– Sirve para acabar con los nervios de uno. Para que el tipo deje a un lado el Perroquet y les diga lo que ellos quieren oír.
– Ya, es normal al fin y al cabo. Se entiende.
Normal, no normal. Émile parecía disponer las cosas a cada lado de esa línea divisoria. A juzgar por la mirada con que lo examinaba, Adamsberg no estaba seguro de que Émile lo clasificara como normal.
– ¿Todo el mundo le tiene miedo aquí?
– Salvo la señora Bourlant, la vecina de al lado. Oiga, que tengo a mis espaldas ciento treinta y ocho peleas callejeras, sin contar las de la infancia. O sea que ya me dirá.
– ¿Por eso dice usted lo contrario que sus vecinos? ¿Porque usted no les gusta?
La pregunta sorprendió a Émile.
– A mí me la suda gustar o no. Lo que pasa es que sé mucho más que ellos sobre Vaudel. No les reprocho nada, es normal que me tengan miedo. Soy un violento de la peor calaña. Es lo que decía Vaudel -añadió con una leve risa, descubriendo dos dientes que le faltaban-. Exageraba, porque yo nunca maté a nadie. En cambio, en lo referente a todo lo demás tenía razón.
Émile sacó un paquete de tabaco de pipa y se lió un cigarrillo con habilidad.
– En lo referente a todo lo demás, ¿cuántos años ha pasado en chirona?
– Once años y medio en siete veces. Eso te quema. En fin, desde que pasé los cincuenta estoy mejor. Alguna pelea aquí y allí, pero nada más. Me ha costado caro, eso sí: ni mujer, ni hijos. Me gustan los críos, pero no quise. Y es que, claro, cuando uno se lía a hostias con todo lo que se mueve, así, sin razón, mejor no correr ese riesgo. Es normal. Eso era otro punto en común con Vaudel. Él tampoco quería hijos. Bueno, no lo decía así. Decía: «Nada de descendencia, Émile». Pero aun así le encasquetaron uno.
– ¿Sabe por qué?
Émile dio una calada, miró asombrado a Adamsberg.
– Pues porque no había tomado precauciones.
– No, ¿por qué no quería descendencia?
– No quería. Lo que me pregunto yo es qué va a ser de mí ahora. Sin trabajo, sin techo. Me alojaba en el cobertizo.
– ¿Vaudel no le tenía miedo?
– No le tenía miedo ni a la muerte. Decía que el único defecto de la muerte es que es demasiado larga.
– ¿Nunca tuvo usted ganas de pegarle?
– A veces, al principio. Pero prefería echar una partida de cinco en raya. Le enseñé yo. Un hombre que no sabe jugar a las cinco en raya no imaginaba ni que existiera. Venía al caer la noche, encendía el fuego y servía un par de copas de licor de guindas. El licor de guindas es especial, me lo enseñó él. Nos sentábamos a la mesa y empezábamos.
– ¿Quién ganaba?
– Cada dos por tres, él. Porque era un listo. Además se había inventado un cinco en raya especial, en hojas de un metro de largo. Espero que se imagine usted la dificultad.
– Sí.
– Bueno. Se planteaba incluso agrandarlo, pero me opuse.
– ¿Bebían mucho juntos?
– Sólo los dos licores de guindas, no pasaba de ahí. Lo que echo en falta son los bígaros que comíamos de aperitivo. Los encargaba todos los viernes, Teníamos cada uno nuestro pinchito. Yo el de la bola azul, él el de la bola naranja, nunca cambiábamos. Decía que me sentiría…
Émile se frotó la nariz torcida en pos de la palabra. Adamsberg conocía esa búsqueda de vocabulario.
– Que me sentiría nostálgico cuando él muriera. Yo me reía: no echo de menos a nadie. Pero tenía razón, era un listo. Me siento nostálgico.
Adamsberg tuvo la impresión de que Émile asumía con bastante orgullo ese estado complejo y esa palabra nueva para honrarlo.
– Cuando pega a alguien, ¿está usted borracho?
– No, precisamente, ése es el problema. A veces, bebo después, para que se me pase la irritación de la pelea. No crea que no lo he consultado. Ya lo creo que he visto médicos, por las buenas o por las malas, una decena al menos. Ninguno encontró nada. Buscaron en mi padre y en mi madre, nada. Fui un niño feliz. Por eso decía Vaudeclass="underline" «No hay nada que hacer, Émile, es una cuestión de ralea». ¿Sabe qué es una ralea?
– Más o menos.
– Pero ¿concretamente?
– No.
– Pues yo sí, lo he mirado. Es una mala semilla que pulula. Así que ya ve. Por eso, él y yo, no servía de nada que tratáramos de vivir como los demás. Por nuestra ralea.
– ¿Vaudel también?
– Pues claro -dijo Émile con aire contrariado, como si Adamsberg no hiciera ningún esfuerzo por entender-. Lo que me pregunto es qué va a ser de mí.
– ¿De qué ralea?
Émile se limpiaba las uñas con la punta de una cerilla, preocupado.
– No -dijo moviendo la cabeza-. No quería que se hablara de eso.
– ¿Qué hacía usted, Émile, en la noche del sábado al domingo?
– Ya se lo he dicho, estaba en el Perroquet.
Émile lanzó una gran sonrisa provocadora y lanzó la cerilla a lo lejos. Émile no tenía nada de un medio subnormal.
– ¿Y aparte?
– Llevé a mi madre a un restaurante. Siempre el mismo, cerca de Chartres, he dado el nombre y todo lo demás a sus colegas. Se lo dirán. La llevo allí todos los sábados. Le diré de paso que a mi madre no le he pegado nunca. Dios, sólo faltaría. Y le diré más: mi madre me adora. Es normal, en cierto sentido.
– Pero su madre no se acuesta a las cuatro de la madrugada, ¿o sí? Usted volvió a las cinco.
– Sí, y no vi la luz. Él siempre dormía dejando todas las luces encendidas.
– ¿A qué hora dejó a su madre?
– A las diez en punto. Luego, como todos los sábados, fui a ver a mi perro.
Émile se sacó la cartera, y le enseñó una foto sucia.
– Éste -dijo-. Todo redondo, cabría en mi bolsillo delantero como un canguro. Cuando estuve en chirona por tercera vez, mi hermana declaró que ya no quería cuidar al perro, y lo regaló. Pero yo sabía dónde estaba, en casa de los primos Gérault, cerca de Châteaudun. Después del restaurante, cojo la camioneta y voy a verlo con regalos, carne y cosas. Él lo sabe, me espera en la oscuridad, salta la verja, y pasamos la noche juntos en la camioneta. Llueva o sople viento. Sabe que siempre voy a verlo. Y eso que es así de pequeño.
Las manos de Émile formaban una bola del tamaño de una pelota.
– ¿Hay caballos en esa granja?
– Gérault se dedica sobre todo a las vacas, tres cuartos lecheras, un cuarto para carne. Pero hay algunos caballos.
– ¿Quién lo sabe?
– ¿Que voy a ver al perro?
– Sí, Émile. No estamos hablando del ganado. ¿Lo sabía Vaudel?
– Sí. No habría soportado que trajera un animal aquí, pero lo entendía. Me dejaba el sábado por la noche libre para ir a ver a mi madre y al perro.
– Pero Vaudel ya no puede confirmarlo.
– No.
– Y el perro tampoco.
– Eso sí. Venga conmigo el sábado y verá que no les estoy contando ninguna trola. Verá cómo salta la verja y corre hacia la camioneta. Es la prueba.
– No es la prueba de que fuera sábado.
– Es verdad. Pero es normal que un perro no pueda decir en qué día estamos. Incluso un perro como Cupido.
– Cupido es su nombre -murmuró Adamsberg.
Cerró los ojos, apoyado en el marco de piedra de la puerta, el rostro vuelto hacia el sol, como Émile. Tras el grosor de la pared, la recogida de muestras finalizaba, retiraban las pasarelas. Las alfombras habían sido desmontadas en cuadrados numerados, metidos en contenedores. En ellas buscarían un sentido. Pierre hijo podría haber matado al viejo hijo de puta. O la nuera, decidida -era posible- a arriesgarlo todo por su marido. O Émile. O la familia del pintor que bañaba los caballos en bronce y, desafortunadamente, a una mujer. Pintar de bronce a su protectora, eso era algo que no existía antes, en el mapa del continente de Stock. En cambio, matar a un anciano rico era algo que existía desde hacía tiempo. Pero ¿reducirlo a papilla, dispersarlo? ¿Por qué? No se sabía cómo contestar a eso. Y mientras no se tiene la idea, no se tiene al hombre.