Adamsberg observaba a sus agentes dudar, tantear, vacilar entre un apoyo instintivo al colega tocado en sus partes vivas y una prudencia ponderada. Porque todos eran conscientes, incluido Estalère, de que Mordent había infringido las reglas de un modo incomprensible, puesto en marcha el arresto domiciliario sin informar a Adamsberg y espantado al sospechoso con precipitación de aficionado.
– ¿Quién guardó las últimas muestras en el camión esta mañana? -preguntó Adamsberg.
Vació mecánicamente el fondo de una botella en su vaso, que se llenó de un líquido ocre y opaco.
– Es sidra de mi tierra -le explicó Froissy-. No aguanta más que una hora después de la apertura, pero es excelente. Pensé que nos animaría.
– Gracias -dijo Adamsberg tragando el líquido áspero.
Porque, aparte de su afán de alimentar, Froissy tenía el de mantener el humor general en un nivel como mínimo cordial, ardua tarea en un equipo de investigación criminal crónicamente privado de sueño.
– Froissy y yo -respondió Voisenet.
– Habría que sacar el estiércol de caballo. Quisiera verlo.
– Salió ayer para el laboratorio.
– Ése no, Voisenet, la muestra tomada esta mañana en la furgoneta de Émile.
– Ah -dijo Estalère-, el otro, el estiércol de Émile.
– Eso es pan comido -dijo Voisenet levantándose-, está clasificado entre las muestras prioritarias.
– ¿Ponemos vigilancia en la residencia de la madre? -preguntó Kernorkian.
– Para hacer el paripé. Hasta el más cretino sabría que la residencia está bajo vigilancia.
– Es un cretino -dijo Mordent, que seguía limpiándose el plato.
– No -dijo Adamsberg-, es un nostálgico. Y la nostalgia produce cantidad de ideas.
Adamsberg vaciló. Existía una manera casi segura de recuperar a Émile en la granja donde vivía Cupido. Bastaba poner allí a dos hombres, y lo atraparían esa misma semana o la siguiente. Él era el único en conocer la existencia de Cupido, de la granja, en saber aproximadamente su emplazamiento y el nombre de los propietarios, milagrosamente conservado por su memoria. Los primos Gérault, tres cuartos de leche, un cuarto de carne. Abrió los labios, pero calló, acosado por las incertidumbres. Si creía inocente a Émile, si quería vengarse de Mordent, si llevaba dos horas -o desde Londres- basculando francamente hacia el otro lado de la barrera, con el flujo de emigrantes que quería pasar la muralla, apoyando a los maleantes, impidiendo el paso a las fuerzas del orden. Las preguntas pasaron rápidamente por su cabeza como un vuelo de estorninos sin que intentara responder a una sola. Mientras todos se levantaban, alimentados e informados, Adamsberg retrocedió e hizo una seña al teniente Noël. Si alguien lo sabía, tenía que ser él.
– ¿Qué le pasa a Mordent?
– Está jodido.
– Ya me imagino. ¿Cómo de jodido?
– No tengo por qué decírselo.
– Es vital para el caso, Noël. Ya lo ha visto usted con sus propios ojos. Cuente.
– A su hija, su hija única, el sol de sus días, un cardo en mi opinión, la pillaron hace dos meses en compañía de seis soplagaitas ciegos hasta las cejas en un edificio okupa de La Vrille, uno de los antros más apestosos del periférico sur para niños bien caídos en las drogas.
– ¿Y?
– Seis soplagaitas, entre los cuales estaba su novio, un pelagatos mugriento, más malo que la quina. Bones es su nombre de pandilla. Tiene doce años más que ella, mucha práctica en agresiones a viejos, un desgraciado más bien guaperas, influyente en el tráfico de colombiana. La chica se había fugado del domicilio, dejando una nota, y el bueno de Mordent los tiene por corbata.
– ¿Cómo los tiene, por cierto?
– Ha llamado al médico, dice que se sabrá pasado mañana. Es de esperar que los recupere, cosa que no es fácil con el Apaleador. No es que Mordent los use mucho: su mujer se tira al profesor de música y lo humilla como un gusano en el estiércol.
– ¿Por qué no me dijo nada cuando se fue su hija?
– El viejo cuentacuentos es así. Nos cautiva con sus historias pero se guarda la puta realidad para él. Recuerde que entonces estábamos en plena vorágine con las tumbas abiertas. Y, tómeselo como quiera, pero la gente no tiende a contarle a usted sus confidencias.
– ¿Por qué?
– Porque no está segura de que escuche. Y si escucha, uno supone que lo olvidará. Así que ¿para qué? Mordent no busca descolgar nubes. Usted, en cambio, está sentado encima.
– Ya sé lo que dicen. Pero yo creo que tengo los pies en el suelo.
– Entonces no debe de ser el mismo suelo.
– Eso es posible, Noël. ¿Y entonces, la chica?
– Se llama Elaine. Mordent fue al edificio okupa alertado por los colegas de Bicêtre, y fue un infierno, ya conoce el espectáculo. Hasta había chavales comiendo latas para perros. Fue uno de ellos el que se asustó y llamó a la pasma porque había un tío con sobredosis. Dicho esto, al parecer no están mal las latas para perros, no deja de ser estofado. La niña de Mordent estaba totalmente sonada, encontraron suficiente coca para una acusación de tráfico. Lo malo es que había armas, dos pistolas y navajas de muelle. Una de las pistolas sirvió para matar a Stubby Down, el jefe de la zona norte, hace nueve meses. Y resulta que los testigos dijeron que había dos asaltantes, de los cuales una chica de pelo castaño largo hasta el culo.
– Mierda.
– Al final, metieron a tres jóvenes en preventiva, uno de ellos era Élaine Mordent.
– ¿Dónde está?
– En Fresnes, con metadona. Le pueden caer entre dos y cuatro años seguro, y mucho más si participó en lo de Stubby Down. Mordent dice que, cuando salga, estará acabada. Danglard intenta animarlo regándolo con vino blanco como si fuera una planta, pero tiene efectos nocivos en él. En cuanto puede escaparse, se pasa la vida allí, en Fresnes, dentro o fuera, mirando los muros. O sea que claro…
Noël se volvió y señaló la casa con un gesto de barbilla, con los brazos en jarras.
– Y con esta carnicería encima, es normal que quede uno tocado. A lo mejor sería bueno que Danglard viniera a tomar el relevo, ahora que está todo desmontado. Voisenet lo busca, ha encontrado el estiércol de Émile, como dice el pobre cretino de Estalère.
Voisenet había dejado la muestra en la mesa blanca del jardín. Pasó unos guantes a Adamsberg. El comisario abrió la bolsa y respiró el contenido.
– La etiqueta dice «estiércol de caballo», pero podría ser otra cosa.
– No, es estiércol -dijo Adamsberg deslizando una plaquita parda en su mano-, pero no es como el de la casa. No está en pelotilla.
– Las pelotillas son porque el estiércol había quedado moldeado en los relieves de las suelas de las botas. Con toda la sangre de las alfombras, se despegó.
– De todos modos, Voisenet, no es el mismo caballo. Quiero decir: no es el mismo estiércol, luego no es el mismo caballo.
– Igual tiene dos caballos -aventuró Justin.
– Lo que quiero decir es que no es el mismo criadero de caballos. Luego no es el mismo calzado. Creo.
Adamsberg se apartó un mechón de pelo de la frente. Resultaba irritante volver siempre a esos asuntos de zapatos. Le sonaba el móvil. Retancourt. Lanzó rápidamente la muestra encima de la mesa.
– Comisario, la cosa se ha puesto chunga. Émile me ha despistado en el parking del hospital de Garches, dos ambulancias se interpusieron. Lo siento muchísimo. Los motoristas están allí, no logran localizarlo.
– No se preocupe, teniente. Salió usted con desventaja.
– Joder -dijo Retancourt-, con dos desventajas: conoce la zona como la palma de su mano, pasaba de las callejuelas a los jardines como si los hubiera fabricado él. Debe de estar escondido en algún seto. Costará sacarlo de allí, aunque pronto tendrá hambre. Le dejo, que creo que el tipo me ha roto una costilla antes de salir corriendo.