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MIGUEL Y LA GUERRA

Después de reencontrarse con Rosa, Feda regresa a casa de Carmina sintiéndose tan feliz como no recuerda desde hace mucho. Ni siquiera las ruinas y la podredumbre, la devastación de la ciudad entera, hundida sobre sí misma, pueden con su alegría. Aún ignora que Rosa no se atreverá a mostrarse con ella en público, que Simón la rechazará por miedo a destruir su carrera recién comenzada. Ajena a esas decepciones que la esperan, siente que la vida empieza otra vez, que el negro agujero de los últimos años está a punto de desaparecer para siempre, que al fin regresa el tiempo de la luz, las ilusiones interrumpidas del pasado, como si su historia retomara el curso que debía haber seguido por su impulso natural y que la guerra sacó momentáneamente de su cauce. Volverá a ser la novia de Simón, piensa, aunque sea en la distancia. Buscará un trabajo para ayudar en casa hasta que sea el momento de la boda y se vaya a vivir con él a Madrid. Se hará vestidos nuevos, se comprará una barra de labios rosa fuerte en un estuche plateado y un frasquito de colonia de lavanda, aunque sea pequeño, y llegarán de nuevo las tardes dulces con su amiga, las de escaparates y callejeo y risas y baños y helados de turrón…

Cuando llama a la puerta de casa de Carmina, son casi las dos de la tarde. María Luisa está furiosa:

– ¿Tú qué te crees, niña? Está bien que hayas ido a ver a tu novio, pero éstas no son horas de venir, con todo lo que hay que hacer. Feda pone cara de burla.

– Vale, vale, Marialuisita, tienes razón, pero el amor es el amor, ¿o no?

A su hermana no le queda más remedio que echarse a reír. El comportamiento infantil de Feda la saca de sus casillas, pero a veces también logra enternecerla. Le pasa el brazo por los hombros.

– Venga, cuéntame, ¿lo has visto?

– No. Está en Madrid. ¡Pero está vivo, está vivo!

Aunque personalmente no siente ninguna simpatía por aquel niñato, María Luisa comprende la euforia de Feda.

– Me alegro mucho, Fedita, de verdad que sí. A ver si ahora todo se arregla, aunque…

– Ya sé lo que estás pensando, que me ha dejado, que ya no le intereso, pero te equivocas, ya verás cómo te equivocas. -Ojalá. Sin embargo, más vale que te hagas a la idea de que las cosas no siempre salen como queremos. Y que si Simón se ha largado, hay otros muchos por ahí que se derretirán en cuanto los mire la chica más guapa de Castrollano. Feda se sonríe como una niña halagada.

– ¿De verdad que todavía te parezco guapa?

– Claro que sí, tonta. Guapísima. Ahora estamos todas cansadas, pero en cuanto nos recuperemos un poco, ya verás cómo volverán a hacer cola a la puerta de casa para salir contigo.

María Luisa sabe que está mintiendo, pero no quiere que Feda se desanime. Todavía a menudo sigue protegiéndola como cuando eran niñas y ella -que le saca casi cuatro años y siempre fue más valiente- la llevaba de la mano por las calles, le limpiaba las heridas si se caía en el parque o la defendía de las compañeras más brutas de la escuela. Pero también se siente aún responsable de controlarla y someterla a la disciplina familiar. Así que, pasado el momento de los mimos, vuelve a ponerse seria.

– Y ahora vete a ver a mamá y pídele disculpas. Llevamos esperándote toda la mañana para ir a casa de Miguel. Habrá que dejarlo para esta tarde, pero no puede ser que todo el mundo tenga que estar pendiente de ti, Feda. Ya está bien.

Después de una comida aún más frugal que la cena de la noche anterior, las mujeres de la familia Vega salen para ir a visitar a la viuda de Miguel y a los niños, que probablemente seguirán viviendo en la casucha del barrio de pescadores. A Letrita aún le cuesta trabajo pensar en Margarita como la viuda de su hijo, pero se esfuerza en hacerlo, porque a él le hubiera gustado que fuera así. A decir verdad, aquella boda había sido una sorpresa de la que ella todavía no se ha recuperado del todo. Y no sólo por las características de la novia, sino también porque Miguel parecía ser uno de esos hombres con vocación de soltero. Cumplió los treinta sin haber tenido nunca una novia formal. Estaba demasiado ocupado con su trabajo de fotógrafo, su actividad en el partido comunista y las tertulias interminables del Ateneo Obrero. Siempre rebelde y radical, a los diecinueve años se fue del piso de la calle Sacramento para instalarse en un chamizo del barrio de pescadores con dos o tres camaradas. Su familia le resultaba, según les dijo, demasiado burguesa. Mucho mimo, mucho guisote, mucha cama blanda… Todo aquello debilitaba el cuerpo y el espíritu. Él se consideraba un soldado de la revolución que habría de llegar, y como tal quería vivir. Sin embargo, de vez en cuando aparecía a comer o a que alguien le echase una mano con su ropa mal planchada. Llegaba con cara de pocos amigos, como si estuviese enfadado consigo mismo por tener que rebajarse de aquel modo, pero en cuanto se sentaba a la mesa y empezaba a dar cuenta de los garbanzos con bacalao, la carne guisada o la sopa de pescado, se le pasaba el mal humor, se le encendían los ojos y empezaba a contar mil aventuras y chascarrillos que a todos les hacían partirse de risa. En el momento de irse, cuando Letrita lo abrazaba y le decía: vuelve pronto, hijo, ponía de nuevo su cara enfurruñada y contestaba: ¿yo?, ¿volver pronto yo a este nido de acomodaticios? ¡Ni lo sueñes, madre!, y después la besaba y se iba silbando escaleras abajo La Internacional, para que le oyese bien oído la casa entera.

Todavía adolescente, había entrado de ayudante de un viejo fotógrafo que le enseñó todo lo que sabía de su oficio y todo lo que sabía de política, que era mucho. Con él se hizo comunista y con él llegó a ser un experto en retratos. Manejaba como nadie en Castrollano el arte de hacer posar a los clientes, enmarcarlos en un decorado adecuado a su personalidad y obtener de ellos su mejor expresión. Y, en ese campo, curiosamente, la delicadeza era su dominio. Todo lo suave, lo pulcro, lo exquisito llamaba la atención de su ojo. Ante una mujer hermosa, vestida de sedas y terciopelos, o un viejo elegante con chistera y bastón, realmente se derretía. Pero lo que más le gustaba fotografiar era niñas, a ser posible de blanco, con grandes lazos. Las rodeaba de flores y gasas, y así componía aquellos retratos un tanto anticuados pero muy del agrado de la mayoría de la gente, que los encontraba, como solían decir, preciosos. A veces sus camaradas le preguntaban el porqué de ese gusto aburguesado y un poco Victoriano y trataban de convencerle para que sacase su cámara a la calle y retratara a los obreros de las fábricas o los crios de los barrios miserables, pero él se negaba y defendía su arte. Estaba dispuesto a dárselo todo al partido y a la revolución, decía, su inteligencia, sus horas libres y su valor el día que hiciera falta, pero que nadie le pidiese que le entregase también su talento. Lo suyo era aquello, la recreación de la parte agradable de la vida, y ni se preguntaba las razones ni se las discutía a sí mismo.

Sin embargo, Miguel no llegó a enamorarse de ninguna de aquellas jóvenes lánguidas y elegantes que acudían a su estudio, a pesar de que hubo más de una que, atraída por su aspecto un tanto extravagante y su fama de revolucionario, subió una y otra vez las escaleras del viejo edificio con las excusas más absurdas y le dedicó miradas de intensa ternura. Pero él era poco dado a los amoríos. A decir verdad, las mujeres le interesaban más como objetos a retratar que como elementos provocadores de su deseo, poco vivido, o de sus sueños, centrados en asuntos que consideraba más trascendentes. Además, tenía muy claro que una cosa era el arte y otra la vida. Y en la vida, en la de verdad, quien acabó gustándole, aunque no se pudiera hablar de pasión ni mucho menos, fue una vecina del barrio de pescadores, guapa y dueña de un descaro proverbial. La chica no le hacía ningún caso, pero un día llamó a su puerta llorando. Estaba embarazada, no importaba de quién. El tipo no era su novio ni nada parecido, y no quería que se enterase. No sabía qué hacer. Una de sus amigas había muerto a causa de un aborto el año anterior, desangrada, y ella no se atrevía a pasar por eso. Además, le apetecía tener un hijo, le parecía una buena cosa. Pero también le daba miedo tenerlo sola, sin un hombre que la ayudase a criarlo. Estaba hecha un lío, y, no encontrando nadie con quien hablar de aquello, se le había ocurrido que él, que sabía tanto de todo, podría quizá aconsejarla.