Un día incluso se atrevió a confesarse. Pensó que quizá hallaría alivio y consejo en las palabras del cura, a quien le expuso, con toda la suavidad de que fue capaz, su penosa situación. Pero la voz aquella, desde el otro lado de la celosía, se limitó a decirle que a menudo los matrimonios eran así y que los hombres -que tanto tenían que trabajar y luchar fuera de casa para mantener el hogar- padecían tribulaciones que se escapaban a la comprensión de las mujeres. Añadió que su obligación era sobrellevar con paciencia los desplantes del marido, y que debía pedirle a Dios que la ayudase a ser una buena esposa y, sobre todo, que la hiciera pronto madre, porque los hijos dulcificarían el carácter de los dos y templarían su relación.
Alegría se sintió decepcionada por esas palabras que parecían poner de relieve su ignorancia de la vida y la aislaban aún más del mundo de los otros, tan distinto de aquel en el que ella siempre había vivido y que, en su inocencia, creía el único común. A pesar de todo, rezó unas cuantas noches seguidas pidiéndole al Dios en el que no lograba creer que le diera un hijo. Luego se olvidó, pero el hijo -la hija, en realidad- llegó a pesar de todo. El embarazo fue para Alegría un largo momento de felicidad. Vivía ensimismada, observando las cosas y los sucesos con una rara distancia. Incluso dejaron de hacerla sufrir las constantes groserías y las ausencias nocturnas de Alfonso, que cada día llegaba más tarde, más borracho y de peor humor, a pesar de su notorio entusiasmo por el próximo nacimiento de un chico, pues estaba seguro de que varón sería. De mis cojones sólo pueden salir otros cojones parecidos, decía a menudo, observando con avidez la hermosa barriga creciente de su mujer.
Cuando llegó a los siete meses, armándose de un valor inusitado, Alegría se atrevió a decirle a su marido que le gustaría volver a Castrollano y que la criatura naciese allí. De esa manera, no sería necesario que su madre y alguna de sus hermanas se trasladasen a Pontevedra para ayudarla, con las molestias que eso implicaría para él. Alfonso aceptó, y la acompañó incluso en el tren, despidiéndose de ella un par de días más tarde con grandes muestras de cariño, interminables súplicas a toda la familia para que la cuidase y unas pocas lágrimas que resbalaron orondas por sus mejillas en el último momento. A ella le dio igual aquel teatro. Desde que puso el pie en el andén de la estación y la humedad del aire salado se le pegó de pronto a la piel, a la vez que se abrazaba a sus padres y sus hermanas, había vuelto a ser la niña feliz del pasado. Así que calló de nuevo sus penas y hasta creyó haberlas olvidado, envuelta en la dulzura de los mimos familiares, los buenos guisos de Letrita, los viejos objetos domésticos, los cuidados de las amigas y el intenso olor del mar, que se agitaba aquellos días rabioso y descomunal, como queriendo regalarle la furia que a ella tanto le había gustado siempre.
A mediados de otoño del año 29, un día de lluvia interminable, después de un parto breve y casi indoloro como solían ser los de las mujeres de la familia, nació Merceditas. Muerta de felicidad y de ternura, Alegría no sólo no echó en falta a su marido, sino que llegó a olvidarse de su obsesión por tener un hijo varón y hasta de su propia existencia. No empezó a preocuparse hasta que, quince días después del alumbramiento, Letrita mostró con cautela su sorpresa por no haber recibido ninguna noticia de Alfonso, a pesar de que le habían mandado un telegrama y una carta posterior. Ella lo excusó alegando que no le gustaba mucho escribir, pero en ese momento empezó a acordarse de él, a imaginar lo que iba a suceder y temerlo. La nube que durante aquellas semanas había velado su realidad acababa de desvanecerse, dejándola otra vez nítida y fea frente a sus ojos.
Cuando un par de meses después su marido llegó un día a buscarla; sin previo aviso, se le agolpó de pronto tanta angustia en el pecho, que la leche se le cortó. Alfonso estuvo, como de costumbre, encantador. Besó tierna y repetidamente a su mujer y a la niña, afirmando no haber visto nunca una criatura más guapa que aquélla, tan parecida a su madre y a su abuela. Aseguró haber enviado varias cartas de cuya desaparición debía ser culpable el servicio de correos, que siempre funcionaba mal. Compró flores para Alegría y pasteles para toda la familia. Y al cabo de dos días, protegiéndolas firmemente con su brazo poderoso -que nunca temblaba a la hora de dar una paliza a un detenido o empuñar la pistola-, las subió al tren de las 10, camino de Pontevedra.
Alegría mantuvo el tipo como pudo hasta que la locomotora arrancó y, muy lentamente, las queridas figuras familiares fueron alejándose, volviéndose diminutas en el espacio, a la vez que se hacían enormes en su corazón. Imaginó a su padre frotándose nervioso las manos, a la madre mordiéndose los labios para evitar que le temblase la barbilla, a María Luisa hablando de tonterías en voz muy alta, como si no ocurriese nada, a Miguel refunfuñando contra el sentimentalismo burgués a pesar de su nudo en la garganta y a Feda dejando que las lágrimas cayeran libremente de sus ojos. Los imaginó regresando a casa, al luminoso piso de la cuesta del Sacramento, más silencioso que de costumbre. María Luisa, siempre la más fuerte, calentaría la carne guisada y freiría unas patatas. Feda, aún llorosa, pondría la mesa. El padre y la madre se sentarían entretanto el uno al lado del otro, y fingirían parlotear de las cosas cotidianas, ocultando su congoja. Letrita incluso se levantaría para colocar en su sitio una de las tazas del aparador, la de la esquina de la derecha quizá, como si aquella nimia prueba de desorden fuese en ese momento su mayor problema.
Le dolía el corazón. Miró a la niña, dormida en sus brazos, con su carita feliz y sonrosada y el leve ronroneo en los labios. Y se sintió desgraciada y sola como nunca se había sentido, cargada con una responsabilidad, la de criar a su hija, que en ese momento le resultaba aterradora. Se puso a llorar. Las lágrimas caían sobre la manta blanca que envolvía a Mercedes. Mantuvo la cabeza agachada para que Alfonso no se diese cuenta. Pero él debió de notar algo, porque de pronto le agarró la cara y se la levantó. Alegría evitó mirarle a los ojos, aunque pudo imaginar su aspereza mientras le hablaba:
– ¿Qué es esto…? ¿Lloriqueas porque vuelves a tu casa…? El que tenía que llorar soy yo, que no has sido capaz de darme un hijo… ¡Cállate ya, que pareces boba…!
Aquella noche, hacia las dos de la madrugada, cuando Merceditas llevaba un par de horas berreando y ella trataba desesperadamente de calmarla en la cocina, Alfonso se levantó. Alegría suspendió sus paseos y el suave canturreo con el que intentaba dormir a la niña. Lo que sucedió no fue una sorpresa, aunque le dejase para siempre una tremenda cicatriz en el alma.
– ¿Tú crees que se puede dormir en esta casa? -Alfonso chillaba como un loco-. ¡Haz que se calle de una puta vez, que yo tengo que ir mañana a trabajar!
Alegría sólo se atrevió a susurrar:
– No sé qué le pasa, nunca se había puesto así.
El bofetón estuvo a punto de tirarla al suelo. Apretó a la niña contra su cuerpo, para evitar que se le cayese de los brazos. En ese mismo instante, Merceditas dejó de llorar. Ella supo que, de alguna manera, su hija quería evitarle más dolor. Y supo también, con el estupor y la resignación de quien alcanza a ver en un segundo el porvenir iluminado y obvio, igual que un paisaje nocturno bajo el fulgor repentino de un rayo, que aquélla había sido sólo la primera vez. Y que no tendría valor para contarlo.
No fue capaz de hacerlo ni siquiera después de su fuga de Zaragoza. Aunque, a decir verdad, tampoco hizo falta. Durante el viaje a Castrollano, Publio le dijo:
– No voy a preguntarte nada, Alegría. Cuéntame tú lo que quieras y cuando quieras, si es que quieres. Pero te voy a pedir que me prometas dos cosas. Que nunca se te pasará por la cabeza que tú has sido la culpable de lo que ha ocurrido, sea lo que sea. Y que nunca volverás con él. Aunque te llame, aunque te suplique, aunque se tire llorando a tus pies.