Bajo la luz gris de la tarde, la casa de Miguel y Margarita parece un muñón. Pringosa, arrugada, se le han caído la mayor parte de las tejas y desgajado los postigos y roto los cristales, que han sido reemplazados por papeles grasientos. Toda ella supura, temblequea, amenaza derrumbarse. Letrita desfallece. Ha estado quejándose de su suerte desde hace una eternidad, y mientras tanto ignoraba las desgracias de otros tan cercanos. En la calle alguien grita, ¡Pepa!, y la madre de Margarita se asoma a la puerta. Se ha convertido en una vieja flaca, de pelo blanco y revuelto, desdentada. Parece una loca. Letrita no tiene valor para besarla. Tampoco ella lo intenta. Se restriega las manos en la falda del vestido sucio y, como de costumbre, habla a gritos:
– ¡Vaya! ¡Estáis aquí! Ya pensaba yo que no ibais a volver nunca más, como ésa.
– ¿Qué tal estás, Pepa? -Letrita se deja llevar por el tono de la consuegra y alza la voz más de lo normal.
– Ya me ves, hecha un asco, cómo voy a estar… ¿Y vosotras?
– De vuelta en casa… Aunque sin Publio, que murió en abril.
– Ya… Pues te acompaño en el sentimiento, era un buen hombre, vaya si lo era.
– ¿Y Margarita y los niños?
– ¡No me hables de esa cabrona…! Ésa se largó, y me los dejó aquí a los dos, sin dinero y sin nada…
– ¿Se largó…? ¿Adónde?
– Qué sé yo adónde, a ver si te crees que si lo supiera me hubiera quedado con los crios a mi cargo, los intenté dejar en el hospicio, pero dijeron que ni hablar, que no me los cogían, así que los mandé con su tía Esperanza, la mayor mía, que ésa por lo menos, con el marido en la fábrica, tiene para darles algo de comer, conmigo se iban a morir, te lo digo yo, estaban tan esqueléticos que daban miedo y cualquier día pillaban una enfermedad, hasta andaban a las basuras buscando mondas de patatas por morder algo, pero yo qué podía hacer, si ni agua tenemos, y esa guarra mientras tanto por el mundo, pasándoselo bien…
Letrita, que tantas veces ha criticado a su nuera, siente ahora compasión:
– ¡Calla, mujer, no digas eso! Si se fue, sus razones tendría. Ya volverá. A no ser que… Igual se ha muerto, Pepa, igual resulta que tu hija se ha muerto y tú venga a insultarla.
– ¡Qué se va a morir…! Ésa no se muere nunca, te lo digo yo que la parí. Que no, que se marcharon muchos de los de los vuestros, dicen por ahí que al monte o a Francia.
– Ya… ¿La buscaban?
– ¡Cómo no la iban a buscar, si no hacía más que meterse en líos desde que se casó con ese hijo tuyo…! Mira yo, la vida entera trabajando y ahora más pobre que las ratas, y todo por culpa de esos chiflados que se empeñaron en cambiar lo que no tiene cambio, a ver quién me da a mí ahora de comer, y ellos en Francia, como señoritos…
Letrita no sabe cómo callar el discurso interminable de Pepa. Tiene que repetirle varías veces que les diga a los crios que quiere verlos:
– Que vayan a la calle del Agua, al 20, tercero. Nosotras tampoco tenemos nada de momento, pero haremos lo que se pueda. ¿Te acordarás de decírselo, Pepa?
Pepa asiente, cómo no se va a acordar, vuelve a justificarse, sigue refunfuñando, y al fin se enzarza en una discusión a voces con una vecina por culpa de un trapo tendido, quizá sábana, que las dos reclaman como propio.
Caminan en silencio de vuelta a casa. Letrita no quiere llorar, pero no puede evitar pensar en el pobre Miguel, qué diría si supiese todo esto, él que se pasó la vida tan corta sufriendo por la miseria ajena y dando dinero a quien lo necesitase, él que murió precisamente por defender un mundo más justo, qué diría si viese su barrio y a su gente así, muertos de asco, y sus hijos, sin padre ni madre, menos mal que tienen a la tía Esperanza que es buena gente y seguro que los cuidará bien, y ellas, claro, ellas harán también lo que puedan, aunque de momento poco van a poder. ¿Dónde estará Margarita? Qué vidas, demonios, qué vidas tan arrastradas y qué tiempos tan malos y qué mierda todo, a veces dan ganas de morirse, igual Margarita se ha muerto ya, la pobre, y si está viva seguro que lo estará pasando fatal, ella sería un desastre pero quería mucho a los niños, si desapareció tuvo que ser por miedo, o quizá por algo más grave, quién sabe, pobres nietos suyos, y pobre Miguel, y pobre Margarita y pobres todos, pobres, pobres, más que pobres, a veces Letrita cree que no va a poder con tanta pena, con tanta compasión que le revienta el alma.
Margarita, entretanto, está en Madrid. Pobre, sí, más pobre que las ratas. Y desdichada. Pero viva y libre. Se ha instalado en el Puente de Vallecas, en una chabola donde los primos de Emiliano les han hecho un hueco. Acaban de llegar, después de un año y medio viviendo por los montes y las anchas llanuras de la Meseta. Emiliano conoce bien el país, tiene amigos en todos los pueblos, sabe cuáles son los mejores caminos y también los más remotos y dónde hay agua y dónde se levanta una cuadra perdida para pasar la noche. Así han logrado sobrevivir y llegar al fin a la capital, evitando los frentes y los inesperados peligros de la guerra. Madrid es muy grande, decía Emiliano, allí nadie te reconocerá ni preguntará nada, allí estaremos seguros y podremos encontrar trabajo.
Margarita se siente ahora algo más tranquila, aquí sólo es una más en medio de esa riada de gentes que van llegando, hombres que vuelven del frente con el color de la sangre en los ojos, viudas que abandonan la miseria del pueblo por esta otra que, al menos, ofrece el consuelo del anonimato, seres sin nombre ni historia, como ella, que aprovechan los restos de las antiguas casuchas bombardeadas para levantar chabolas en las que pasarán los años del hambre. Nadie pregunta a nadie por qué está aquí o cómo llegó, y eso la calma. Sin embargo, a veces añora las noches serenas del monte, con el olor dulzón de la tierra y la luminosidad del cielo y también los ruidos de los árboles, el tintineo de la lluvia en las hojas, el zumbido del viento, los crujidos de la madera, el susurro de los insectos, el canto de los pájaros. La poderosa hermosura de la naturaleza, eso es lo que más echa de menos en medio de aquel secarral inmundo, aparte de la vida del pasado en la que no quiere pensar mucho, aparte de las amigas, el puesto en la pescadería, el griterío de los muelles a la hora de la rula, el chapoteo tranquilizador del mar contra los muros del puerto, las cosas viejas y queridas que ya no volverá a tener. Y los niños, por supuesto. Pero ésa es otra historia. Casi todos los días sueña con ellos, sueña que se le ahogan en el mar, que se le caen por una ventana, que los persigue un bombardero pequeño, como de juguete, pero con bombas de verdad. Quiere creer que no es cierto, no les pasa nada, seguro que estarán bien, sólo son sueños, aunque la angustia que siente al despertar de sus pesadillas le dura hasta la noche siguiente. A veces habla con Emiliano de eso, pero a él le cuesta trabajo entenderla, porque no ha dejado nada detrás, ni objetos, ni lugares, ni personas cercanas.
A Emiliano la guerra le pilló en Castrollano por casualidad. Habían empezado las fiestas del Carmen, y él acababa de llegar con su camión medio oxidado en el que transportaba el puesto de feria que paseaba por toda España, de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad. Así vivía desde que había nacido, ni siquiera sabía muy bien dónde, en un pueblo de Soria, debió de ser. Antes viajaba con los padres. Ahora que ya estaban muertos, iba solo. Siempre solo. Y como carecía de casi todo, de jefes, de empleados, de familia, de casa, de ideas políticas, de religión, de dinero, y hasta de un trozo de cielo que pudiese considerar propio, lo de la guerra le pareció no sólo una cosa horrible, sino además totalmente ajena a su vida. Cuando comprendió que lo iban a movilizar, decidió que no estaba dispuesto ni a matar ni a morir por un rey o un presidente o un dios o una peseta. Así que simuló una cojera extrema que le eximiría del servicio, malvendió el camión, el puesto y todo el género, abandonó la pensión en la que solía quedarse y se instaló, como si fuera un mendigo tullido, en un galpón del puerto, entre las redes y los palangres de los pescadores. Allí fue donde lo conoció Margarita, mientras se paseaba por los muelles y echaba una mano en las faenas de los barcos. Él la veía pasar, meneando sus anchas caderas y mostrando su desparpajo, y no podía evitar mirarla fijamente con aquellos ojos negros tan redondos, porque le parecía la mujer más guapa del mundo, mucho más guapa que todas las que había visto hasta entonces.