Miguel sólo le dijo que lo pensara bien y que hiciese lo que realmente quisiera, sin sentirse obligada por nada ni por nadie. A Margarita le gustó tanto charlar con él aquella tarde, que desde entonces empezó a ir a buscarlo a menudo. Escuchaba impresionada los discursos de su nuevo amigo sobre el marxismo y la revolución. Muchas de aquellas cosas las había pensado ella siempre, aunque sin saberlo muy bien ni encontrarle las palabras adecuadas ni darse cuenta de que había otras personas que veían el mundo de la misma manera. Descubrir que no estaba sola la hacía sentirse exaltada y dispuesta a lo que fuera. Así que un día le dijo a Miguel que había decidido tener el niño, o la niña si es que niña era, para que se pareciese a él y pudiera hacer en el futuro la revolución. Miguel la abrazó muy fuerte, y luego puso la cabeza sobre su barriga, por ver si oía crecer a aquella criatura del porvenir.
Cuando el embarazo fue siendo visible y algunos hombres del barrio empezaron a mirar a Margarita con tanta burla como deseo, Miguel se la llevó una tarde de domingo a un merendero que había en Torió, donde un grupo de músicos tocaba pasodobles. Y allí, entre dos pasos de baile, le preguntó si se casaría con él. Margarita sólo quiso saber si estaba dispuesto a reconocer al niño aunque no fuera suyo, y él contestó que era hijo de la pobreza, y que eso le bastaba para considerarlo como propio. Entonces ella aceptó. Fue un compromiso un poco raro. No se besaron ni hablaron de amor, porque ni existía ni pretendían engañarse a sí mismos. En realidad, tampoco lo necesitaban. Era suficiente con el cariño y la protección mutua.
A los pocos días, Miguel apareció en casa de sus padres con Margarita y la presentó como su novia. También explicó que la criatura que esperaba no era suya, pero que eso daba igual. La sorpresa fue mayúscula, aunque Publio reaccionó en seguida: abrazó al chico, besó a la novia y trajo una botella de anís y otra de coñac para brindar por el acontecimiento, que parecía haberlo entusiasmado. Letrita disimuló cuanto pudo y fingió sumarse a las muestras de alegría, pero se sentía profundamente decepcionada. Ella siempre había deseado que su hijo se casara con una maestra o alguien así, una mujer inteligente y preparada con quien pudiese compartir sus inquietudes y sus afanes. Y aquella muchacha nada tenía que ver con sus deseos. Tal vez fuera buena persona, pero ignorante, muy ignorante. Su vocabulario de arriera y su tono de voz estentóreo le parecieron lamentables. Tampoco le gustó su aspecto: Margarita había intentado arreglarse para la ocasión ciñéndose la tripa y los pechos hinchados con un vestido feo y chillón, y se había recogido el pelo demasiado fino en un moño torpe que ya al llegar a la casa se mostraba desgreñado. Según la silenciosa opinión de Letrita, parecía una buscona. Y a saber si no estaría abusando de su hijo, que a pesar de tanta revolución era un inocente.
Sin embargo, se tragó el parecer y el chasco, para no aguar la fiesta. Por la noche, mientras pasaba su cotidiano ratito de soledad en el cuarto de baño, decidió que algo debía decirle a Publio. El ingenuo de su marido no parecía darse cuenta de todo aquello y estaba más contento que unas castañuelas, como si Miguel fuera a casarse con una poeta o una científica o, cuando menos, con una mujer de apariencia decente. Sentía una rabia tremenda, la colérica impotencia de la madre frustrada en sus sueños, y ganas le daban de salir dando un portazo y ponerse a gritarle que si era tonto o no tenía ojos en la cara o qué. Pero mientras hacía los reconfortantes gestos cotidianos, mientras se lavaba y se cepillaba el pelo y se limpiaba los dientes y se desvestía y se ponía su camisón, fue calmándose y creyó haber recuperado el buen juicio. Seguro que Publio tenía razón en alegrarse. Se estaba poniendo un poco exagerada con aquel asunto. Seguro que Margarita era una buena chica y que quería bien a Miguel y Miguel a ella, y al fin y al cabo su hijo no era una persona normal, tenía que reconocerlo, y siempre le daba por hacer cosas raras que, a la larga, le sentaban estupendamente bien. Ella también se había enfadado, y mucho, cuando se empeñó en irse a vivir a aquella casa en ruinas del barrio de pescadores, en medio de la miseria y la sordidez, y míralo, ahí estaba tan feliz, disfrutando de aquel lugar en el que cualquiera menos especial que él no se atrevería ni a poner los pies.
Acabó llegando a la conclusión de que no le gustaba Margarita y seguramente no le iba a gustar nunca, pero, a fin de cuentas, ¿quién era ella para juzgar a nadie? Si eso era lo que Miguel quería, tenía que alegrarse por él. Así que cuando al fin salió del baño y entró en la habitación, había decidido hacerle un único comentario a Publio:
– Qué bien que por fin ese hijo nuestro solitario y raro vaya a tener compañía -le dijo. Sin embargo, una vez pronunciadas esas palabras afables, no pudo evitar soltar una pulla-. Aunque, la verdad, esa chica necesita unas clases de modales y de gusto, ¿o no?
Publio se encogió de hombros:
– No sé, Letrita. No me he fijado en eso. Y si te digo la verdad, no me importa nada. Me parece que es una buena persona. Tranquila, valerosa y leal. Yo creo que con eso basta.
Letrita refunfuñó un poco, y siguió refunfuñando siempre, sin poder evitarlo, a pesar de que el tiempo le quitase la razón. Margarita y Miguel se llevaban extraordinariamente bien, y sabían cuidar el uno del otro. Ella era una compañera simpática y decidida, que aportaba un punto de realismo a la estrafalaria vida de su marido. Y él parecía más contento de lo que nunca lo habían visto. Cuando nació el niño, resultó incluso, por esas cosas raras de la vida, que se parecía a él. Quienes desconocían el asunto no hacían más que señalarlo, este Miguelín es igual que su papá, tan claro y de cara redonda y nariz importante, decían, y le daban la enhorabuena. Hasta Letrita, que aún no tenía nietos varones, lo aceptó como propio en cuanto lo vio y pareció olvidarse de la verdad. En cuanto a Miguel, lo menos que se podía decir es que babeaba con el crío, y se empeñó en tener otro en seguida con tal afán que el pequeño Publio nació sólo doce meses después que su hermano mayor.
Entretanto, seguían viviendo en el barrio de pescadores, aunque habían abandonado la vieja casucha compartida de Miguel por otra para ellos solos. No es que el dinero no les diese para algo mejor, pero a los dos les gustaba estar allí, con la gente de siempre, en aquellas callejas embarradas por las que correteaban los niños, se tambaleaban los borrachos, se pavoneaban las putas y los marineros, trajinaban dando voces las pescaderas y, a veces, hasta corría la sangre después de algún altercado a navajazos entre chulos o tripulaciones ebrias. Aquello era la vida de verdad, sostenía Miguel. Mucho más real, en su crudeza y su ternura, que la de los señoritos de los buenos pisos. Aunque fuese a ellos a quienes seguía retratando.
Margarita, que trabajaba con su madre en el puesto que tenían en la plaza del pescado, se llevaba a los crios con ella cada mañana. Miguelín y Publio crecían sucios, gritones y revoltosos, aunque sanos y espabilados. A Letrita le daba un poco de grima verlos con aquel aspecto y aquella ropa siempre rota, y a veces les regalaba pantalones o camisas. Pero cuando volvía a pasar por el mercado un par de semanas después, lo nuevo parecía ya viejísimo y, al regresar a casa, se quejaba con Publio:
– Desde luego, Margarita es muy buena, yo no digo que no, pero a esos nietos míos me los tiene hechos un asco.
Publio se encogía de hombros:
– ¿Qué quieres, mujer? No van a andar de punta en blanco entre las sardinas, qué bobada. ¡Déjalos en paz, que así se crían muy bien! Lo importante es que sean buenas personas, y estoy seguro de que de eso se ocupará Miguel. Y su madre, también su madre. Así que tú, tranquila.