– ¿La encontraba?
– La encontró en varias ocasiones. La rehabilitación póstuma del asesino de Sologne, fue él. La liberación de K. Jimmy Jones en EE UU, la del banquero Trévanant, la puesta en libertad de la esposa de Pasnier, el sobreseimiento del profesor Galérant. Sus artículos tuvieron mucho peso. Con el tiempo, muchos abogados empezaron a temer que publicara sus opiniones. Le ofrecían sobornos, que él rechazaba.
Pierre hijo apoyó la mano en la rodilla, descontento. No era atractivo, con su frente altísima y su mentón en punta. Pero sus ojos eran bastante llamativos, inertes y sin brillo, persianas inviolables, quizá inaccesibles a la piedad. El cuerpo inclinado, la espalda doblada, consultando a su mujer con la mirada, tenía la apariencia de un hombre amable y dócil. Adamsberg encontraba sin embargo que la intransigencia estaba allí, asomada a la ventana fija de sus ojos.
– ¿Hubo casos menos gloriosos? -preguntó.
– Decía que la verdad es una carretera de dos sentidos. También hizo que condenaran a tres hombres. Uno de ellos se ahorcó en la cárcel después de jurar su inocencia.
– ¿Cuándo fue eso?
– Justo antes de su jubilación, hace trece años.
– ¿Quién era?
– Jean-Christophe Réal.
Adamsberg hizo un ademán indicando que conocía ese nombre.
– Réal se ahorcó el día en que cumplió veintinueve años.
– ¿Hubo cartas de venganza? ¿Amenazas?
– ¿De qué estamos hablando? -intervino la esposa, cuyo rostro era, por el contrario, armonioso y reglamentario-. La muerte de Padre no fue natural, ¿verdad? ¿Tienen ustedes dudas? Si es así, díganlo. Desde esta mañana, la policía no nos ha proporcionado una sola información clara. Al parecer, Padre ha muerto, pero ni siquiera se sabe si es él. Y su subordinado no nos ha dejado ver el cuerpo. ¿Por qué?
– Porque es difícil.
– ¿Porque Padre, suponiendo que sea él, ha muerto en los brazos de una puta? -prosiguió ella-. Me extrañaría de él. ¿O de una mujer de la alta sociedad? ¿Están ustedes ocultando algo para tranquilidad de unos cuantos intocables? Porque, eso sí, mi suegro conocía a muchos intocables, empezando por el antiguo ministro de Justicia, que está sifilítico hasta los huesos.
– Hélène, por favor… -dijo Pierre, que la dejaba hablar a propósito.
– Le recuerdo que se trata de su padre -añadió Hélène- y que tiene derecho a verlo y saberlo todo antes que ustedes y antes que los intocables. O vemos el cuerpo, o no hablamos.
– Me parece razonable -dijo Pierre con tono de abogado que cierra un acuerdo.
– No hay cuerpo -dijo Adamsberg mirando a la mujer a los ojos.
– No hay cuerpo -repitió mecánicamente Pierre.
– No.
– ¿Entonces? ¿Cómo pueden decir que se trata de él?
– Porque está en su casa.
– ¿Quién?
– El cuerpo.
Adamsberg fue a abrir la ventana, posó la mirada en la copa de los tilos. Llevaban en flor cuatro días, su olor a tisana entró con la corriente de aire.
– El cuerpo está destrozado -dijo-. Fue… ¿qué término elegir? ¿Despedazado? ¿Desmigado…? Fue cortado en cientos de partes que fueron desperdigadas por toda la estancia. El salón del piano. No hay nada identificable. No le aconsejo que lo vea.
– Nos están liando -dijo la mujer resistiéndose-. Están tramando algo. ¿Qué están haciendo con él?
– Estamos recogiendo sus vestigios metro cuadrado a metro cuadrado, metiéndolos en contenedores numerados. Cuarenta y dos metros cuadrados, cuarenta y dos contenedores.
Adamsberg dejó las flores de tilo y se volvió hacia Hélène Vaudel. Pierre mantenía su postura encorvada, dejando a su mujer la conducción del carro.
– Dicen que uno no puede pasar el duelo sin haber visto el cuerpo con sus propios ojos -continuó Adamsberg-. Conozco a gente que se ha arrepentido y que, bien pensado, preferirían haberlo sabido sin verlo. Pero estas primeras fotos están a su disposición -dijo ofreciendo su móvil a Hélène-. El coche para Garches también, si se empeñan. Antes eche una ojeada. No son de buena calidad, pero sirven para hacerse una idea.
Hélène cogió el móvil con gesto decidido e hizo desfilar las imágenes. Interrumpió a la séptima foto, la de la parte superior del piano.
– Está bien -dijo dejando el aparato, con la mirada un tanto modificada.
– ¿Sin coche? -le preguntó Pierre.
– Sin coche.
Fue como una consigna, y Pierre asintió. Sin un atisbo de indignación a pesar de que se trataba de su propio padre. Sin un estremecimiento de curiosidad por las fotos. Una honesta neutralidad de apariencia. Una sumisión provisional y convenida, en espera de retomar duramente las riendas.
– ¿Practica usted equitación? -le preguntó Adamsberg.
– No, pero me interesan un poco las carreras. Mi padre apostaba mucho hace tiempo, pero en los últimos años no más de una vez al mes. Había cambiado, había estrechado su círculo, casi no salía.
– ¿No frecuentaba los criaderos, los hipódromos? ¿No iba al campo? ¿Algo que pudiera hacer que trajera fragmentos de estiércol a casa?
– ¿Papá? ¿Estiércol a su casa?
Pierre hijo se había erguido, como si esta idea lo hubiera despertado a su pesar.
– ¿Quiere decir que hay estiércol en casa de mi padre?
– Sí, en las alfombras. Pegotes que podrían haber caído de las suelas de unas botas.
– No se calzó unas botas en su vida. Le horrorizaban los animales, la naturaleza, la tierra, las flores, las margaritas de los prados que uno recoge y que quedan mustias en un vaso… Vamos, todo lo que crece en general. ¿El asesino entró con botas llenas de estiércol?
Adamsberg se excusó con un ademán antes de contestar al teléfono.
– Si sigue allí el hijo -dijo Retancourt abruptamente-, pregúntele si el viejo tenía un animal, perro o gato u otro bicho peludo. Se han encontrado pelos en el sillón Luis XIII. Pero no hay caja de arena en la casa, ni cuenco, nada que indique que aquí vivía un animal. En cuyo caso, estaban pegados al trasero del pantalón del asesino.
Adamsberg se apartó de la pareja, poniéndolos a distancia de la aspereza de Retancourt.
– ¿Tenía su padre algún animal de compañía? ¿Perro, gato u otro?
– Le acabo de decir que no le gustaban los bichos. No perdía tiempo con los demás, menos aún con un animal.
– Nada -dijo Adamsberg al aparato-. Compruebe, teniente, los pelos podrían venir de alguna manta o de un abrigo. Controle los demás asientos.
– ¿Y pañuelos de papel? ¿Usaba? Hemos encontrado uno arrugado en la hierba, pero ni uno en el cuarto de baño.
– ¿Pañuelos de papel? -preguntó Adamsberg.
– Nunca -dijo Pierre alzando las manos como para rechazar esa nueva aberración-. Sólo de tela, doblados en tres de un lado, en cuatro del otro. No podía hacerse de ninguna otra manera.
– Sólo pañuelos de tela -repercutió Adamsberg.
– Danglard insiste en hablarle. Describe grandes círculos en la hierba alrededor de algo que le preocupa.
Lo cual, pensaba Adamsberg, no podía describir mejor el temperamento de Danglard, rondando en torno a las oquedades en que se calcificaban sus preocupaciones. Con el teléfono todavía en la mano, Adamsberg se pasó los dedos por el pelo, pensando en dónde había dejado el hilo de su conversación. Sí, las botas, el estiércol.
– No eran botas llenas de estiércol -explicó al hijo-, sólo pequeños fragmentos que la humedad del suelo despegó de las suelas antideslizantes.
– ¿Han visto a su jardinero, al hombre de faena? Seguro que tiene botas.
– Todavía no. Dicen que es una bestia.