volverá a caminar, aunque apoyada en un bastón que deberá acompañarla ya para siempre, según le ha dicho Pepe. A pesar de todo, le propondrá a María Luisa que inicien de nuevo sus expediciones. Pero ella se negará. Se acabó su actividad de estraperlistas. Ahora tendrán que pedirle ayuda a Plácido Bonet. Seguro que él les encontrará algo, igual que se lo ha encontrado a Feda y Alegría. Todavía queda gente decente en el mundo.

La aparición de Plácido en el mes de octubre habrá cambiado la vida de las mujeres de la familia Vega. No será sólo un golpe de suerte, sino la consecuenciadel recuerdo que Publio ha dejado en el mundo de su bondad y su honradez. Rico propietario de minas, accionista de varias empresas metalúrgicas y ferviente monárquico que ha apoyado con entusiasmo el alzamiento -aunque ahora empiece a observar con cierto temor la toma del poder por parte de los militares y los falangistas, mientras el rey aún permanece en el exilio-, Plácido Bonet había sido buen amigo de Publio, a pesar de sus diferencias políticas. Su antiguo afecto se acrecentó en un solo día, el 14 de abril del 34. En cuanto conoció la noticia de la proclamación de la República y la marcha de Alfonso XIII, el empresario se vistió de luto y puso crespones negros en los balcones de su casa. Esa misma tarde, sin embargo, acudió a su tertulia en el café Marítimo, dispuesto a no dejarse amilanar por las circunstancias y a dar la cara a favor de sus ideas. En su mesa de siempre, adonde sólo habían ido aquel día los republicanos, su presencia causó tanta admiración que todos acallaron el júbilo con el que estaban celebrando el acontecimiento y pasaron a discutir sesudamente de cuestiones de gobierno y posibles nombramientos, tratando de evitar la controversia. Pero otros parroquianos de las mesas cercanas, al ver allí al renombrado Bonet, fueron menos corteses, y elevaron las voces aún más de lo habitual, con el claro propósito de ofender al monárquico osado. Cuando desde el fondo de la sala alguien gritó: ¡A ver si los matamos de una vez a todos, a los curas, las monjas y los hijos de puta que apoyan al gran hijo de puta del rey!, Plácido palideció y buscó la mirada siempre cómplice de Publio. Éste se levantó, se dirigió sin dudarlo ni un segundo a la mesa del fanático y le plantó cara:

– Soy republicano desde siempre, y eso quiere decir que, aunque sólo sea por edad, tengo más razones que usted para considerar que hoy es un día histórico. Sin embargo, no voy a permitir que nadie insulte a las personas honradas, aunque no piensen igual que yo. Ahora mismo le va a pedir perdón al señor Bonet.

Por supuesto, la propuesta fue acogida con desprecio y a Publio, que insistía en su exigencia, tuvieron que alejarlo de allí sus contertulios, preocupados por el cariz agresivo que iba tomando el asunto. A pesar de su fracaso, desde aquel momento Plácido Bonet se sintió en eterna deuda de amistad con él.

En el mes de octubre después del final de la guerra, cuando sepa que su buen amigo ha muerto y que su viuda está de vuelta en la ciudad, indagará sin pausa hasta conseguir la nueva dirección de Letrita, y le escribirá una larga carta de pésame, recordando la impresionante personalidad de Publio y poniéndose a su disposición para todo lo que necesite.

Y no te tomes mi ofrecimiento como un puro formalismo. Comprendo que éstos no son buenos tiempos para vosotras, y no querría que lo estuvierais pasando mal estando yo en disposición de echaros una mano en lo que sea. Te ruego por favorque me hagas saber cuándo puedo visitarte, o que vengas tú misma a verme si lo prefieres, y así podremos hablar de todas estas cosas y recordar juntos a nuestro querido Publio.

Para entonces, Feda y Alegría estarán a punto de perder la esperanza de encontrar un trabajo que no suponga el riesgo del estraperlo al que María Luisa ya se dedica. La humillación de Alegría en la droguería Cabal habrá sido sólo la primera de muchas. Durante semanas, las dos mujeres habrán recorrido la ciudad en busca de cualquier cartel que anuncie un puesto libre. Se habrán presentado en varias tiendas, en dos almacenes del puerto que necesitan oficinistas, en la fábrica de vidrio y hasta en una casa en la que piden una asistenta por horas. Pero en todas partes habrán encontrado la misma respuesta. Sin el certificado de adhesión al Movimiento Nacional, nadie quiere darles trabajo. Algunos se lo exigen por miedo. Otros por convicción. Las puertas se han cerrado para la gente como vosotras, eso les contestarán con desprecio en la zapatería Rodríguez, donde se recibe a los clientes brazo en alto y al grito de ¡Arriba España! El mundo es ahora nuestro, añadirá, asquerosamente sonriente, aquel hombre engominado, mientras se limpia las manos sudorosas en la camisa azul. Un día, Alegría llegará a decir que quizá era más humano lo que hacían antes, convertir a los vencidos en esclavos y no dejarlos morirse de hambre como están haciendo ahora con ellas. Su comentado provocará la risa de las otras, pero también la amarga reflexión sobre lo difícil que les va a resultar salir adelante. Mucho más difícil de lo que jamás habrían creído. Quizá, piensa cada una de ellas en silencio, totalmente imposible.

Después de recibir la carta de Plácido Bonet, a la mañana siguiente, Letrita irá a visitarlo. A pesar de su vieja ropa teñida de negro, todavía habrá gente que detenga inevitablemente su mirada en aquella mujer mayor, castigada sin duda por la vida, pero que camina con tanta dignidad, con la cabeza tan alta y el cuerpo tan recto y los ojos tan generosos, con esa guapura ajada que le han dado -a ella, que nunca fue guapa- su orgullo, su tolerancia y su valentía. Segura de que no necesita humillarse ni suplicar, le pedirá al amigo trabajo para sus hijas. Una semana después, Alegría y Feda estarán empleadas en sus oficinas, tratadas con respeto y ganando un sueldo decente. Se sentirán las mujeres más afortunadas del mundo. De haber creído en Dios, habrían rezado cada noche por Plácido, y hasta habrían sido capaces de pensar que era un ángel enviado por el Señor para protegerlas.

Y cuando María Luisa y Teresa abandonen su miserable carrera de estraperlistas, será también él quien se ocupe de encontrarles trabajo. María Luisa entrará de cajera en el mismo café Marítimo donde Publio pasó tantas horas de tertulia defendiendo la bondad intrínseca de los seres humanos. El dueño, don Mariano, un tipo agradable, le debe algunos favores importantes, y Plácido se los cobrará así. Al descubrir de quién es hija la nueva empleada, habrá clientes que protesten, e incluso quienes abandonen ostentosamente el local para no volver nunca más. Pero don Mariano se encogerá de hombros: no puede fallarle a Bonet, y además está empezando a sentir mucha admiración por aquella mujer tan valiente, que jamás agacha la cabeza y es capaz de mirar al fondo de los ojos a cualquiera y devolver tranquilamente los cambios aunque la estén insultando. No está dispuesto a echarla porque unos cuantos intransigentes se empeñen en ello, ni siquiera aunque intenten cerrarle el café. Ha sido siempre un hombre razonable: por las buenas, todo. Por las malas, no hay quien pueda con él.