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– Inténtalo tú, hija -alcanza a decir. Y María Luisa, aun sabiendo lo que va a suceder, obedece.

La llave ni siquiera entra en la cerradura.

Feda se refugia en un rincón y gimotea suavemente. Merceditas aprieta muy fuerte la mano de su madre, hasta hacerle daño. Letrita se pone ahora en pie, respira hondo, se limpia con su pañuelo el sudor que le brilla en la frente, y se dirige a la puerta. El golpe de la aldaba suena rotundo y largo. No se oyen pasos, pero al cabo de un rato la tapa de la mirilla se mueve y un trozo de rostro -ojo pequeño de ceja espesa- asoma detrás de la celosía. La voz es fuerte:

– ¿Qué quieren ustedes?

– Soy la viuda de Publio Vega.

– ¿Y…?

– ¿Es usted la señora de Jiménez?

– No, no hay nadie. Han ido todos a lode la Virgen. Yo soy la que limpia.

– ¿Sabe si tardarán mucho en volver?

– No creo. A las ocho se reza el rosario.

– Gracias.

Letrita se vuelve hacia sus hijas. No hace falta que diga nada: todas saben que deben esperar. Empujan las maletas contra la pared y aguardan en pie, silenciosas, un minuto y otro y otro, una dura eternidad de muchos y largos y duros minutos. Al fin, el ruido de voces y pasos en la escalera las alerta. Letrita se endereza, se peina un poco con los dedos, sujeta bien una horquilla que se le había aflojado. Alegría y María Luisa se colocan a su lado, mientras Feda permanece en el rincón, intentando arreglar el vestido arrugado de Merceditas y abrocharle los botones de la chaqueta. Las voces, casi susurrantes, se acercan, y luego callan al alcanzar el útimo tramo de la escalera y descubrir al grupo de mujeres, silencioso y quieto, en el descansillo.

Una vieja vestida de negro, con un montón de escapularios al pecho y el largo rosario de nácar colgado del brazo -tan blanco y suave sobre su abrigo de paño rasposo-, se adelanta al resto y se planta, tiesa como un palo, provocadora, frente a Letrita.

– Buenas tardes, doña Petra -dice ésta, sin molestarse en tender una mano que está segura será rechazada.

– ¿Qué hacéis aquí?

– Hemos vuelto a casa.

– Ésta ya no es vuestra casa. Aquí no queremos rojos. ¡Faltaría más! -y la vieja se santigua y se besuquea con deleite el dedo pulgar, llenándolo de babas.

Letrita respira hondo para contener la indignación:

– Entonces, déjenos sacar nuestras cosas.

– ¿Vuestras cosas…? No tengo ni idea de dónde están. Se las habrán llevado los ladrones.

María Luisa se adelanta ahora a su madre, apretándole con fuerza el brazo para evitar que siga hablando:

– Cuando nos fuimos hace tres años, lo dejamos todo ahí dentro. ¡Todo! El piso es suyo, desde luego, y puede usted hacer con él lo que le plazca, pero el resto es nuestro. Sólo queremos que nos devuelva lo que es nuestro. -Su voz se hace ahora más grave, algo amenazadora-. Y que no vuelva a tratar a mi madre de tú.

La mirada de doña Petra se dirige hacia ella, pero los ojos agotados parecen resbalar sobre su cuerpo sin verlo. Antes de hablar, se gira de nuevo hacia Letrita, como si le resultase más fácil contestarle a la madre. Quizá María Luisa la ha asustado. Sin embargo, no se arredra, y su tono vuelve a ser tan seco como desdeñoso:

– Yo no tengo nada. Ni sé quién lo tiene. Y ahora, fuera de aquí, rápido, o llamo a la Guardia Civil.

Las mujeres se dan por vencidas. Sin necesidad de decirse nada, recogen sus maletas. Pero María Luisa aún se detiene un instante frente a doña Petra. No levanta la voz, sólo le suelta con toda la frialdad de la que es capaz lo que las demás están pensando:

– Ladrona. Prepárese bien antes de morir, porque le aseguro que en el otro mundo la van a juzgar por esto.

La vieja palidece y quiere responder, pero le tiemblan los labios y al fin calla. El grupo de la escalera se abre para dejar paso a las mujeres de la familia Vega, apretándose contra las paredes como si temieran su roce. Ellas no bajan los ojos. Por un instante, los de María Luisa se cruzan con los de una mujer aún joven. Son grandes y claros, enmarcados por la mantilla oscura que le cae hasta las cejas. Su boca permanece inalterable, pero esos ojos sonríen.

Unos meses después, un muchachito sucio llamará un día a la puerta del piso de la calle del Agua y dirá que le han mandado preguntar si vive allí una tal señora o señorita Vega, una mujer rubia y guapa, y que trae para ella un paquete de parte de la señora de Jiménez, de la cuesta del Sacramento. María Luisa leerá con asombro la carta que acompaña el envío:

Estimada señora:

Usted no me conoce, ni yo a usted. Ni siquiera sé a ciencia cierta su nombre, igual que usted quizá no llegue a saber nunca el mío. Pero todo eso no importa: su persona me es tan querida como si fuéramos íntimas y viejas amigas.

Desde la tarde en que la vi por primera y única vez -en el descansillo de la casa del Sacramento donde su familia vivía antes y donde ahora vive la mía-, no he podido olvidar su energía y su fortaleza, que resplandecen a su alrededor como esas coronas que llevan los santos, iluminando el aire.

Mi silencio de entonces debió de parecerle imperdonable, y a decir verdad lo fue. Pero me atrevo a pensar que quizá después de hoy, gracias al paquete que hago llegar a sus manos, pueda usted ser indulgente con esta mujer acobardada.

Cuando nosotros alquilamos este piso que fue suyo, dentro no había nada. Nada, salvo un pequeño tesoro: una pila de papeles junto a la cocina, que alguien olvidó sin duda quemar. Eran cartas. Cartas de amor de un hombre a una mujer. Las guardé porque me parecieron hermosas, tan hermosas que habría dado media vida porque alguien me quisiera de ese modo. Me pareció que destruirlas sería como dar muerte a ese amor que quizá ya sólo viviera entre aquellas palabras.

Desde nuestro encuentro en la escalera, cuando admiré tanto su valor y su dignidad al enfrentarse a doña Petra, me ha dado por pensar que puede que esa mujer de las cartas -María Luisa Vega- sea usted, y que él, Fernando, aún debe de quererla. Me gustaría que las cosas fueran así. Sería una prueba de que a veces la vida no es sórdida y gris.

En cualquier caso, las cartas no me pertenecen a mí, por muy mías que las sienta, sino a alguien de su familia. No podría seguir conservándolas sabiendo todo lo que ustedes han perdido. Se las devuelvo pues, y confío en que ellas puedan compensar de alguna manera la desaparíción de lo demás.

María Luisa abrirá el paquete. Allí aparecerán, en efecto, las cartas que Fernando le había ido escribiendo antes de su boda, desde la primera,

Admirada amiga, quisiera que no la ofendiera que la llame así, amiga, pues como tal creo que me trató en los escasos días que tuve la dicha de estar a su lado, y admirarla, porque su bondad y su inteligencia me han hecho comprender que es usted uno de los seres humanos más asombrosos que he conocido en mi vida…,

hasta la última, aquélla escrita sólo unos días antes de casarse,

Adiós, mi amor, unas horas más y estaré contigo y me abrazarás, y al sentir tu calor y tu fuerza me daré cuenta de nuevo de que tu cuerpo es el único lugar del mundo en el que quiero permanecer por siempre.

Las cartas reposarán ante ella sobre la mesa, con todas sus palabras llenas de ternura, y al verlas así, aún tan vivas y verdaderas, María Luisa recordará el tiempo prodigioso de su noviazgo, y más atrás aún, el comienzo de todo, la primera vez que oyó tocar a Fernando, en el verano del año 32. Apenas empezó a sonar aquella Sonata Arpeggione de Schubert que ella no conocía, con su lento arranque al piano y el violonchelo siguiéndolo amistosamente después, pensó que era la música más llena de esperanza que jamás había oído. El violonchelo parecía viento entre los árboles. Sonaba tan profundo y sosegado que no pudo evitar fijarse en el intérprete. Era joven, y lo encontró feo. Y, sin embargo, era sin duda de su alma de donde salía aquella música extraordinaria que daba la impresión de pertenecerle por completo. Se pasó el resto del concierto pendiente sólo de él, de los movimientos firmes de sus dedos y la infantil torpeza que expresaba su cara. Ya en la calle, se despidió con una excusa cualquiera de su grupo de amigos y volvió a entrar en el teatro. Buscó el camerino de Fernando Alcalá y llamó a la puerta, dispuesta a darle las gracias por los minutos de felicidad que le había concedido. Pero cuando él abrió y se quedó mirándola tan serio, quizá algo molesto por tener que aguantar las repetidas palabras de una admiradora desconocida, a María Luisa se le hizo un nudo en el estómago y le dieron ganas de vomitar. El la notó indispuesta y la hizo pasar, la obligó a sentarse, le ofreció un vaso de agua y luego, cuando ella rompió a reír burlándose de su propia emoción inesperada, se la quedó mirando atónito, como si nunca hubiera visto reírse a nadie de aquella manera.