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Ahora está en Madrid, libre y viva. Pero durante mucho tiempo, durante largos años, se preguntará si merecía la pena seguir viviendo así, con aquella vida que es sólo media vida. Los niños detrás, al fondo de un largo túnel oscuro, los niños que poco a poco irán dejando de ser niños, un día Miguel cumplirá diez años y enseguida Publio también, y luego veinte y luego treinta…

Al principio, Margarita seguirá queriendo creer que todo acabará pronto. Las cosas volverán a ser como antes, piensa, ahora todo está revuelto por culpa de la guerra, pero esto terminará, y podremos regresar a casa. Después irá pasando el tiempo, las semanas caerán unas sobre otras, y luego los meses y los años eternos de los derrotados, y todo seguirá igual. Nadie volverá a hablar de cambiar el mundo, de hacer la revolución, de acabar con la miseria en la que ella misma vive ahora, resignada ya a ese destino de frío y hambre y ríñones deslomados fregando por unas pocas pesetas casas y portales y retretes. Nadie volverá a pronunciar ciertas palabras, a hacer ciertos gestos, a mirarse de determinada manera. Nadie, salvo alguna vieja chocha, recordará lo anterior, la vida de antes de la guerra, ni siquiera la propia guerra, como si nunca hubiera ocurrido.

De vez en cuando, se comentará en voz baja que a la Dolores le fusilaron al marido por rojo. O que Marcial el quincallero tiene un hijo en la cárcel. O que al cuñado de Chona lo detuvieron el otro día en el trabajo. Entonces Margarita buscará en los ojos de esos vecinos una señal, como si se pudiesen encontrar en las pupilas los restos de un pasado común, las mismas ilusiones, el mismo combate, el mismo fracaso. Pero los ojos se habrán vuelto vacíos, y ella, igual que todos, callará. Seguirá viviendo su media vida al otro lado del túnel, perderá la esperanza y callará.

Al principio estarán el miedo y la nostalgia. Luego, a medida que vaya dándose cuenta de que el tiempo pasa y nada cambia, llegará también la vergüenza. Se fue. Le pudo la cobardía. Dejó a los niños solos en aquella cama, y ella se fue para seguir viviendo libre, sin preguntarse si al irse no estaba condenando a sus hijos. Poco a poco comprenderá que no puede volver. Aunque Franco muriese, aunque sus antiguos camaradas hiciesen la revolución, aunque los muros de todas las cárceles fuesen derribados para no alzarse nunca más, no puede volver. ¿Qué pensarán de ella aquellas criaturas a las que abandonó en su propia cama, con el puchero todavía del último llanto en la boca?

Margarita se odiará a sí misma, y en el duro camino de ese odio se le olvidará toda la ternura que alguna vez sintió. Tendrá otros hijos de Emiliano, tres. A la mayor, la única niña, la llamará Letrita, y a los chicos les pondrá Miguel y Publio, igual que los otros, los de allá. Cada vez que diga sus nombres, será como si de alguna manera estuviese habitando también en su otra media vida perdida. Pero los criará sin cariño y sin esperanza. No se acordará de abrazarlos y achucharlos y secarles las lágrimas y dejarles que duerman agarrados a ella, sujetándola con sus manos pequeñas y pegajosas. No les enseñará, igual que ella aprendió de su marido, que el mundo puede ser mejor, que hay que luchar por conseguirlo, que se debe ser digno y generoso, aunque se sea pobre. Habrá perdido la memoria de sí misma, de Margarita la pescadera, la que era luchadora y entusiasta y también bondadosa. Tratará con dureza a Emiliano, empequeñecido y cada vez más triste, cuando vuelva de sus largas jornadas de albañil. Irá a limpiar las casas ajenas sin prestar la menor atención al espacio propio, a aquella chabola de Vallecas en la que se acumularán la porquería y los trastos inútiles. Se convertirá en una mujer hosca, silenciosa y malhumorada, rápidamente vieja. Pero nada de eso le importará. No siente ninguna compasión de nadie. Sobre todo, no siente ninguna compasión de sí misma. El túnel se habrá cerrado sobre ella, apresándola en su oscuridad y su estrechura.

Sólo cuando muera Emiliano, casi treinta años después de aquella madrugada en que huyeron juntos de Castrollano, Margarita notará que algo se le reblandece por dentro. Para entonces, los hijos estarán fuera. Miguel trabaja en una fábrica en Alemania, y desde allí manda algún dinero muy de cuando en cuando. Publio se fue a hacer la mili a Barcelona, y nunca volvió. Escribió un par de postales, pero no se sabe dónde anda, y ni siquiera hubo forma de avisarle de la muerte del padre. Y Letrita se habrá ido a vivir con un vecino, un afilador malencarado y sucio que, a juzgar por los moratones que a veces trae en la cara, debe de pegarle, aunque ella no se queja.

La muerte de Emiliano la habrá dejado de nuevo al otro lado del túnel. De pronto, a la vuelta del entierro, se verá allí, con su otra media vida detrás, sola, igual que lo estaba en el minuto antes de que él llamara a su puerta aquella noche del año 37. Descubrirá que quiere salir. Necesita intentarlo. Volverá a Castrollano.

Al día siguiente, descoserá con cuidado una esquina de su viejo colchón, revolverá entre la lana y sacará algunos billetes, lo que le queda del último envío de Miguel. Detrás de un ladrillo de la cocina encontrará la foto arrugada y descolorida que se llevó de casa y que siempre ha guardado en secreto, Miguel y ella y los niños muy pequeños en la playa, sonrientes y quizá felices. Con todo aquello en el bolso, cogerá un autobús.

Viajará absorta, sintiendo que le pesan tanto todos los errores, todos los fracasos, como si llevara una enorme montaña encima, una montaña que no le deja pensar con claridad. Sólo sabe que no pretende que sus hijos la quieran. Únicamente busca que la comprendan y, por eso, la perdonen. Fue la guerra, la culpa la tuvo la guerra, se repetirá una y otra vez, yo no era mala madre, si no hubiese sido por aquello jamás los habría abandonado. Eso es lo que les tiene que decir, y ellos la comprenderán.

No logrará reconocer su propia ciudad, pero eso no la afectará. Han levantado grandes fábricas en sus alrededores, han construido barrios enteros allí donde antes sólo había prados y ganado, han derribado la mayor parte de los edificios cuyo recuerdo guardaba su memoria. En cualquier caso, no es eso lo que busca, no el reencuentro con un espacio, un paisaje, un olor determinado del aire, aunque aquel gusto a sal se le meta por la boca nada más bajarse del autobús. Ni siquiera correrá al mar. Se irá a una fonda, la más cercana a la estación, y allí, apenas llegada, pedirá un teléfono y una guía. Vega Suárez, P. Sólo hay uno.

– ¿Publio Vega?

– Sí, soy yo. ¿Quién es?

– Margarita, Margarita Suárez. Tu… tu madre.

Irá a buscarla al cabo de un rato. Ella lo esperará en el vestíbulo de la pensión, sentada en una silla, sujetando fuerte sobre su regazo el viejo bolso. Lo esperará muerta de miedo y de estupor. Se pondrá en pie cuando él entre, pero no lo mirará. No se atreve. Él se detendrá un momento ante ella, y después le estrechará brevemente la mano. Vamos, dirá, y Margarita lo seguirá escaleras abajo y caminará detrás de él hasta entrar en una cafetería. Publio se le sentará enfrente. Pedirá dos cafés.

La observará durante un largo rato, ella cabizbaja y en silencio. La observará el tiempo suficiente para ver que es vieja y fea y pobre, tan vieja y tan fea y tan pobre que da asco.

– ¿Estás de luto? -preguntará al fin.

– Sí. Se me murió el marido, bueno, no era mi marido de verdad, pero… -Quizá se apiade de ella, piensa, aunque no se atreverá a levantar los ojos para comprobarlo.

– Ya, no era tu marido… ¿Y tú no me preguntas nada? ¿No quieres saber dónde anda Miguel?

– Sí.

– En México. Está en México. No le va mal. Ha puesto una tienda. A mí tampoco me va mal. Tengo una carpintería.

– Me alegro mucho.

– Cuatro hijos. Miguel tiene cuatro hijos. Yo, una chica. Mi mujer no pudo tener más. -Publio encenderá un cigarrillo. Chupará a fondo y le echará el humo a la cara-. No te recordaba. No tengo ni idea de cómo eras cuando te fuiste.