Siguiendo las órdenes de Quintín, corrieron todos entre las balas a refugiarse detrás de las rocas de la cresta, que formaban un parapeto natural. El tiroteo cesó. Se miraron. Dos hombres se habían quedado atrás, heridos, y se arrastraban monte arriba extendiendo la mano en busca de ayuda. Un disparo perdido le rebotó cerca a uno de ellos, que hundió la cabeza en la tierra y se quedó inmóvil. Quintín mandó a buscarlos, y dio instrucciones para que los dejaran a un lado, tumbados en el suelo. Entretanto, él y Pepo el Herrero inspeccionaban el terreno. Los soldados del ejército golpista estaban cerca, a media ladera del monte, protegidos por los árboles hasta los que habían logrado llegar en plena noche sin ser descubiertos. Ante ellos, entre el lindero del bosque y la cresta de la montaña, se extendía una pradera salpicada aquí y allá de arbustos bajos, y luego un pedregal desnudo. De seguir adelante sin más, caerían como moscas bajo las balas de los milicianos, que habían reaccionado con más rapidez de la prevista. La cosa se había puesto complicada, así que se mantenían quietos, pegados a los troncos, aunque los cañones de los fusiles siguieran apuntando hacia arriba, a la columna de pronto invisible.
En los primeros momentos, Quintín había mandado parar el fuego con el que algunos habían respondido al ataque por sorpresa. Era importante no desperdiciar las municiones y el tiempo. Ahora, al comprobar que tenía a la vista al enemigo, avisó de su situación a los hombres desconcertados y enseguida dio la orden de disparar. La escaramuza fue corta, aunque nadie de los que allí estuvieron habría sido capaz de decir cuánto duró. Quizá quince o veinte minutos, pero bien pudo haber sido una vida entera, o tal vez sólo unos segundos. Los milicianos, bien protegidos por su muralla caliza, atinaron, a pesar de la sorpresa del primer instante. El bosque en cambio no fue refugio suficiente para los sublevados. Cuando el capitán ordenó al fin retirarse, sobre los musgos y los helechos quedaron tendidos los cuerpos de varios de sus soldados. A otros se los llevaron como pudieron, a rastras, chorreando sangre, desgarrándoseles las ropas yla piel con las ramas caídas, las piedras, los matorrales.
Arriba se gritó durante unos instantes. Luego se hizo el silencio. En medio del pedregal, boca abajo, con los brazos abiertos sobre el suelo, Angelín el de Trelles todavía intentaba respirar. Era el más joven de la columna, un chaval de dieciséis años, grandote y desgarbado, que les había entretenido las veladas contándoles sus encuentros eróticos con una mujer casada, quince años mayor que él. Poseía una energía apabullante, que le irradiaba del cuerpo y aturdía a los demás. Miguel le había cogido mucho afecto. La noche anterior habían dormido el uno junto al otro. Angelín estuvo tomándole el pelo un buen rato por lo mucho que le gustaban aquellos libracos gordos como ladrillos que cargaba en la mochila y en los que a menudo se concentraba, alejado de los demás. Las personas eran mucho más interesantes que los libros, decía. Él prefería vivir antes que leer lo que habían vivido otros, emborracharse, follar, emigrar a América, hacer la guerra, y también abrazar a su madre cuando se iba a la cama. Ahí se quedó callado, quizá un poco triste, pero enseguida se durmió y en la penumbra de la noche su cara recobró el aire de inocencia de un adolescente. O eso le pareció a Miguel, que lo miró con atención un largo rato, mientras pensaba si realmente serían capaces de construir un mundo mejor para que vivieran en él los muchachos como ése. Durante la escaramuza, Angelín también había estado a su lado. Miguel le oía gritar todo el rato mientras disparaba. No decía nada, sólo soltaba chillidos inarticulados, como de animal furioso. De pronto, trepó al parapeto y se lanzó monte abajo, igual que un lobo hambriento contra un rebaño de ovejas. No pudo detenerlo. No le dio tiempo. Lo llamó a voces, pero él ya iba tambaleándose, y su fusil perdido rebotaba una y otra vez sobre las piedras.
Angelín estaba muerto cuando llegaron junto a él. No hubo manera de cavarle una tumba. No tenían con qué. Así que lo cargaron trabajosamente hasta la cresta y luego bajaron el cuerpo por el otro lado de la montaña. Lo dejaron lo más lejos que pudieron, entre unos matorrales que, de alguna manera, parecían servirle de sepulcro. Durante un par de días vieron a los buitres revolotear por encima sin descanso. Después no regresaron más.
Aquel amanecer Miguel aprendió muchas cosas que ya no olvidaría. Cuando le llegó la muerte un año más tarde, en el frente de Aragón, mientras intentaba instalar un cable de teléfono encaramado a un árbol del que se quedó colgando como un pájaro, aún no había sido capaz de comprender de dónde habían surgido aquellas certidumbres que se le habían metido dentro de la cabeza. Que la guerra era una monstruosidad. Que, de cualquier modo, iban a perderla. Y que él no sobreviviría a aquello. Quizá lo había visto en el rostro adolescente y muerto de Angelín el de Trelles, que por unos momentos, mientras lo contemplaba, le pareció el suyo propio.
LA HUIDA DE MARGARITA
El barrio de pescadores apesta. Huele a podrido, a orines, a viejo, a excrementos, a quemado. Si alguna vez aquél fue un lugar humano, la guerra le ha arrebatado esa condición. Ahora parece un escondrijo de seres repudiados. Las pocas casas que quedan en pie exhiben las heridas asquerosas de los bombardeos y la miseria. Hay niños escuálidos que juegan en el barro, cubiertos de pústulas. Hombres rondando las esquinas, desocupados, rabiosos. Y mujeres que maldicen, doblándose bajo el peso de los cubos de agua que han ido a buscar a la fuente de la plaza Vieja. En una calleja, las prostitutas exponen los cuerpos enflaquecidos. Se han pintarrajeado las caras. Se han teñido las melenas de amarillo, como pajas tiesas. Han remendado los vestidos que aún se empeñan en ceñirse sobre antiguas curvas ahora inexistentes. Un chulo engominado sacude a una de ellas, que llora intentando abrazarlo. Él le habla al oído, fríamente violento. Sobre su cabeza, la antigua insignia de Los Tres Ases -el famoso prostíbulo recordado con añoranza por los marineros de medio mundo durante las horas interminables de las travesías, cuando en el duermevela se les aparecía la imagen de sus rameras sobonas y alegres como cascabeles- se tambalea, despintado y mugriento. Dos viejos orondos salen del antro. Cuchichean y sonríen. Uno de ellos todavía va abrochándose la bragueta. Al ver a las mujeres de la familia Vega, esconde la cara, por si acaso.
Letrita aprieta los dientes de coraje, de lástima, también un poco de asco. Piensa que menos mal que Publio murió antes de llegar a ver todo esto, será ya eternamente así, se pregunta, eterna la miseria de los miserables, el mundo nunca podrá dejar de ser una porquería, qué dolor tantas vidas para nada. Feda camina cabizbaja, tratando de no consta-tar lo que la rodea, esa repugnante realidad contaria a sus sueños de cosas bonitas. Mercedes mira asombrada a un lado y a otro, no se acordaba de que el barrio del tío Miguel fuese tan feo y tan triste, qué pena todos esos niños desgraciados, y las niñas que la contemplan con envidia, igual que si fuera una princesa con su vestido viejo pero limpio y bien planchado, así como contempla ella a las otras niñas, a las que llevan trajes bordados y cintas y zapatos de charol muy brillantes. Alegría observa, se clava las uñas en la palma de la mano y guarda silencio. Sólo María Luisa, que recuerda sus años en la escuela de la calle de los Gatos antes de irse a vivir a Madrid, descarga la ira que no puede contener. ¡Me cago en todos los hijos de puta de los fascistas!, se la oye gritar a voz en cuello, y una multitud de ojos se vuelven hacia ella, escrutadores, asustados, algunos tal vez cómplices y, de pronto, durante un segundo, llenos de esperanza. Letrita se le acerca, la manda callar y la arrastra rápido hacia otra calle, tirándole del brazo, antes de que alguien vaya a buscar a la policía y las detengan. Pero nadie parece moverse. En el escondrijo de los repudiados, vuelven a imperar los señores de la larga derrota, la resignación, el desaliento, el silencio.