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Mordent iba hacia ellos, con su caminar a tirones, su largo cuello lanzado hacia delante, su cabeza cubierta de vello gris, sus rápidos movimientos de ojos; todo un conjunto que recordaba con precisión una zancuda rendida en busca de un pez aquí y allí. Se aproximó a Émile, observó a Adamsberg sin indulgencia.

– Duerme -dijo Émile en voz baja-. Es normal, hay que entenderlo.

– ¿Estaba hablando con usted?

– ¿Y qué? Es su trabajo, ¿no?

– Sin duda. Pero vamos a despertarlo igualmente.

– Miseria del mundo -dijo Émile en tono asqueado-. Un tipo no puede dormir ni cinco minutos sin que lo maltraten.

– Me extrañaría que lo maltratara, es mi comisario.

Adamsberg abrió los ojos bajo la mano de Mordent, Émile se levantó para tomar distancia. Estaba bastante estupefacto de oír que ese hombre era comisario, como si el orden de las cosas hubiera sufrido un desvío, como si los errabundos se convirtieran en reyes sin avisar. Una cosa es hablar de la ralea y de Cupido con un sin grado, y otra muy distinta con un comisario. Es decir con un tipo experto en las técnicas más sucias de los interrogatorios. Y ése era un as, según había oído decir. Y a ése le había contado muchas cosas, y sin duda demasiadas.

– Quédese aquí -dijo Mordent reteniéndolo por la manga-, esto le va a interesar también a usted. Comisario, tenemos la respuesta del notario. Vaudel hizo su testamento hace tres meses.

– ¿Mucho dinero?

– Más que eso. Tres casas en Garches, otra en Vaucresson, un edificio de pisos para alquilar. Más el equivalente en inversiones y seguros.

– Nada sorprendente -dijo Adamsberg levantándose a su vez, sacudiéndose los pantalones.

– Excluyendo la parte legítima para el hijo, Vaudel lo deja todo a un extraño. A Émile Feuillant.

9

Émile volvió a sentarse en el escalón, sonado. Adamsberg permanecía de pie, apoyado en el marco de la puerta, con la cabeza inclinada y los brazos cruzados en el vientre, único signo tangible de una reflexión en curso, según sus colegas. Mordent iba y venía moviendo los brazos, la mirada desplazándose con viveza y sin razón. En realidad, Adamsberg no estaba reflexionando sino pensando que Mordent tenía todo el aspecto de la garza que acaba de encontrar un pez y lo aferra con el pico, todavía feliz de su rápida presa. En este caso Émile, que rompió el silencio mientras se liaba torpemente un cigarrillo.

– No es normal lo de desheredar al hijo.

Había demasiado papel en el extremo del cigarrillo, se encendió a modo de antorcha que fue a chisporrotear en su pelo gris.

– Le gustara o no, no deja de ser su hijo -prosiguió Émile frotándose la mecha, que exhalaba un olor a cerdo quemado-. Y a mí tampoco me quería tanto. Aunque supiera que me iba a sentir nostálgico, y me siento nostálgico. Debería ir todo a Pierre.

– Es usted un tipo caritativo, ¿verdad? -dijo Mordent.

– No, sólo digo que no es normal. Pero aceptaré mi parte, vamos a respetar la voluntad del viejo.

– Muy práctico el respeto.

– No sólo está el respeto. También está la ley.

– También es práctica la ley.

– A veces. ¿Tendré la casa?

– Ésta o las otras -intervino Adamsberg-. Le costará un pico la mitad de la herencia que le toca. Pero le quedarán al menos dos casas y una buena pasta.

– Traeré a mi madre a vivir conmigo y compraré el perro.

– Se organiza usted rápido -dijo Mordent-. Ni que lo tuviera todo preparado.

– ¿Qué pasa? ¿No es normal querer vivir con su madre?

– Digo que no parece muy sorprendido. Digo que ya está haciendo planes. Al menos podría tomarse el tiempo de digerir la noticia. Son cosas que se hacen.

– Las cosas que se hacen me la sudan. Ya lo he digerido. No veo por qué voy a pasar horas con esto.

– Digo que usted sabía que Vaudel le legaba sus bienes. Digo que conocía su testamento.

– Ni siquiera. Pero me prometió que un día sería rico.

– Eso viene a ser lo mismo -dijo Mordent con la boca hendida del tipo que ataca al pez por los flancos-. Él le dijo que heredaría.

– Ni siquiera. Me lo leyó en las líneas de la mano. Conocía los secretos de las líneas y me los enseñó. Aquí -dijo enseñando la palma y señalándose la base del anular derecho-. Aquí es donde vio que sería rico. Eso no quería decir que se tratara de su dinero, ¿eh? Juego a la primitiva, creí que me vendría de eso.

Émile se sumió súbitamente en el silencio, mirándose la palma de la mano. Adamsberg, que observaba el juego cruel de la garza y el pez, vio pasar por el rostro del jardinero el rastro de un antiguo temor que nada tenía que ver con la agresividad de Mordent. Los picotazos del comandante no parecían inquietarlo ni irritarlo. No, era el asunto de las líneas de la mano.

– ¿Leía más cosas en sus manos? -preguntó Adamsberg.

– No mucho, aparte de lo de la riqueza. Mis manos le parecían corrientes, y él decía que era una suerte. A mí no me molestaba. Pero, cuando quise ver las suyas, la cosa cambió. Cerró los puños. Dijo que no había nada que ver, dijo que no tenía líneas. ¡Que no tenía líneas! Parecía tan de mala onda que más valía no insistir, y esa noche no jugamos a las cinco en raya. ¡No tenía líneas! Eso sí que no es normal. Si pudiera ver el cuerpo, miraría si es verdad.

– No se puede ver el cuerpo. De todos modos, las manos están hechas cisco.

Émile se encogió de hombros decepcionado, mirando a la teniente Retancourt avanzar hacia ellos a grandes zancadas inelegantes.

– Parece amable -dijo.

– No se fíe -dijo Adamsberg-. Es el animal más peligroso del equipo. Está aquí desde ayer por la mañana sin interrupción.

– ¿Cómo lo hace?

– Sabe dormir de pie sin caerse.

– No es normal.

– No -confirmó Adamsberg.

Retancourt se detuvo delante de ellos y dirigió un signo afirmativo a los dos hombres.

– Que sí, que de acuerdo -dijo.

– Perfecto -dijo Mordent-. ¿Vamos allá, comisario? ¿O seguimos con la quiromancia?

– No sé qué es la quiromancia -replicó Adamsberg cortante.

¿Qué demonios le pasaba a Mordent, ese buen pajarraco desplumado, amable y competente? Irreprochable en el trabajo, experto en cuentos y leyendas, diserto y conciliador… Adamsberg sabía que la elección, entre sus dos comandantes, de llevar a Danglard al coloquio de Londres había irritado a Mordent. Pero formaría parte del siguiente grupo para ir a Ámsterdam. Era equitativo, y Mordent no era de los que se quedan mucho tiempo irritados, ni era su estilo privar a Danglard de una inmersión británica.

– Es la ciencia de las líneas de la mano. O sea una pérdida de tiempo. Y el tiempo es algo que se desperdicia demasiado aquí. Émile Feuillant, hace un momento se preguntaba usted dónde iba a dormir esta noche; parece que la cuestión se ha resuelto.

– En la casa.

– En el cobertizo -rectificó Retancourt-. La casa está todavía precintada.

– Bajo arresto -dijo Mordent.

Adamsberg se despegó de la pared y dio unos pasos por la alameda, con las manos en los bolsillos. Hacía crujir la grava bajo las suelas, le gustaba ese ruido.

– Eso no es de su competencia, comandante -dijo separando las palabras-. Todavía no he llamado al inspector de división, que todavía no ha llevado la demanda ante el juez. Demasiado pronto, Mordent.

– Demasiado tarde, comisario. El inspector de división me ha llamado, y el juez ha ordenado el arresto domiciliario de Émile Feuillant.

– ¿Ah sí? -dijo Adamsberg girándose con los brazos cruzados-. ¿Llama el inspector de división, y usted no me lo pasa?