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– ¿Decía por qué? ¿Tenía alguna razón para ello?

– Una razón excelente. Pensaba que, si esos objetos entraban en contacto, podían incendiarse por frotación. Ya se lo he dicho, no tiene nada que ver con la dispersión de Vaudel.

Adamsberg alzó una mano para señalar que recibía un mensaje, escuchó atentamente y volvió a meterse el teléfono en el bolsillo.

– El jueves por la mañana -explicó- saqué dos gatitos que se habían quedado atascados en el vientre de su madre. Me dicen que la gata se encuentra bien.

– Bueno -dijo Retancourt tras un silencio-, supongo que es una buena noticia.

– El asesino podría haber hecho lo mismo que su bisabuela, podría haber querido deshacer los contactos, separar los elementos. Eso sería, en el fondo, lo contrario de una colección -añadió recordando los pies de Londres-. Trituró un conjunto, dispersó su coherencia. Y me gustaría saber por qué Mordent está empeñado en joderme.

A Retancourt no le gustaba cuando las palabras de Adamsberg se enredaban. Esos saltos de pensamiento, esa confusión, podían privarla por breves instantes de la conciencia de su objetivo. Se alejó saludándolo con la mano.

7

Adamsberg seguía leyendo su periódico de pie, dando vueltas alrededor de la mesa de su despacho. En realidad, no era su periódico. Se lo tomaba prestado todos los días a Danglard y se lo devolvía después en estado amorfo.

En la página 12, un entrefilete informaba de los progresos de una investigación en Nantes. Adamsberg conocía bien al comisario encargado, un tipo seco y solitario en su trabajo, extravertido en sociedad. El comisario trató de recordar su nombre a título de ejercicio. Desde lo de Londres, quizá desde que Danglard vertiera su raudal de erudición acerca del cementerio de Highgate, el comisario consideraba la posibilidad de prestar más atención a las palabras, a los nombres, a las frases. Ámbito en que su memoria siempre se había mostrado inepta pese a que era capaz de recordar años más tarde un sonido, un toque de luz, una expresión. ¿Cómo se llamaba ese policía? ¿Bolet? ¿Rollet? Un histrión capaz de divertir a una mesa de veinte personas, algo que Adamsberg admiraba. Ahora también envidiaba a ese Nolet -acababa de leer su nombre en el artículo- por tener que ocuparse de un asesinato tan limpio cuando el sillón de terciopelo manchado no abandonaba sus pensamientos. Comparado con el caos de Garches, el caso de Nolet resultaba estimulante. Un sobrio asesinato de dos tiros en la cabeza, la víctima había abierto la puerta a su asesino. Sin complicaciones, sin violación, sin locura, una mujer de cincuenta años ejecutada según las reglas del juego, según el principio de los criminales eficaces: me estás jodiendo, te mato. Nolet sólo tenía que seguir el rastro a un marido, a un amante, y llevar el caso hasta el final sin verse hundido hasta el cuello en metros cuadrados de alfombras cubiertas de carnes. Si poner un pie en el territorio de la demencia, en ese continente desconocido de Stock. Stock, eso lo sabía, no era el nombre exacto del colega británico que iría algún día a pescar en un lago, por allá arriba. Con Danglard quizá. A menos que la historia con la mujer Abstract retuviera al comandante en otra parte.

Adamsberg alzó la cabeza al dispararse el gran reloj de pared. Pierre Vaudel, hijo de Pierre Vaudel, llegaría al cabo de unos instantes. El comisario subió la escalera de madera, evitó el escalón irregular en el que todo el mundo tropezaba y entró en la sala de la máquina de café para tomarse uno bien cargado. Esa sala era en cierto modo el dominio del teniente Mercadet, que tenía talento para los números y para todo tipo de ejercicios lógicos, pero era hipersomne. Unos cojines dispuestos en un rincón le permitían reconstituir regularmente sus fuerzas. El teniente acababa de doblar su manta y se incorporaba, frotándose la cara.

– Parece ser que hemos puesto un pie en el infierno -dijo.

– No hemos llegado a poner los pies en realidad. Andamos por pasarelas a seis centímetros del suelo.

– Ya, pero nos lo vamos a papear igualmente, ¿no?, el viento de la tormenta.

– Sí. Y, en cuanto se haya despertado del todo, vaya a echar una ojeada antes de que hayan recogido todo. Es una carnicería sin pies ni cabeza. Aun así, hay una idea demencial en ello. ¿Cómo lo habría dicho el teniente Veyrenc? Un hilo de acero vibra en las honduras del caos. En fin, no sé, algún motivo invisible que la poesía podría desvelar.

– A Veyrenc se le habría ocurrido algo mejor. Se le echa de menos, ¿no?

Adamsberg se tomó el último trago de café, sorprendido. No había pensado en Veyrenc desde que éste se había ido de la Brigada, no estaba muy bien dispuesto para reflexionar acerca de los tumultuosos acontecimientos que los habían enemistado [1].

– Aunque igual a usted no le importa, en el fondo -dijo el teniente.

– Igual. Básicamente es que no tenemos tiempo para estas cuestiones, teniente.

– Ya voy -dijo Mercadet sacudiendo la cabeza-. Danglard ha dejado un mensaje para usted. Nada que ver con la casa de Garches.

Adamsberg acabó la página 12 mientras bajaba las escaleras. Al divertido Nolet, al fin y al cabo, no le salían tan bien las cosas. El ex marido tenía una coartada, la investigación estaba a media asta. Adamsberg dobló el periódico con satisfacción. En recepción, el hijo de Pierre Vaudel lo esperaba, sentado derecho junto a su esposa, no más de treinta y cinco años. Adamsberg marcó una pausa. ¿Cómo anunciar a un hombre que su padre ha sido despedazado?

El comisario eludió la dificultad durante un rato, lo suficiente para aclarar las cuestiones de identidad y de familia. Pierre era hijo único, e hijo tardío. La madre se había quedado embarazada tras dieciséis años de vida conyugal, cuando el padre tenía cuarenta y cuatro años. Y Pierre Vaudel padre se había mostrado intratable, incluso rabioso, en todo lo referente a ese embarazo, sin dar a su mujer la menor explicación. No quería descendencia bajo ningún concepto, era impensable que ese niño viniera al mundo, y no había nada que discutir. La esposa había cedido, se había ausentado para practicar la interrupción del embarazo. Permaneció lejos durante seis meses, llevando a término la gestación, y dio a luz a Pierre hijo de Pierre. La ira de Pierre padre se mitigó a los cinco años, pero siempre se negó a que la esposa y el hijo volvieran a vivir con él.

En consecuencia, Pierre hijo sólo había visto a su padre de tanto en cuando, petrificado por ese hombre que con tanta obstinación lo había rechazado. Un temor sólo debido a su nacimiento contrariado, ya que Pierre padre era complaciente y generoso, según sus amigos, tierno según su madre. O al menos lo había sido, ya que la pérdida gradual de la sociabilidad ya no permitía acceder a sus sentimientos. A los cincuenta y cinco años, Pierre ya no aceptaba más que escasas visitas, tras haberse deshecho, uno a uno, de los amigos de su amplio círculo. Más tarde, Pierre adolescente se había hecho un sitio modesto al venir los sábados a tocar al piano unas piezas especialmente elegidas para seducirlo. Finalmente, Pierre el joven acabó conquistando una atención real. Desde hacía diez años, sobre todo tras la muerte de la madre, los dos Pierre se veían con bastante regularidad. Pierre hijo se había hecho abogado, y sus conocidos apoyaban a Pierre padre en su exploración de los casos judiciales. El trabajo compartido evitaba la comunicación personal.

– ¿Qué buscaba con esos casos?

– En primer lugar, un sueldo. Vivía de eso. Escribía las crónicas de los procesos para varios periódicos y unas cuantas revistas especializadas. Luego buscaba el error. Era un científico, y siempre protestaba por las aproximaciones de la justicia. Decía que el derecho era una masa demasiado blanda, doblada hacia uno u otro lado, que la verdad se perdía en argucias repugnantes. Decía que se oía si un veredicto chirriaba o no, si el chasquido de arranque era correcto o no, como un cerrajero diagnostica por el oído. Y si chirriaba, buscaba la verdad.

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[1] Ver, de la misma autora, La tercera virgen (Siruela, 2008).