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En cuanto a Teresa, Plácido le buscará algunas clases de piano entre las familias amigas. Pero el día en que deba acudir a darle su primera lección a Elenita Durán, que la espera impaciente al lado de su Pleyel recién comprado a un chamarilero, no se presentará. Esa misma tarde, en el buzón de la casa de Carmina aparecerá un sobre para María Luisa. Dentro, sólo una breve nota escrita a lápiz:

¿Recuerdas que una vez me dijiste que no debía permitir que hicieran callar la música que vivía dentro de mí? Yano la siento. Ya no puedo tocar. Si miro mi interior, me veo blanca y silenciosa, tan blanca y silenciosa como el paisaje que cruzábamos en el tren. Todo es hermoso y suave, e infinitamente triste. Estoy muerta.

No me acuses, ni te acuses a ti misma. Si algo bueno ha habido en mi vida en los últimos tiempos, os lo debo a ti y a tu familia, y mi alma lo recordará esté donde esté. Eres mi amiga y te quiero, y así seguirá siendo siempre.

Su cuerpo no aparecerá. Nadie sabrá nunca qué lugar ni qué manera eligió Teresa Riera para morirse de aquella vida tan fea que no supo ni quiso soportar. María Luisa irá a recoger las pocas cosas que quedan en su casa. Antes de cerrar la puerta, se sentará ante el piano de papel y fingirá tocar en él la Sonata en si menor de Liszt. Teresa solía decir que, oyendo esa música, era imposible no creer que el hombre es igual a los dioses, dueño y señor de su propio destino, digno de vivir y morir en libertad.

EPILOGO

LA RENUNCIA

El verano pasará rápido. Uno tras otro se irán los días largos, los cielos transparentes, el olor tibio del aire, los vuelos torpes de las gaviotas jóvenes, el esplendor de los árboles, la dulzura del sol sobre los cuerpos maltrechos. Una mañana, de pronto, los nubarrones negros se arremolinarán en torno a la colina del Paraíso, y extenderán luego su oscuro dominio sobre la ciudad. El viento arrancará a soplar con fuerza, arrastrando a su paso basuras y tierra. Las olas se enfurecerán, y una lluvia otoñal, fría, comenzará a caer sobre Castrollano, que parece encogerse y tiritar bajo esa avanzada de lo que habrá de ser un crudo invierno, sin carbón, sin calzado, sin comida. Para muchos también sin esperanza.

Uno de los primeros días de lluvia, Letrita saldrá muy temprano, mientras todas duerman aún en la casa. La breve luz de finales de septiembre todavía no se habrá abierto camino, aunque al acercarse a la playa, en el horizonte, algo brille ya y palpite. Letrita temblará un poco del frío, pero las campanas del convento de las agustinas, llamando a prima, parecerán reconfortarla. Sus golpes en la puerta sonarán pausados.

– Ave María Purísima.

– Sin pecado concebida. Vengo a ver a sor María de la Cruz.

Como si vagase entre los plátanos húmedos, su voz permanecerá largo rato en la plaza silenciosa.

Cuando regrese a casa, pasadas las 11, las nubes habrán desaparecido y la mañana habrá adquirido un tono azulado y brillante. Es domingo, y mucha gente pasea por las calles aún empapadas. Hay hombres insolentes que lanzan sus miradas llenas de soberbia sobre los otros, y hombres acobardados, que rehúyen los ojos ajenos. Mujeres emperifolladas que aprietan el misal entre las manos, anhelando ser vistas, y jovencitas flacas como husos que caminan vergonzosas, humilladas bajo el peso mojigato de sus mantillas. Hay tullidos mendigando, y viejas malolientes y enfermas que estiran la mano y parecen a punto de agonizar. Y niños, muchos niños, crías y crios revoltosos, tranquilos, harapientos, endomingados, llenos de piojos, rollizos, crías y crios que aún van rodeados de su halo de candidez, ignorantes de la vida pequeña y marchita que les espera, probablemente felices.

Al llegar delante del Ayuntamiento -en el que ya habrán comenzado las obras de reconstrucción que tratan de borrar del edificio el recuerdo de los bombardeos-, Letrita se tropezará con un grupo de falangistas. Ocupan buena parte de la plaza, cantando a voz en cuello el Cara al sol, alzados y firmes los brazos. La gente que pasa les devuelve el saludo y grita con ellos ¡Viva Franco! y ¡Arriba España! Algunos incluso se detienen a cantar. Letrita se alejará nerviosa del lugar, aunque aún alcanzará a ver cómo varios falangistas rodean amenazadores a un campesino. El hombre, pequeño y enjuto, ha pasado a su lado sin levantar el brazo y ni siquiera mirarlos. ¿Acaso no los ha visto o lo ha hecho a propósito? Un tipo recio, de bigote fino y mirada torcida lo agarrará por los hombros y le preguntará. El campesino se sentirá asustado, callará, bajará la vista al suelo, balbuceará una disculpa, buscará luego con los ojos una ayuda que no habrá de llegar. De pronto, el falangista echará mano a su pistola.

– ¡De rodillas! -gritará.

El hombre asustado se tirará al suelo, golpeándose contra las piedras.

– ¡Levanta el brazo!

Obedecerá, tembloroso y torpe.

– ¡Canta el Cara al sol! ¿No me oyes, aldeano de mierda? ¡Canta!

El hombre asustado susurrará:

– No me lo sé…

El pistolero lo cogerá por los pelos y le obligará a levantar la mirada. El arma rozará ahora su frente.

– Con que no, ¿eh? Así que eres uno de esos rojos ignorantes que ni saben ni quieren saber… Pues yo te aseguro que vas a aprenderlo. ¡Vaya si vas a aprenderlo! ¡A hostias, si hace falta! ¡Camaradas! ¡Toca lección de canto!

Un coro de voces desapacibles arrancará la primera estrofa del himno. El cabecilla lo interrumpirá pronto con un golpe de su arma en el aire.

– ¡Basta! ¡Ahora canta tú!

El hombre asustado apenas logrará abrir la boca, intentará repetir los dos primeros versos como un mudo que se afanase en hablar.

– ¡No te oigo bien! ¡Más alto!

Volverá a cantar, algo más fuerte esta vez.

– ¡Así me gusta! Ya seguiremos con esta lección. Ahora grita: ¡Arriba España! ¡Bien alto, que se enteren todos!

Y el hombre asustado gritará con toda la potencia de que dispongan sus pobres pulmones agarrotados del miedo. Apenas termine, la culata de la pistola se dirigirá directamente a su sien. Se quedará tendido en el suelo, desmayado del golpe que ya le va amoratando la piel. Los falangistas rodearán a su camarada y le darán palmadas en la espalda. El gentío se alejará del lugar, evitando al herido como si se tratase de un bulto peligroso. Los habrá que lamenten el incidente, pero disimulen como puedan su desagrado. Los habrá que aplaudan, y luego vayan a misa y comulguen y confíen a Dios su alma.

Esa tarde, Letrita reunirá a sus hijas en el comedor. Necesita hablar con ellas. A Mercedes se la han llevado a casa de Esperanza, la hermana de Margarita, para que juegue un rato con sus primos, que van criándose bien y por suerte parecen haberse olvidado de las penurias pasadas y hasta de la existencia de su padre y de su madre, a los que jamás mencionan. Letrita mirará a las chicas, tan flacas, tan ojerosas todavía, revolverá luego su taza de manzanilla. No ha podido echarle azúcar, imposible de encontrar en esos tiempos, pero a pesar de todo mantiene la costumbre de hacer girar muchas veces la cucharita, que choca contra la loza produciendo un sonido alegre, como el que acompañaba las ricas meriendas del pasado.