– Así no beberá, Lucio.
– Eres un auténtico cabronazo y un hijo de puta.
– Sobre todo, Lucio -dijo Adamsberg un tono más alto-, no soy un mago. Y he tenido un día jodido.
– Yo también. No consigo encender los pitillos. Como veo mal, no doy con el extremo. Y como mi hija no me quiere ayudar, ¿qué voy a hacer?
Adamsberg se mordió los labios, y el médico se aproximó.
– ¿Un bebé que no puede mamar? -se informó cortésmente.
– Un gatito de cinco días -contestó abruptamente Adamsberg.
– Si le va bien a su interlocutor, puedo intentar algo. Debe de ser un bloqueo en el MRP del maxilar superior, No tiene por qué ser la ley natural, puede ser una torsión post-traumática a consecuencia de un nacimiento difícil. ¿Fue complicado el parto?
– Lucio, ¿es uno de los dos que sacamos a la fuerza?
– Sí, la blanquita con la punta de la cola gris, la única niña.
– Sí, eso es, doctor -confirmó Adamsberg-. Lucio empujó, y yo tiré de la mandíbula. ¿Habré tirado demasiado fuerte? Es una chica.
– ¿Dónde vive su amigo? Si lo desea, por supuesto -añadió agitando las manos, como si la vida en juego lo volviera repentinamente humilde.
– En París, en el 13.
– Yo en el 7. Si le parece bien, vamos juntos, y trato a la cría. Si puedo hacer algo, claro. Mientras tanto, que su amigo le humedezca todo el cuerpo, pero sobre todo sin mojarla.
– Vamos para allá -dijo Adamsberg con la impresión de lanzar una señal policial para una operación de peso-. Humedécela entera sin mojarla.
Un poco aturdido, con cierta sensación de haber soltado el timón, de verse sacudido tanto por los apaleadores como por el flujo migratorio, los médicos o los españoles sin brazos, Adamsberg dio instrucciones de cierre a sus adjuntos e invitó al doctor a subirse al coche.
– Es grotesco -dijo Adamsberg en la ronda-. Lo llevo a curar una gata cuando sobre Vaudel ha caído el infierno con las fauces abiertas enseñando los dientes.
– ¿Ha sido un crimen sucio? Tenía mucho dinero, ¿sabe?
– Sí. Todo irá a su hijo, supongo -añadió Adamsberg con voz falsa-. ¿Lo conoce?
– Sólo por el cerebro de su padre. Deseo, rechazo, deseo, rechazo, y así en ambos.
– Vaudel nunca quiso tenerlo.
– Sobre todo, no quería dejar una frágil descendencia expuesta a sus enemigos.
– ¿Qué enemigos?
– Si se lo dijera, a usted no le serviría. Locuras de un hombre surcadas por la edad, incrustadas en los pliegues de su ser. Trabajo de médico y no de policía. O trabajo de espeleólogo, teniendo en cuenta cómo estaba Vaudel.
– ¿Enemigos imaginarios entonces?
– No lo intente, comisario.
Lucio los esperaba, sentado en el cobertizo, dando palmaditas con su manaza a la gata tumbada en sus rodillas, envuelta en una toalla húmeda.
– Se va a morir -dijo con voz ronca, enturbiada de lágrimas, que Adamsberg no entendió, incapaz de concebir que uno pudiera emocionarse por un gato-. No puede mamar. ¿Quién es? -añadió sin amabilidad refiriéndose al médico-. No necesitamos público, hombre.
– Es un especialista en mandíbulas de gatos que no saben mamar. Déjale el sitio, Lucio, apártate. Dale el gato.
Lucio se rascó el brazo ausente y obedeció, desconfiado. El médico se sentó en el banco, rodeó la cabeza de la gatita con sus gruesos dedos -tenía las manos inmensas para su talla, casi comparables a la única mano de Lucio- y la palpó lentamente, aquí, allí, aquí de nuevo. Un charlatán, pensó Adamsberg, más disgustado de lo debido ante el cuerpecillo flojo del animal. Luego el médico pasó a la pelvis, aplicó la yema de los dedos en dos puntos, como si tocara el piano, y se oyó un ligero maullido.
– Se llama Charme -gruñó Lucio.
– Vamos a arreglarte esa mandíbula -dijo el médico-, Charme, todo va bien.
Sus gruesos dedos, que Adamsberg veía cada vez más enormes, como los diez brazos de Shiva, fueron a posarse en la mandíbula, pinzándola.
– ¿Qué, Charme? -murmuró con el pulgar aquí y el índice allí-. ¿Se te bloqueó el sistema al salir? ¿Te torció el comisario? ¿O tuviste miedo? Ten paciencia, en unos minutos estará arreglado Está bien. Me voy a ocupar de tu ATM.
– ¿Qué es eso? -preguntó Lucio receloso.
– La articulación temporo-mandibular.
La gatita se abandonó como masa de pan y luego se dejó llevar hasta la mama.
– Ya está -dijo el médico con voz arrulladora-. La ATM estaba caudal a la derecha y cefálica a la izquierda, así que no podía funcionar, obviamente, la lesión bloqueaba la succión. Ahora ya funciona. Vamos a esperar unos minutos para comprobar que todo va bien. De paso le he reequilibrado el sacro y los iliacos. Todo se debe a su nacimiento, un tanto deportivo, no se preocupen. Será más audaz, vigílenla. Aunque nada agresiva, tendrá buen carácter.
– De acuerdo, doctor -dijo Lucio, súbitamente deferente, con los ojos clavados en la gatita que mamaba con avidez.
– Siempre le gustará comer. Por estos cinco días.
– Como a Froissy -murmuró Adamsberg.
– ¿Es otra gata?
– Es una de mis agentes. Come sin parar, esconde la comida, y está delgadísima.
– Angustia -dijo el médico en tono cansino-. Habría que ver eso. Habría que ver a todo el mundo y a mí también. Aceptaría un vino o algo así -interrumpió de repente-, si no molesta a nadie. Es la hora del aperitivo. Y, aunque no lo parezca, estas cosas requieren energía.
En ese momento ya no había nada del burgués de casta que Adamsberg había visto detrás de los brazos de sus adjuntos. El médico se había aflojado la corbata y se pasaba los dedos por el pelo gris, con la expresión simple y plena de un tipo sudado que acaba de llevar a cabo un buen trabajo y que no lo tenía seguro una hora antes… Quería un trago el hombre, y esa alerta hizo reaccionar a Lucio inmediatamente.
– ¿Adónde va? -preguntó el médico mirando cómo Lucio iba directamente al seto del fondo.
– Su hija le tiene prohibido el alcohol y el tabaco. Los esconde en diferentes rincones entre los arbustos. Los cigarrillos están en doble caja de plástico, por la lluvia.
– Su hija lo sabe, claro.
– Claro.
– ¿Y él sabe que ella lo sabe?
– Claro.
– Así va el mundo, en la espiral del disimulo. ¿Qué le pasó en el brazo?
– Lo perdió en la Guerra Civil española cuando tenía nueve años.
– Pero tenía algo antes, ¿no? ¿Una herida sin cerrar? ¿Un mordisco? En fin, no sé, algo sin resolver, ¿no?
– Una cosa sin importancia -dijo Adamsberg en un susurro-. Una picadura de araña que le picaba.
– Se rascará siempre -dijo el médico en tono fatalista-. Está aquí -añadió golpeándose la frente-, grabado en las neuronas. Que siguen sin entender que el brazo ya no está. Eso atraviesa los años sin que el entendimiento pueda hacer nada.
– Entonces ¿para qué sirve el entendimiento?
– Para dar cierta seguridad a los hombres, y eso ya es mucho.
Lucio volvía con tres vasos y una botella que sujetaba con el muñón. Dispuso todo en el suelo del cobertizo, lanzó una larga mirada a la gatita pegada a la mama.
– ¿No estallará de tanto comer?
– No -dijo el médico.
Lucio sacudió la cabeza, llenó los vasos, pidió un brindis a la salud de la pequeña.
– El doctor sabía lo de tu brazo -dijo Adamsberg.
– Pues claro -dijo Lucio-. Una picadura de araña se rasca hasta el final de los finales.
12
– Ese tipo -dijo Lucio- puede que sea un as, pero no quisiera yo que me tocara la cabeza, no sea que vuelva a ponerme a mamar.
Exactamente lo que hacía en ese momento, observó Adamsberg mientras Lucio chupaba el borde del vaso con ruido de tetina. Lucio prefería de lejos beber de la botella. Había sacado los vasos para la ocasión, porque había un extraño. Hacía más de una hora que el médico se había ido, y se estaban acabando la botella en el cobertizo, vigilando la camada dormida. Lucio consideraba que tenían que acabarla porque si no, después, el vino se estropeaba. Acabar o no empezar.