En cuanto se produjo el golpe de estado, Miguel se apuntó inmediatamente en la milicia, en la Columna Negra, la de los mineros, la que mandaba el luego legendario Quintín Arbes. Margarita no sólo no le puso ni un pero, sino que lo animó a que se fuera de soldado. Eso es tener huevos, le decía con su lenguaje sin prejuicios. ¡Hay que luchar contra esos cabrones, y mi hombre el primero, dando ejemplo!, repetía una y otra vez a quien quisiera escucharla. Lo despidió ardorosa en la estación, alzando su propio puño y el de los niños, y cantando a voz en grito La Internacional. Luego, al llegar a casa, lloró un poco, ella que no lloraba nunca, porque le dio por pensar en los peligros que iba a correr su marido. Sin embargo, se reanimó enseguida participando en todas las actividades de las mujeres comunistas. En las manifestaciones, en los mítines, en los desfiles exaltados de los milicianos que poco a poco iban agrupándose y partiendo a los frentes cada vez más numerosos y sangrientos, allí estaba siempre, con los crios colgados del cuello, Margarita la pescadera, como la llamaban las camaradas, tan deslenguada e inculta como inasequible al desaliento.
A punto estuvo incluso de irse ella misma a la guerra. Algunas otras mujeres ya se habían alistado, y a Margarita aquello le pareció una gran idea. Pensaba, aunque no supiese expresarlo así, que en ese momento su deber estaba fuera de casa, y creía, como Miguel, que tenían ante sí una gran oportunidad para hacer la revolución. Se sentía capaz de ir al frente, de empuñar un arma, de pasar necesidades, de matar si era preciso. Pero cuando se lo hizo saber a su madre, ésta, que había desarrollado a lo largo de los años un carácter tremendo, de viuda joven con muchos hijos y sin ningún apoyo, se lo impidió.
– Tú lárgate, lárgate si quieres, y a ver qué pasa con tus niños, porque no te creas que me voy a quedar yo aquí cuidándolos… ¡Pues no me faltaba más, a mis años! Ya os crié a ti y a tus hermanos y mira cómo me salisteis, que los otros ni se acuerdan de que existo y tú te piensas que soy tu sirvienta. ¿Pues sabes qué te digo? Que por mí, haz lo que quieras, pero a tus hijos los llevo yo al hospicio, vaya que si los llevo, así que ni se te ocurra largarte. ¡Dice que a la guerra! Será de puta, porque de otra cosa…
Los gritos se habían oído en todo el barrio. Al final, como de costumbre, Margarita se llevó un bofetón, y aunque maldiciendo, se sometió una vez más a las amenazas maternas, que siempre eran cumplidas, y tuvo que quedarse en Castrollano. Lo único que pudo hacer fue seguir participando en todos los actos, en primera fila y vociferando más que nadie.
Miguel, entretanto, escribía de vez en cuando. Se le notaba desanimado y escéptico, como si hubiera dejado de creer que la victoria estaría de su parte. En algunas cartas llegó a ponerse incluso sentimental, y les hablaba, a Margarita y a los niños, igual que si se fuera a morir. Sin embargo, los primeros días habían sido buenos, incluso felices. La guerra todavía parecía entonces cosa de poco, y era una buena excusa para cambiar el mundo. Con su columna de mineros, le había tocado ir a tomar el puerto de Sarres, donde una guarnición se había sublevado y se había hecho con el poder, fusilando al alcalde y a cuantos supuestos republicanos fueron denunciados por sus convecinos. Los milicianos se apostaron enfrente, en lo alto de la sierra del Ciella. Desde allí divisiban la villa al completo, el pequeño puerto en el que fondeaban los pesqueros, las casas de indianos con sus hermosos jardines, la colegiata en medio de las callejas tortuosas y, al lado, la vieja fortaleza reconvertida en cuartel, con los cañones que un día sirvieron para espantar franceses -herrumbrosos ahora e inútiles- asomándose al acantilado. Alrededor se extendían las manchas todavía lozanas de las aldeas, las huertas de cerezos y las pomaradas, los campos de maíz, los estrechos caminos embarrados por donde iban y venían despacio las vacas, adormiladas y dichosas, los prados sobre los que se levantaban, como pequeños monumentos rituales, los almiares que amarilleaban lentamente al sol. Y más allá, el mar. Por supuesto. La inmensa piel del mar que algunos milicianos del interior veían por vez primera y en la que inevitablemente se distraían las miradas, siguiendo los cambios de color debidos a la luz, el verde profundo, el azul cobalto, el violeta tostado, el pardo riguroso, de negrura casi semejante a la del carbón.
Aquello parecía más un campamento de montaña que una acción militar. En el pueblo, después de la violencia inicial, todo estaba tranquilo y en orden. Por lo que podían ver desde allá arriba, la gente seguía haciendo sus actividades cotidianas, como si no ocurriera nada. Los pesqueros salían al amanecer y regresaban a media tarde. A lo lejos se oía el ruido de los motores, y podía seguirse la estela blanca que iba marcando su rumbo lento. Las gentes acudían al trabajo, abrían las tiendas y los bares, se afanaban en los campos, cuidaban del ganado. Las mujeres hacían la compra y los niños jugaban en la calle o se bañaban en las playas cuando bajaba la marea. A las doce, sonaban las campanas de las iglesias tocando el ángelus. Y el domingo una enorme multitud acudió a misa de nueve a la colegiata, y luego siguió por las calles a un Nazareno bamboleante, al que precedían varios curas y un enjambre de monaguillos que vistos desde la sierra parecían pequeños insectos blancos y rojos. Debieron de cantar, porque cuando el viento soplaba favorable llegaban allá arriba ráfagas melódicas.
Los milicianos no sabían qué hacer. Pasaban los días y las noches y ellos esperaban a que ocurriera algo, una maniobra del enemigo, la llegada de un enlace con órdenes exactas. Ninguno era experto en las cosas de la guerra. Dos o tres, los más veteranos, habían estado en la de Marruecos, aunque no habían pasado de soldados, salvo Quintín Arbes, que llegó a cabo. Ahora rememoraban constantemente aquellos tiempos y presumían de sabiduría militar. Hablaban de estrategia; discutían acaloradamente, sin llegar a ninguna conclusión, los movimientos a realizar en los siguientes días y contaban una y otra vez hazañas increíbles, propias y ajenas, que sembraban el entusiasmo guerrero entre los compañeros. Algunos anhelaban entrar ya en combate, tomar Sarres y detener a los insurrectos. Luego -soñaban en voz alta- entregarían el gobierno al pueblo y harían la revolución y convertirían el lugar en un ejemplo para el resto del país. Otros, en cambio, los menos enardecidos, preferían pensar que todo estaba a punto de acabar, que seguramente los golpistas estarían ya rindiéndose por aquí y por allá y que pronto recibirían la orden de regresar a casa sin haber necesitado usar las armas. Miguel pertenecía al primer grupo. La revolución. Ese era su ideal, y ahora, por primera vez en la vida, iba a tener la oportunidad de realizarlo. A veces, cuando miraba el fusil en sus manos, le daba cierta aprensión. Pero entonces empezaba a pensar en todos los hijos de puta con cuyo poder aquella arma era capaz de acabar, y se sentía exultante y dispuesto a cualquier heroicidad.
La excesiva calma de la situación ya estaba poniéndolos a todos nerviosos cuando de improviso al quinto día, lunes, llegó el infierno. Aquella noche los milicianos habían dormido una vez más tranquilamente. Las guardias de dos hombres se hicieron como de costumbre por turnos y, como de costumbre, no hubo ningún sobresalto. A Miguel le tocó el último relevo. Tenía sueño. Echó un trago corto de aguardiente. Encendió un cigarro. La claridad del alba empezaba a extenderse por los aires, aunque el sol aún no había salido y una niebla ligera flotaba entre la sierra y el mar. De pronto, un coro de lechuzas rompió a ulular violentamente en los árboles de la parte baja del monte, y una pareja de ratoneros aleteó sobre su cabeza, chillando enfurecidos. Y justo entonces empezaron a llover las balas. Primero se oyó el ruido sordo de los tiros, que resonó haciendo eco, y unas décimas de segundo después algo le silbó en los oídos y los proyectiles empezaron a clavarse en la tierra y las piedras -haciendo saltar chispas y esquirlas- y en la misma carne de algunos milicianos. Hubo gritos de socorro, gritos de dolor, gritos de furia, y ahí fue cuando Quintín Arbes logró imponer su voz de mando por encima de todas las demás, dando comienzo a la leyenda que le acompañaría el resto de su vida, hasta que su cadáver apareciera un día devorado por las alimañas en mitad del Pico Siesgu, y la Guardia Civil lo reconociese como el famoso guerrillero que había tenido aterradas durante años a varias comarcas.