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– ¿Estás bien? -le preguntó.

Etelvina contestó secamente:

– Sí, muy bien. ¿Qué quiere?

– Nada, no quiero nada, Telvina… He venido para ver si vosotros necesitabais algo. Me han dicho que tu madre se ha puesto mala.

– Mi madre ya está bien. Y no necesitamos nada de ustedes. Salvo que nos dejen en paz. Estamos rezándole un rosario a la Virgen de la Lluvia para pedirle que triunfe el levantamiento. Y que acaben pronto con todos ustedes, que tanto daño le han hecho a España.

Publio palideció. No supo qué contestar. Quiso tomárselo a broma, echarse a reír, hacerle cosquillas como cuando era pequeña, decirle que aquello no era posible después de tanto tiempo de buena vecindad…

Pero ninguna de esas palabras llegó a salir de su boca. Al ver la mirada tan agresiva de Etelvina, se le atragantaron todas antes incluso de que ella le cerrase la puerta en las narices.

Volvió a casa pálido, encogido. Las hijas se asustaron al verlo, y Letrita, después de tratar de averiguar en vano qué había ocurrido, lo convenció para que se acostase. Él se sirvió una copa de coñac y se encerró luego en el dormitorio, pidiendo no ser molestado. Desde allí se oía el ruido insoportable de los tiros. Cada uno de ellos parecía estallarle ahora a él por dentro, reventando todas las cosas hermosas y dignas que habían ido asentándose y madurando en su cabeza a lo largo de su vida. Cerró los ojos, y comprendió que ya no quería volver a abrirlos. No quería volver a mirar el mundo, porque en el mundo no quedaba nada que mereciese la pena ser mirado.

Tuvo la impresión de que un agujero eternamente hondo y eternamente negro se lo tragaba, como la muerte. Y nada hizo por evitarlo.

Cuando Letrita entró en la habitación más de una hora después, se lo encontró convertido en un anciano. Los años, que hasta entonces habían respetado su inteligencia y su ánimo, y también la estatura y el porte, la fortaleza de los huesos y hasta la delicadeza de una piel siempre pálida, se le habían echado de pronto encima. Parecía haber menguado. Una telaraña de arrugas profundas le marcaba el rostro, y los ojos antes tan vivaces se habían vuelto pequeños y débiles, ausentes. Su voz ni siquiera se alzó para saludarla.

Al verlo así, Letrita rompió a llorar y lo abrazó con la misma pena con la que en el pasado tuvo que abrazar a los hijos muertos. Lo había adorado desde que tenía dieciséis años y él, cerca ya de los treinta, la saludaba cada mañana al pasar por delante del mirador de su casa camino de la oficina de su padre en el puerto, con el sombrero claro y el bastón bien empuñado y la mirada suave. Había seguido adorándolo las primeras veces que se hablaron y cuando él le pidió matrimonio. Y después, a lo largo del tiempo, ocupada en cuidar de los hijos vivos y recordar a los muertos, disfrutando de la fortuna y soportando las penurias que llegaron cuando el negocio familiar fracasó, día tras día y año tras año, siempre lo había adorado. Lo conocía como si fuera carne de su carne, y cada una de las ilusiones de él era también suya, igual que suyo era cada uno de sus dolores. Hacía ya mucho que no necesitaban hablar para entenderse. Al verlo así, Letrita rompió a llorar porque supo que se le había partido el alma. Y que era para siempre.

El ya no tuvo fuerzas para consolarla. Su vida había terminado. A partir de aquel día, y hasta los momentos finales en que recuperó brevemente la lucidez, se limitó a ser un cuerpo sin razón ni voluntad. Ni la huida de Castrollano, ni las noticias de la guerra, ni siquiera la muerte de su propio hijo lograron conmoverle. Ya nada podía agrandar su pena, pues en un solo momento, en un único cadáver y una primera expresión de odio, había alcanzado a ver toda la crueldad que llegaría, y ese dolor abrió en su espíritu una herida imposible de cerrar.

Fue Letrita quien tuvo que hacerse cargo de la situación a partir de aquel momento. Sin verter más llanto que el del primer instante -que secó en seguida, consciente de que su fortaleza era ahora imprescindible para el bienestar de los suyos-, sumó a su propia solidez la solidez desvanecida de Publio, y fue en adelante madre y padre, esposa y marido. Ella organizó aquellos primeros días de sitio en la casa, ocupándose de tranquilizar a las chicas. No permitió quejas ni desidias ni lloriqueos ni malos humores ni temblores ni abandonos. Todo el mundo tuvo tareas que hacer, y todo el mundo, incluidos los vecinos aún amistosos, jugó a las cartas al atardecer, después de tomar un poco de café con pan duro migado o con galletas que ya empezaban a ponerse rancias.

Al quinto día, Miguel y dos amigos suyos aparecieron por la ventana de la cocina de don Manuel. Apenas enterado del golpe, el pobre Miguel, que pasaba unos días en una aldea de la montaña con Margarita y los niños, había regresado a Castrollano para unirse a los milicianos. Preocupado por la situación de su familia, había logrado llegar hasta la casa a través de los tejados, y estaba dispuesto a sacar de allí a todos los vecinos que quisieran ser rescatados. Letrita se tragó la conmoción que supuso para ella saber que su hijo ya estaba armado y dispuesto a partir hacia cualquier lugar donde hicieran falta soldados. No dijo ni una palabra. Preparó el equipaje imprescindible en un par de maletas, guardó en una bolsa las cosas de más valor -incluidas las pocas joyas que aún le quedaban de los buenos tiempos- y todavía fue capaz de dirigir con autoridad la operación de recoger la casa, metiendo los objetos delicados en los armarios, apilando colchones, cubriendo los muebles con sábanas viejas, revisando las trampas para los ratones, cerrando la llave de paso del agua y quitando los plomos, exactamente igual que si se fueran de vacaciones por unas semanas. Nadie se mostró tan sereno como ella durante aquel rescate difícil, en el que hubo que trasladar en una silla a Publio, más torpe y anquilosado a medida que pasaban los días. Incluso mantuvo intacto su sentido del humor al instalarse en casa del tío Joaquín, quien los recibió refunfuñando porque su presencia alteraba el orden estricto de su vida de solterón maniático, aunque no les echase la culpa de su desgracia a ellos sino a la Iglesia, que según decía se había empeñado en amargarle toda la existencia, sin respetar ni siquiera su triste vejez. Y todavía conservó el valor en la despedida de Miguel, que partió en un tren lleno de hombres sonrientes y ruidosos, más parecidos a alegres veraneantes que a soldados, salvo por las armas que llevaban en bandolera y que agitaron al aire a través de las ventanillas cuando el tren arrancó lentamente, desvaneciendo sus siluetas entre los humos. Muchos de ellos no volverían. Letrita lo supo, pero se calló, y hasta le dio un sopapo ligero a Feda al ver que se echaba las manos a los ojos para tapar las lágrimas.

Durante todo aquel tiempo, ella siguió tomando decisiones y repartiendo tareas. Alegría y Merceditas fueron las encargadas de hacer la compra en un mercado todavía bien surtido aunque cada día más caro, del que volvían siempre escandalizadas. Y Feda se ocupó de ir todas las mañanas a Correos, a recoger y enviar las cartas, que empezaban ya a espaciarse demasiado. Por suerte, enseguida llegaron noticias de María Luisa, que seguía en Madrid aunque estaba haciendo planes para trasladarse a Barcelona, con su familia política. Además de su trabajo en la escuela, ahora conducía los fines de semana un tranvía, supliendo igual que otras muchas mujeres a los hombres que ya estaban en el frente. Fernando se había incorporado como oficial al ejército y luchaba en Extremadura. Estaba bien, un poco asustado por la brutalidad que lo rodeaba, pero bien, y mandaba saludos.