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La casa del tío Joaquín, un edificio burgués de finales del siglo anterior, se levantaba justo frente al viejo puerto, en la esquina entre la plaza de la Reina y la calle del Fomento; a espaldas del temido barrio de pescadores, con sus miserables edificios medio en ruinas, sus calles embarradas y sus muchas casas de putas. Desde el balcón del comedor, en los días claros, se alcanzaba a ver una enorme extensión de mar, cambiante y dúctil bajo las luces y los vientos. Una preciosa mañana de principios de agosto, Merceditas, ocupada en peinar a su muñeca, vio una mancha oscura que aparecía repentina sobre la lejana línea del horizonte. Algunos pesqueros de bajura habían salido a faenar al amanecer. De pronto, como si se hubieran puesto de acuerdo, sus cascos de colores enfilaron hacia el puerto. A medida que se acercaban a la bocana, la mancha oscura parecía seguirlos, y su perfil empezó a tomar forma. Era un gran barco gris, amenazador y veloz y rígido como un monstruo marino. Los curiosos que todos los días remoloneaban por el puerto formaron corrillos, y en cuanto los primeros pesqueros fondearon y los hombres bajaron a tierra, se les acercaron, tal vez inquiriendo noticias. Hubo gestos de asombro, manos lanzadas al aire, quizá gritos, y en seguida todos, marineros y paseantes, echaron a correr a través de los muelles, seguidos de cerca por los pescadores de los otros barcos, que iban llegando a puerto y eran abandonados a la carrera por las tripulaciones, olvidando a bordo la pesca del día.

Merceditas tuvo miedo, y voló a la cocina donde la abuela preparaba unas lentejas con tocino pero sin chorizo, porque el chorizo estaba ya demasiado caro en aquellos días y Alegría no había querido comprarlo. Letrita se asomó al balcón, y, al ver el monstruo, volvió a entrar rápidamente en la casa, dando instrucciones de abandonarla. Salieron a toda prisa, sin tiempo para coger las cosas de valor, y ya en la calle se vieron mezclados con una multitud que corría hacia el interior de la ciudad. Algunos tiraban cosas desde las ventanas a los familiares que aguardaban abajo, chillándose los unos a los otros. Los más viejos eran llevados casi en volandas o bien, abandonados a su suerte, lloriqueaban asustados, intentando seguir el ritmo despiadado de los jóvenes. Desde el barrio de pescadores, una riada de niños harapientos y de mujeres en delantal se afanaba tras los hombres, que de vez en cuando miraban atrás sin detenerse, llamando a voces a sus hijos o a sus compañeras.

Letrita ordenó a Feda y a Alegría que se adelantasen con la niña y corrieran hacia donde fuese, con tal de que fuese lejos del puerto. Pero Alegría se negó a dejarla sola con su padre y el tío Joaquín y se obligó a caminar al paso renqueante de los dos viejos, viendo con angustia cómo se alejaban Feda y Merceditas, de la que se separaba por primera vez desde que todo aquello había comenzado. Mientras sostenía al tío -que refunfuñaba y le daba codazos, incapaz de tragarse su mal genio ni siquiera en un momento como aquél-, rezaba en silencio, pidiéndole a Dios, si es que en verdad existía, que no se le llevara también a la única hija que le quedaba. Ya no sería capaz de soportarlo.

Los cañonazos se empezaron a oír cuando llegaron al comienzo de la calle del Arco. Letrita, aliviada al comprobar que las bombas caían a espaldas suyas, lo suficientemente lejos como para no alcanzarles, decidió refugiarse en casa de Carmina Dueñas, su vieja amiga, que no les negaría cobijo. Pero Alegría no quiso subir, y se empeñó en ir a buscar a la niña y a Feda, a las que encontró al fin abrazadas en un banco del parque de Begoña, muertas de miedo y rodeadas por varias mujeres muy amables que trataban de calmarlas. Volvieron todas juntas al piso de Carmina y allí se quedaron con los demás amontonados, mientras el crucero Pisuerga seguía atacando Castrollano sin misericordia, derribando edificios, reventando árboles y destrozando vidas. Fue la primera prueba de las muchas que vendrían después de que lo de la guerra no era un juego, ni una simple noticia en los periódicos, ni una acalorada discusión de café. Lo de la guerra iba en serio, y era la muerte y el miedo y la tristeza y la rabia y la desolación.

Cuando el Pisuerga abandonó el puerto al cabo de nueve días, en busca de otra ciudad desprevenida sobre la que lanzar su fuego monstruoso, dejó tras de sí un montón de dolor y de ruinas. La misma casa del tío Joaquín, reventada en millones de trozos, se llevó por delante al caer a dos vecinos poco prudentes. Entre sus restos, Merceditas, Alegría y Feda buscaron inútilmente algunos de sus objetos. Lo único que encontraron, un poco arañado por la rotura de los cristales del marco pero prácticamente intacto, fue el retrato de boda de los padres, ella de terciopelo oscuro, con una camelia prendida en el pecho, y él con cuello duro y pajarita, los dos muertos de risa y de ganas de comerse a besos a pesar de la consabida seriedad del momento. Cuando se lo dieron a Letrita, se echó a llorar. Fue un llanto tan repentino, intenso y breve como una tormenta tropical. Y se secó enseguida.

Apenas se calmó, fue a enseñarle la fotografía a Publio:

– Mira, las niñas la han encontrado entre los escombros de la casa del tío. Gracias a Dios. Todo lo demás me da igual, pero perder esto sí que nos hubiera costado un disgusto, habría sido un poco como perder nuestra memoria, ¿no crees? -le dijo, y luego se puso a mirar el retrato y le dio por recordar aquellos tiempos, la felicidad de estar al fin juntos todo el tiempo posible, las muchas noches de amor alborotado y las infinitas horas de ternura. Letrita no tenía ninguna tendencia a idealizar el pasado. Vivir al lado de Publio y de los hijos que no se le habían muerto le parecía un privilegio del que iba gozando día a día, sin volver la vista atrás. Y si lo hacía, nunca era para añorar sino, por el contrario, para detenerse con satisfacción en la idea de que su vida había sido y era mucho más dichosa de lo que ella jamás habría supuesto. Pero aquella vez, quizá porque mientras recordaba miraba el fondo de los ojos de Publio -donde siempre había encontrado tanto amor- y sólo veía vacío, aquella vez, acaso también por el miedo y la pena silenciosa y la percepción inevitable de la derrota que habría de llegar, sintió una punzada en el corazón. Y le pareció entender, aunque no quiso detenerse en tal idea, que al fin había llegado el tiempo definitivo de la nostalgia.

MARÍA LUISA Y FERNANDO

La puerta del portal responde sin una queja al giro de la llave que Letrita ha sacado de la cadena colgada siempre a su cuello. Adentro, todo sigue igual de oscuro y húmedo, como el vientre viscoso de un pez. María Luisa camina con seguridad hasta el fondo del vestíbulo, aprieta el interruptor. La bombilla se enciende con su luz amarillenta y triste, que apenas alumbra las baldosas pálidas del suelo y el friso pintado de un viejo negro polvoriento. Las escaleras de madera, descolorida a fuerza de frotarla con lejía, rechinan del mismo modo que rechinaban dos años atrás.

La comitiva de mujeres sube despacio. Delante de sus hijas, Letrita se sujeta con firmeza al pasamanos. El sudor hace resbalar su palma sobre la moldura sobada. Tras la puerta del primero izquierda, donde vivían don Manuel y doña Antonia, se oyen voces inesperadas de niños. Por un instante, la mirada de la madre se cruza inquieta con la de María Luisa, que le sonríe animándola. A través del ventanuco que da a la calle entra el rugido creciente de un camión que se dirige a la carretera cercana.