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– Puta lo será tu madre. Cerdo.

El hombre palidece. Le tiembla el labio superior. Grita:

– ¡Dame tus papeles!

Letrita aguanta la mirada, sostiene la voz:

– ¿Quién es usted para pedírmelos?

El hombre levanta la mano. Alegría y María Luisa avanzan entonces hacia él, dispuestas a impedir que pegue a la madre. El revisor, alertado por algún viajero del suceso, llega en ese momento, acompañado por dos soldados que han echado ya las manos a sus fusiles.

– Vamos, vamos, camarada, no armemos escándalos, por favor… Le ruego que baje usted del tren. Ya nos ocupamos nosotros del asunto.

– ¡Estas andrajosas me han insultado!

– Olvídese, camarada. Esto es cosa nuestra, vaya tranquilo.

El hombre parece aceptarlo. Vuelve a coger su equipaje, pero aun antes de bajar se gira hacia Letrita, que no se ha movido de su sitio y sigue sosteniéndole la mirada:

– ¡Puta vieja!

El escupitajo cae sobre un resto de manzana sucia. Al fin, aún refunfuñando como un energúmeno, el hombre baja del tren y desaparece entre la gente, golpeando a unos y a otros con su maleta.

El revisor mira aquel grupo de mujeres. Deben de estar agotadas del viaje. La niña tiembla un poco. A Feda le caen -ahora sí- unas lágrimas silenciosas por las mejillas. Las otras, en cambio, se mantienen tranquilas, o eso parece, como si el incidente no hubiera alterado lo más mínimo la confianza en sí mismas. La mujer mayor, a la que el hombre ha gritado su sucio insulto, parece incluso sonreír. El revisor se fija en su peinado, intachable. Ha debido de arreglárselo antes de llegar a la estación. Recuerda a su madre cuando iba a fregar después de quedarse viuda. Siempre tenía las manos llenas de sabañones y su ropa estaba vieja y remendada una y otra vez, pero jamás salía de casa sin haberse planchado minuciosamente el vestido y haberse sujetado el pelo, bien tirante, con un puñado de horquillas. Les sonríe:

– Esperen un poco antes de bajar, no vaya a ser que todavía ande por ahí. Buenas tardes, señoras. Y bienvenidas a Castrollano.

Letrita se deja caer ahora sobre el asiento. Parece haber menguado de pronto, y envejecido, como si su cuerpo hubiera sido abandonado por la misma tensión que le había estado sosteniendo el ánimo. Merceditas se acerca a darle un beso, todavía temblorosa. Feda saca su pañuelo del escote y se suena ruidosamente.

– Seguro que era impotente. Y además cornudo.

El comentario de María Luisa las hace reír a carcajadas, aunque Letrita finge al mismo tiempo escandalizarse porque la niña también lo ha oído. Pero la risa les permite dar por terminado el mal rato, a pesar de las miradas reprobadoras que les echan algunos de los viajeros y a las que ellas no prestan la menor atención. Calmadas ya, vacío el vagón y casi los andenes donde las gentes han estado abrazándose y contándose las noticias más urgentes, las mujeres de la familia Vega bajan del tren.

La lluvia, que aún cae testaruda aunque ligera sobre la calle embarrada, las recibe al salir de la estación. Cada una de ellas husmea el olor húmedo y salado del aire, y levanta la cara para recibir el agua como si recibiese una bendición, las gotas diminutas del orvallo que juguetean sobre las pieles. Silencio. A lo lejos suenan las campanas del convento de las agustinas dando las siete. Letrita suspira hondo, buscando apoyo en sus pulmones para evitar que la voz le tiemble. Las hijas la miran, esperan sus palabras:

– Ahora sí que estamos de vuelta, hijas. La vida empieza otra vez, de otra manera. Y nosotras, a llevarnos bien con ella, como decía papá. A casa, vamos, que si seguimos aquí nos van a salir setas en el pelo.

LA MUERTE DE PUBLIO

La calle de la Estación, siempre fea y descuidada, es ahora un despojo, un barrizal. Las aceras ya no existen. Hay escombros por todas partes, piedras y tejas, ladrillos y trapos y maderos, inmundos restos del tiempo anterior a las bombas, a la huida. Negocios cerrados, letreros colgantes, ventanas donde los cristales rotos han sido reemplazados por cartones, maderos sosteniendo muros que parecen a punto de desplomarse. La muerte extendió alas veloces y sangrientas sobre Castrollano, y la ciudad entera hubo de plegarse al destrozo y el abandono, y yace derrumbada, como un cadáver al que nadie ha recogido ni amortajado, ciudad muerta y putrefacta de la que nadie se apiadó. No hubo tiempo.

En la esquina con la plaza del Carmen, la villa de doña Asunción -la madrina de María Luisa- conserva sólo la pared trasera y algunos restos de las laterales. El papel floreado del salón, que tanto les gustaba cuando eran niñas, está ahora desteñido y sucio, cubierto de moho, y la pintura verde agua de su cuarto se ha reventado en llagas mugrientas. Los yesos de los techos forman amasijos oscuros en los rincones, donde alguien debió de amontonarlos para arrancar las maderas de los suelos. No quedan muebles, ni cortinas, ni puertas, y hasta la bañera y el retrete y los grifos han desaparecido. Pero en la habitación donde estuvo el piano, torcido, lleno de churretones, permanece el retrato de los padres de doña Asunción, él con su traje blanco y su jipijapa de cafetal, mirando con orgullo la belleza algo mulata y ostentosa de su mujer.

Merceditas, que alguna vez jugó en el pequeño jardín cubierto ahora de escombros, rompe a llorar. A pesar de sentir el corazón encogido, todas intentan tranquilizarla, seguro que doña Asunción está bien, se habrá ido a vivir con su hermana, y además tienes que acostumbrarte, Merceditas, hija, una guerra es una guerra, poco a poco todo volverá a ser como antes… La niña logra calmarse, y las mira al fin con los ojos ya secos aunque asustados, y entonces, bajando mucho la voz, como si no se atreviera a decir lo que va a decir, pregunta:

– ¿Y si a nuestra casa le ha pasado lo mismo?

Es Letrita la que contesta, ante el silencio angustiado de las hijas:

– No. Yo sé que no.

– ¿Y cómo lo sabes, abuela? -Esas cosas se saben dentro de la cabeza, niña. Lo mismo que tía Feda sabe que su novio está vivo, y yo en cambio supe que tío Miguel se había muerto antes de que llegase el telegrama. Lo sé porque lo sé. Y dentro de diez minutos lo sabremos todas. ¡Vamos! ¡Caminando! ¡Que si nos paramos en todas las esquinas no llegaremos nunca!

Perplejas ante el destrozo, siguen el camino, atravesando la plaza en dirección a las calles del centro. Es entonces cuando se dan cuenta de que algo raro ocurre: no es normal, toda esa gente caminando en sentido contrario al suyo, hacia la estación. En su mayor parte parecen campesinos, pero deben de haberse vestido con la ropa de domingo y andan con aire festivo y, sin embargo, silenciosos. En seguida empiezan a ver grupos de mujeres -algunas con las pecheras cubiertas de medallas y escapularios- que van como transidas, las manos juntas y los ojos bajos, murmurando palabras incomprensibles. María Luisa se detiene a preguntar qué ocurre. Una muchacha, vidriosa la mirada, despeinada la melena de los apretujones, toda temblante la voz aún emocionada, informa del suceso. La Virgen de la Lluvia vuelve a su santuario, ahora que la guerra ha terminado y sus enemigos han sido vencidos. Con su ayuda, acabaremos con todos los rojos, casi grita la beata. Las mujeres de la familia Vega se miran con aprensión. Y callan.