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– Una bestia, un presidiario y un medio subnormal -completó Hélène-. Padre estaba encantado con él.

– No creo que sea subnormal -matizó Pierre-. ¿Por qué esparcieron su cuerpo? -prosiguió con prudencia-. Matarlo, es concebible. La familia del joven suicida, podría comprenderse. Peor ¿para qué destrozarlo todo? ¿Ha visto ya casos así? ¿Este modus operandi?

– El modus no existía antes de que lo concibiera el asesino. No reprodujo una manera de hacer las cosas, ayer creó algo nuevo.

– Ni que hablara usted de arte -dijo Hélène con una mueca reprobatoria.

– ¿Y por qué no? -dijo Pierre bruscamente-. Podría ser una compensación. Él era artista.

– ¿Su padre?

– No, Réal. El suicida.

Adamsberg le hizo una nueva seña para indicarle que tenía a Danglard en línea.

– Sabía que ese follón nos caería encima -dijo el comandante con voz muy aplicada, lo cual era indicativo para Adamsberg de que se había pimplado unos cuantos vasos y se esmeraba en articular bien.

Sin duda le habían dejado entrar en el salón del piano.

– ¿Ha visto el lugar del crimen, comandante?

– Las fotos, y con eso me basta. Pero acaban de confirmarlo: los zapatos son franceses.

– ¿Las botas?

– Los zapatos. Y hay algo peor. Cuando lo vi, fue como si alguien hubiera encendido una cerilla en el túnel, como si hubieran cortado los pies a un tío mío. Pero no queda más remedio. Voy para allá.

Más de tres vasos, estimó Adamsberg, ingeridos en un tiempo breve. Miró sus relojes, alrededor de las cuatro de la tarde. Danglard ya no serviría para nada ni nadie en el día de hoy.

– No hace falta, Danglard. Salga de allí. Nos vemos más tarde.

– Es lo que le digo.

Adamsberg plegó el teléfono, preguntándose absurdamente qué habría sido de la gata y de las crías. Había dicho a Retancourt que la madre estaba bien, pero uno de los gatitos -uno de los que había sacado él, una chica- vacilaba y adelgazaba. ¿Habría apretado demasiado al tirar de ella? ¿Le habría estropeado algo?

– Jean-Christophe Réal -recordó Pierre con insistencia, como si sintiera que el comisario no encontraría el camino solo.

– El artista -confirmó Adamsberg.

– Se ocupaba de caballos, los alquilaba. La primera vez pintó un caballo de color bronce para hacer una especie de estatua viva. El propietario del animal lo denunció, pero eso fue lo que le dio notoriedad. Luego pintó muchos otros. Lo pintaba todo, eso exigía cantidades colosales de pintura. Pintaba la hierba, los caminos, los troncos, las hojas una a una, las piedras, por encima, por debajo, como si petrificara el paisaje entero.

– Eso no interesa al comisario -interrumpió Hélène.

– ¿Conocía usted a Réal?

– Lo vi muchas veces en la cárcel. Estaba decidido a hacerle salir de allí.

– ¿De qué lo acusó su padre?

– De pintar a una anciana, su protectora, de la cual era heredero.

– No capto.

– La pintó de bronce para ponerla en uno de sus caballos, una estatua ecuestre viva. Pero la pintura no dejó pasar el aire, los poros se obstruyeron y, antes de que pudieran limpiar a la protectora, ésta había muerto asfixiada sobre el animal. Réal heredó.

– Es singular -murmuró Adamsberg-. ¿Y el caballo? ¿También murió?

– No, ahí está la cuestión. Réal conocía su trabajo, pintaba con pinturas porosas. No estaba loco.

– No -dijo escéptico Adamsberg.

– Unos químicos dijeron que el contacto molecular entre la pintura y los productos de belleza de la protectora había provocado el desastre. Pero mi padre demostró que Real había cambiado de bote de pintura entre el caballo y la mujer, y que la asfixia era voluntaria.

– Usted no estaba de acuerdo.

– No -dijo Pierre adelantando la barbilla.

– ¿Eran sólidos los argumentos de su padre?

– Quizá, ¿y qué? Mi padre se ensañó de un modo anormal con ese tipo. Lo odiaba sin razón. Hizo todo para cargárselo.

– Eso no es verdad -dijo Hélène repentinamente insolidaria-. Réal era megalómano y estaba lleno de deudas. Mató a la mujer.

– Joder -interrumpió Pierre-. Mi padre se ensañó con él como si, a través de Réal, quisiera perjudicarme a mí. Réal tenía seis años más que yo, yo conocía su obra, lo admiraba, había ido a verlo dos veces. Cuando mi padre se enteró, se puso como un basilisco. Para él, Réal era un ignorante ávido, textualmente, «cuyas invenciones grotescas desarticulaban la civilización». Mi padre era un hombre de las edades oscuras, creía en la perennidad de los antiguos fundamentos del mundo, y Réal lo sacaba de quicio. Con toda su notoriedad, el cabrón consiguió que lo acusaran y que muriera.

– El cabrón -repitió Adamsberg.

– Desde luego -dijo Pierre sin pestañear-. Mi padre no era más que un viejo hijo de puta.

8

Habían registrado todos los nombres de los habitantes de las casas cercanas, empezaba la investigación entre el vecindario, necesaria y pesada. No contradecía el juicio emitido por Pierre Vaudel hijo. Si bien nadie se atrevía a llamar hijo de puta a Pierre Vaudel, los testimonios dibujaban a un hombre atrincherado, maniático, intolerante y satisfecho de sí mismo. Inteligente, pero sin permitir que ello beneficiara a nadie. Evitaba los contactos y, reverso ventajoso, no importunaba a nadie. Los policías interrogaban de puerta en puerta, mencionaban un asesinato infame sin precisar que el anciano había sido reducido a papilla. ¿Habría abierto Pierre Vaudel a su agresor? Sí, si el motivo de la visita era técnico, si no se trataba de charlar. ¿Incluso de noche? Sí, Vaudel no era miedoso. Era incluso, ¿cómo decirlo?, invulnerable. Bueno, o eso era lo que hacía creer.

Un solo hombre, su jardinero Émile, describía de otro modo a Pierre Vaudel. No, Vaudel no era un misántropo. Desconfiaba sólo de sí mismo, por eso no veía a nadie. ¿Cómo lo sabía el jardinero? Pues porque el mismo Vaudel lo decía, a veces con una sonrisita, una sonrisa oblicua. ¿Cómo lo había conocido? En el juzgado, la novena vez que estuvo allí por golpes y heridas, hacía quince años. Vaudel se había interesado por su violencia y, al hilo de las confidencias, fueron trabando amistad. Hasta que Vaudel lo contrató para que se ocupara del jardín, del aprovisionamiento de leña y, más tarde, de la compra y de la limpieza. Émile le convenía porque no trataba de entablar conversación. Cuando los vecinos se enteraron del pasado del jardinero, la cosa no hizo ninguna gracia.

– Es normal, hay que ponerse en su lugar. Émile el Apaleador me llaman. Así que, claro, la gente no estaba tranquila, me evitaba.

– ¿Hasta ese punto? -preguntó Adamsberg.

El hombre estaba sentado en el escalón más alto de la entrada, allí donde el sol de junio calentaba un poco la piedra. Flaco y paticorto, flotaba en su mono de trabajo y no tenía nada de inquietante. Su rostro muy asimétrico parecía desgastado e impreciso, más bien feo, un rostro que no expresaba ni voluntad ni seguridad. A la defensiva, se enjugaba la nariz a ratos, se protegía los ojos. Tenía una de las orejas más grande que la otra, se la frotaba al modo de un perro inquieto, y sólo ese gesto indicaba que estaba triste, o que se sentía perdido. Adamsberg se sentó a su lado.

– ¿Forma parte del equipo de policías? -preguntó el hombre tras haber echado una ojeada intrigada a la ropa de Adamsberg.

– Sí. Un colega dice que no está usted de acuerdo con los vecinos respecto a Pierre Vaudel. No sé cómo se llama.

– Ya lo he dicho veinte veces. Me llamo Émile Feuillant.

– Émile -repitió Adamsberg para fijar bien el nombre.

– ¿No lo escribe? Los otros lo han apuntado. Y es normal, si no volverían a hacer cien veces las mismas preguntas. Y eso que los maderos se repiten. Eso es algo que siempre me ha dado que pensar: ¿por qué los maderos lo repiten todo? Les dices: «El viernes por la noche estaba en el Perroquet». Y el madero contesta: «¿Dónde estabas el viernes por la noche?». ¿Para qué sirve, si no es para acabar con los nervios de uno?