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– ¿Dónde está, Violette? ¿Sigue en el hospital?

– Sí, los policías han recorrido todos los escondites posibles.

– Entonces vaya a enseñar a un médico eso que tiene roto.

– Voy -dijo Retancourt colgando inmediatamente.

Adamsberg cerró su móvil con un chasquido. Retancourt no tenía ninguna intención de ir a consulta.

– Émile le ha roto una costilla -dijo-. Seguro que es muy doloroso.

– Al menos sale bien parada, no le ha dado en los cojones.

– Ya está bien, Noël.

– ¿No es el mismo criadero? -interrumpió Justin.

Adamsberg volvió a coger la placa de estiércol, tragándose su réplica. Noël nunca se había privado de meterse con Retancourt, de declarar a los cuatro vientos que aquello no era una mujer sino un buey de labranza o alguna criatura similar. Cuando para Adamsberg, si bien Retancourt no era exactamente una mujer en el sentido convencional del término era porque se trataba de una diosa. La diosa polivalente de la Brigada, con capacidades tan múltiples como los a-saber-cuántos brazos de Shiva.

– ¿Cuántos brazos tiene la diosa india? -preguntó a sus adjuntos mientras palpaba el pegote de estiércol.

Los cuatro tenientes sacudieron la cabeza.

– Siempre igual -dijo Adamsberg-. Cuando no está Danglard, aquí nadie sabe nada.

Adamsberg volvió a meter el estiércol en la bolsa, la cerró y se la pasó a Voisenet.

– No queda más remedio que llamarlo para saber la respuesta. Creo que este caballo, el que ha producido este estiércol, conocido como «estiércol de Émile», se ha criado en pleno campo y sólo come hierba. Creo que el otro caballo, el que excretó los pegotes de la casa, conocidos como «el estiércol del asesino», es criado en caballerizas a base de pienso.

– ¿Ah, sí? ¿Eso se ve?

– Me he pasado la infancia recogiendo estiércol por todas partes para abonar los campos. Y boñigas secas para alimentar el fuego. Todavía lo hago. Puedo asegurarle, Voisenet, que a diferente alimentación diferente excremento.

– De acuerdo -admitió Voisenet.

– ¿Cuándo tendremos los resultados del laboratorio? -preguntó Adamsberg marcando el número de Danglard-. Métanles prisa. Urgente: estiércol, pañuelo, huellas, dispersión del cuerpo.

Adamsberg se alejó. Tenía a Danglard en línea.

– Son casi las cinco, Danglard. Lo necesitamos para el revolcadero de Garches. Ya está desmontado, volvemos a la brigada y hacemos la primera síntesis. Ah, un segundo. ¿Cuántos brazos tiene la diosa india? La que está en un redondel, ¿Shiva?

– Shiva no es una diosa, comisario. Es un dios.

– ¿Un dios? Es un hombre -añadió Adamsberg dirigiéndose a sus adjuntos-. Shiva es un hombre. Y ¿cuántos brazos tiene? -preguntó volviendo a Danglard.

– Eso depende de las representaciones, porque los poderes de Shiva son inmensos y contrarios, recorren casi todo el espectro, desde la destrucción hasta los favores. Puede tener dos brazos, cuatro, pero también puede tener hasta diez. Depende de lo que encarne.

– Y grosso modo, Danglard, ¿qué encarna?

– Para resumir lo esencial, «en el vacío, en el centro de la Nirvana-Shakti, se halla el supremo Shiva, cuya naturaleza es vacuidad».

Adamsberg había puesto el altavoz. Miró a sus cuatro adjuntos, que parecían tan sobrepasados como él y hacían ademán de abandonar. Enterarse de que Shiva era un hombre era suficiente para ese día.

– ¿Qué tiene eso que ver con Garches? -preguntó Danglard-. ¿Les faltan brazos?

– Émile Feuillant hereda la fortuna de Vaudel, salvo la legítima de Pierre hijo de Pierre. Mordent ha mordido la línea amarilla anunciándole el arresto domiciliario. El Apaleador le ha hecho morder el polvo y se ha largado.

– ¿Retancourt no lo ha perseguido?

– Se le ha escapado. No debía de llevar puestos todos sus brazos, y además él le había roto una costilla antes de salir. Lo esperamos, comandante; Mordent anda más bien descarrilado.

– Ya me imagino. Pero mi tren no sale hasta las 21:12. No creo que pueda cambiar el billete.

– ¿Qué tren, Danglard?

– El que pasa por ese maldito túnel, comisario. No crea que me divierte la cosa. Pero he visto lo que quería ver. Y si no ha cortado los pies a mi tío poco le falta.

– Danglard, ¿dónde está usted? -preguntó lentamente Adamsberg sentándose en la mesa de jardín y cortando el altavoz.

– Donde le he dicho, hombre, en Londres. Y ahora están seguros: los zapatos son casi todos franceses, buenos o malos. Distintas clases sociales. Créame, nos va a caer encima todo el paquete, y ya se está Radstock frotando las manos.

– Pero bueno ¿cómo se le ocurre volver a Londres? -preguntó Adamsberg casi gritando-. ¿Cómo se le ocurre meter las narices en esos putos zapatos? ¡Déjelos en Jaijgueit! ¡Déjeselos a Stock!

– Radstock, comisario. Le avisé del viaje, y usted estuvo de acuerdo. Era necesario.

– ¡Tonterías, Danglard! Usted ha cruzado el canal a nado para ver a la mujer, Abstract.

– En absoluto.

– No me diga que no la ha visto.

– No digo eso. Pero no tiene que ver con los zapatos.

– Eso espero, Danglard.

– Si usted creyera que han cortado los pies a su tío, iría a echar una ojeada.

Adamsberg miró el cielo, que se estaba nublando, siguió con la mirada el vuelo de un pato y prosiguió con más calma.

– ¿Qué tío? No sabía que hubiera un tío.

– No le hablo de un tío vivo, no le hablo de un hombre que deambula sin pies. Mi tío murió hace veinte años. Era el segundo marido de mi tía, y yo lo adoraba.

– Sin ánimo de joder, comandante, nadie reconoce los pies muertos de su tío.

– No he reconocido sus pies, sino sus zapatos. Es lo que el amigo Clyde-Fox decía, con mucha razón.

– ¿Clyde-Fox?

– El lord excéntrico, ¿lo recuerda?

– Sí -suspiró Adamsberg.

– Volví a verlo anoche, por cierto. Bastante disgustado porque había perdido a su nuevo amigo cubano. Fuimos a tomar unas copas juntos, muy buen especialista de la historia de las Indias. Y, como bien decía, ¿qué puede meterse en unos zapatos? Pies. Y generalmente los propios. O sea que si los zapatos son de mi tío, hay muchas probabilidades de que los pies que están dentro le pertenezcan.

– Un poco como el estiércol y el caballo -comentó Adamsberg, que sentía la tensión del cansancio en la espalda.

– Como el continente y el contenido. Pero no sé si se trata de mi tío. Podría ser un primo, o un hombre del mismo pueblo. Allí son todos primos en mayor o menor grado.

– Bien -dijo Adamsberg dejándose caer de la mesa-. Aunque alguien coleccionara pies franceses, y aunque su camino se hubiera cruzado con el de su tío, ¿qué coño nos importa a nosotros?

– Usted dijo que nada impedía que nos interesáramos por el tema -dijo Danglard-. Usted es quien no quería soltar lo de los pies de Highgate.

– Allí, puede ser. Aquí, y en Garches, no. Y ha metido la pata con su viaje, Danglard. Porque, si esos pies son franceses, el Yard querrá colaborar. Podría haberle tocado a otro equipo, pero ahora, gracias a usted, nuestra brigada estará en primera línea. Y yo lo necesito a usted para la carnicería de Garches, más alarmante que un necrófilo que cortaba pies aquí y allí hace veinte años.

– «Aquí y allí» no. Creo que los eligió.

– ¿Lo dice Stock?

– Lo digo yo. Porque, cuando murió, mi tío estaba en Serbia, y sus pies también.

– ¿Y se pregunta para qué buscar pies en Serbia habiendo sesenta millones en Francia?

– Ciento veinte millones. Sesenta millones de personas son ciento veinte millones de pies. Comete usted el mismo error que Estalère, sólo que al revés.