A medida que asciende el tramo de escaleras hacia el segundo piso, las piernas de Letrita parecen volverse de hierro. Apenas respira, aunque siente que se está ahogando. Al llegar al descansillo, se detiene frente a su puerta, y entonces un malestar, como un repentino hormigueo, le recorre el cuerpo de los pies a la cabeza, una ola de pánico y pena que desbarata el latido de su corazón: sobre la madera oscura, encima justo de la mirilla, allí donde antes figuraban las iniciales en latón de Publio Vega, resplandece ahora, limpia y requetelimpia, una placa dorada con el Sagrado Corazón de Jesús en relieve y, debajo, un nombre desconocido, Edelmiro Jiménez.
Letrita tiene que sentarse en la escalera. Intenta recuperar el aliento perdido mientras sus hijas se acercan preocupadas a atenderla. Ella las aleja con sus gestos. Necesita aire. Necesita dejar de oír los golpetazos del corazón. Necesita poder pensar. La casa se ha perdido. Acaba de comprenderlo. Ha vivido durante los últimos tres años recordando cada rincón de esa casa. Todas las mañanas, mientras hacía las faenas en el caserón de Noguera, se imaginaba a sí misma limpiando y ordenando el piso de Castrollano. Recorría mentalmente las habitaciones, abría ventanas, sacudía alfombras, quitaba el polvo a los muebles y a cada uno de los pequeños objetos de adorno, aireaba los cajones de la ropa blanca, recolocaba en las alacenas los platos y las cacerolas y los cubiertos, atizaba el fuego de la cocina y hasta olfateaba los ricos olores de sus propios pucheros. Por alguna oscura razón, durante todo el tiempo de ausencia ha estado convencida de que mientras ella no abandone la casa, la casa no la abandonará a ella. Ésa ha sido su conexión con el pasado, con todo lo que ella y los suyos han venido siendo desde siempre. Necesitaba la persistencia de su memoria, el mantenimiento de esa imaginaria cotidianeidad para creer que la vida, tal y como ella la entiende, seguía siendo igual, que el tiempo que estaba viviendo no era más que un desliz de su historia personal, un resbalón fuera del camino, y que en algún momento volvería a él y recuperaría el curso. Mantuvo intacta esa ilusión incluso después de la muerte de Miguel y hasta de la de su marido, y aún mucho más cuando supo que Fernando estaba en la cárcel y que les tocaba seguir adelante solas. La casa, le parecía, era el lugar de donde extraer energía y valor para enfrentarse al temible misterio del porvenir.
Ni por un segundo, en todo aquel tiempo, se le ha pasado por la cabeza la idea de que doña Petra haya podido arrebatársela y dársela en alquiler a otras personas. Así que ahora de pronto, al comprenderlo, se siente vacía y asustada, como si todos los proyectos hubieran quedado suspendidos en el aire, donde se desvanecerán en unos instantes. Está a punto de romper a llorar, de echar a correr escaleras abajo y ponerse a gritar en plena calle que sus hijas y ella son las de siempre, y que sólo quieren seguir viviendo como siempre han vivido… Pero piensa en Publio, en el Publio firme y tranquilo de antes de la enfermedad: él no se habría dado por vencido en una situación como aquélla. Habría insistido hasta el final. Y ella debe una vez más seguir ese impulso prestado. Se recoloca el cuello del abrigo que, al sentarse, se le ha quedado apretado contra la garganta. Algo más calmada, le entrega a María Luisa la llave que desde hace un rato lleva encerrada dentro de su puño, como si fuera un talismán:
– Inténtalo tú, hija -alcanza a decir. Y María Luisa, aun sabiendo lo que va a suceder, obedece.
La llave ni siquiera entra en la cerradura.
Feda se refugia en un rincón y gimotea suavemente. Merceditas aprieta muy fuerte la mano de su madre, hasta hacerle daño. Letrita se pone ahora en pie, respira hondo, se limpia con su pañuelo el sudor que le brilla en la frente, y se dirige a la puerta. El golpe de la aldaba suena rotundo y largo. No se oyen pasos, pero al cabo de un rato la tapa de la mirilla se mueve y un trozo de rostro -ojo pequeño de ceja espesa- asoma detrás de la celosía. La voz es fuerte:
– ¿Qué quieren ustedes?
– Soy la viuda de Publio Vega.
– ¿Y…?
– ¿Es usted la señora de Jiménez?
– No, no hay nadie. Han ido todos a lode la Virgen. Yo soy la que limpia.
– ¿Sabe si tardarán mucho en volver?
– No creo. A las ocho se reza el rosario.
– Gracias.
Letrita se vuelve hacia sus hijas. No hace falta que diga nada: todas saben que deben esperar. Empujan las maletas contra la pared y aguardan en pie, silenciosas, un minuto y otro y otro, una dura eternidad de muchos y largos y duros minutos. Al fin, el ruido de voces y pasos en la escalera las alerta. Letrita se endereza, se peina un poco con los dedos, sujeta bien una horquilla que se le había aflojado. Alegría y María Luisa se colocan a su lado, mientras Feda permanece en el rincón, intentando arreglar el vestido arrugado de Merceditas y abrocharle los botones de la chaqueta. Las voces, casi susurrantes, se acercan, y luego callan al alcanzar el útimo tramo de la escalera y descubrir al grupo de mujeres, silencioso y quieto, en el descansillo.
Una vieja vestida de negro, con un montón de escapularios al pecho y el largo rosario de nácar colgado del brazo -tan blanco y suave sobre su abrigo de paño rasposo-, se adelanta al resto y se planta, tiesa como un palo, provocadora, frente a Letrita.
– Buenas tardes, doña Petra -dice ésta, sin molestarse en tender una mano que está segura será rechazada.
– ¿Qué hacéis aquí?
– Hemos vuelto a casa.
– Ésta ya no es vuestra casa. Aquí no queremos rojos. ¡Faltaría más! -y la vieja se santigua y se besuquea con deleite el dedo pulgar, llenándolo de babas.
Letrita respira hondo para contener la indignación:
– Entonces, déjenos sacar nuestras cosas.
– ¿Vuestras cosas…? No tengo ni idea de dónde están. Se las habrán llevado los ladrones.
María Luisa se adelanta ahora a su madre, apretándole con fuerza el brazo para evitar que siga hablando:
– Cuando nos fuimos hace tres años, lo dejamos todo ahí dentro. ¡Todo! El piso es suyo, desde luego, y puede usted hacer con él lo que le plazca, pero el resto es nuestro. Sólo queremos que nos devuelva lo que es nuestro. -Su voz se hace ahora más grave, algo amenazadora-. Y que no vuelva a tratar a mi madre de tú.
La mirada de doña Petra se dirige hacia ella, pero los ojos agotados parecen resbalar sobre su cuerpo sin verlo. Antes de hablar, se gira de nuevo hacia Letrita, como si le resultase más fácil contestarle a la madre. Quizá María Luisa la ha asustado. Sin embargo, no se arredra, y su tono vuelve a ser tan seco como desdeñoso:
– Yo no tengo nada. Ni sé quién lo tiene. Y ahora, fuera de aquí, rápido, o llamo a la Guardia Civil.
Las mujeres se dan por vencidas. Sin necesidad de decirse nada, recogen sus maletas. Pero María Luisa aún se detiene un instante frente a doña Petra. No levanta la voz, sólo le suelta con toda la frialdad de la que es capaz lo que las demás están pensando: