– Cierra los párpados para decir «sí». ¿Sientes el pie? Estoy apretándotelo.
– Sí.
– ¿Y el otro? Te lo aprieto.
– Sí.
– ¿Ves mi mano? ¿Sabes quién soy?
– El comisario.
– Eso es, Émile. Estás herido en el vientre y en la pierna. ¿Lo recuerdas todo? ¿Te has peleado?
– Peleado no. Me han disparado. Cuatro tiros. Me han dado dos veces. Allá en la torre de aguas.
Émile tendió un brazo a la izquierda. Adamsberg escrutó la oscuridad, apagó la linterna. La torre de aguas se alzaba a un centenar de metros delante del bosque, el que Émile debió de recorrer arrastrándose hacia la valla hasta casi alcanzarla. El tirador podía volver.
– No hay tiempo de esperar una ambulancia. Vámonos inmediatamente.
Adamsberg palpó rápidamente la superficie de la espalda.
– Tienes suerte, la bala ha salido por el flanco sin tocar la columna. Traigo el coche en dos minutos. Di a tu perro que pare de gemir.
– Cierra el pico, Cupido.
Adamsberg aparcó con los faros apagados lo más cerca posible de Émile y bajó el respaldo del asiento del copiloto. Detrás, alguien había dejado una gabardina beige, seguramente la de la teniente Froissy, que siempre se vestía bastante estrictamente. La rasgó de varias cuchilladas, arrancó las mangas, cortó dos largas tiras, tropezó con los bolsillos internos y externos, llenos a rebosar. Adamsberg lo sacudió todo en la oscuridad, vio caer latas de paté, frutos secos, galletas, media botella de agua, caramelos, 25 el de vino en tetra brick y tres botellas de coñac para muñecas, como las que se encuentran en los bares de tren. Sintió compasión por la teniente, y luego gratitud. Las reservas neuróticas de Froissy iban a servir.
El perro, enmudecido, se apartó de las heridas para dejar trabajar a Adamsberg, dejándole el relevo. Adamsberg despejó rápidamente la herida ventral, limpia, puesto que la lengua de Cupido había limpiado bien los bordes, apartado la camisa, quitado la tierra.
– Ha hecho un buen trabajo, tu perro.
– La saliva de perro es antiséptica.
– No lo sabía -dijo Adamsberg rodeando las heridas con las tiras de gabardina.
– Tengo la impresión de que no sabes gran cosa.
– ¿Y tú? ¿Sabes cuántos brazos tiene Shiva? Sabía al menos que estarías aquí esta noche. Voy a llevarte, intenta no gritar.
– Me muero de sed.
– Después.
Adamsberg instaló a Émile en el coche, le estiró las piernas con precaución.
– ¿Sabes qué? -dijo-. Nos llevamos al perro.
– Sí -dijo Émile.
Adamsberg condujo sin luces durante cinco kilómetros y se detuvo sin apagar el motor en la entrada de un camino. Destapó la botella de agua, pero suspendió el gesto.
– No puedo darte de beber -dijo renunciando-. ¿Y si tuvieras el estómago agujereado?
Adamsberg embragó y salió a la carretera general.
– Tenemos 20 kilómetros antes de llegar al hospital de Châteaudun. ¿Crees que aguantarás?
– Hazme hablar, porque me da vueltas la cabeza.
– Fija la mirada hacia delante. Del tipo que te disparó ¿viste algo?
– No. Los disparos venían de detrás de la torre de aguas. Me esperaba, eso está claro. Cuatro balas, te he dicho, y sólo dos dieron en el blanco. No es un profesional. Me caí, lo oí venir corriendo. Me hice el muerto, trató de tomarme el pulso, de ver si había acabado conmigo. El hombre estaba aterrorizado, pero era capaz de meterme otras dos balas en el cuerpo para asegurarse.
– No te embales, Émile.
– Ya. Un coche se paró en el cruce y el hombre se asustó, salió disparado como una liebre. Esperé sin moverme, y me arrastré hasta la granja. No fuera que la palmara, para que Cupido no me esperara diez años. Esperar no es vida. ¿Cómo te llamas?
– Adamsberg.
– Esperar, Adamsberg, no es vida. ¿Tú ya has esperado alguna vez? ¿Has esperado mucho tiempo?
– Creo que sí.
– ¿Una mujer?
– Creo que sí.
– Pues no es vida.
– No -confirmó Adamsberg.
Émile se sobresaltó y se apoyó en la puerta.
– Ya sólo quedan once kilómetros -dijo Adamsberg.
– Habla tú, yo ya no puedo mucho.
– Quédate conmigo. Yo te hago preguntas, tú contesta sí o no. Como en el juego.
– Es al contrario -susurró Émile-. En el juego no hay que decir sí ni no.
– Tienes razón. El tipo te esperaba, está claro. ¿Habías dicho a alguien que ibas a la granja?
– No.
– ¿Sólo conocíamos el sitio el viejo Vaudel y yo?
– Sí.
– Pero ¿pudo Vaudel contar la historia del perro a alguien? ¿A su hijo, por ejemplo?
– Sí.
– No le serviría de nada matarte. Tu parte de herencia no sería suya si murieras. Lo dice el testamento.
– La furia.
– ¿Hacia ti? Seguramente. ¿Has hecho tú un testamento?
– No.
– ¿No tienes a nadie que herede? ¿No hay hijos, seguro?
– ¿No te ha confiado nada el viejo? ¿Papeles, expedientes, confesión, remordimientos?
– No. Igual te han seguido a ti también -expulsó Émile.
– Sólo lo sabía un hombre -dijo Adamsberg negando con la cabeza-. Un viejo español manco y sin coche. Y a él le dispararon hace tiempo.
– Ya sólo quedan tres kilómetros. También a ti te pudieron seguir desde el hospital de Garches. Tres coches de policía en la zona indicaban que andabas por allí. ¿Te escondiste en el hospital?
– Dos horas.
– ¿Dónde?
– En Urgencias. En la sala de espera, con todo el mundo.
– No es mala idea. ¿No viste a nadie seguirte al salir?
– No. Una moto quizá.
Adamsberg aparcó lo más cerca posible de la entrada de Urgencias, empujó los batientes de plástico amarillo, alertó a un interno agotado, sacó su carnet para acelerar el trámite. Al cabo de un cuarto de hora, Émile estaba en una camilla, con una vía en el brazo.
– No podemos quedarnos con el perro, señor -dijo una enfermera dándole la ropa de Émile metida en una bolsa.
– Lo sé -dijo Adamsberg apartando a Cupido de Émile-. Émile, escúchame bien: no aceptes ninguna visita, ni una sola. Avisaré a recepción. ¿Dónde está el cirujano?
– En el quirófano.
– Sobre todo dígale que conserve la bala que queda en la pierna.
– Un segundo -dijo Émile cuando la camilla se ponía en marcha-. Si la palmo, Vaudel me pidió una cosa si moría él.
– Ah, ¿lo ves?
– Pero sólo es una cosa de amor. Dijo que la mujer era vieja, pero que le haría ilusión de todos modos. Está cifrada, no confiaba en mí. Al morir él, yo tenía que echarla al buzón. Me hizo jurarlo.
– ¿Dónde está ese papel, Émile? ¿Y la dirección?
– En mi pantalón.
13
Las latas de paté, las galletas, el tretrabrick de vino imbebible, el coñac de muñecas, Adamsberg sólo pensaba en eso al ir hacia el parking. Un objetivo que en otro tiempo y otro lugar habría encontrado desolador, pero que en ese momento conformaba un nítido punto de belleza y de placer y focalizaba su energía. Instalado en la parte trasera del coche, dispuso las maravillas de Froissy en el asiento. Las conservas se abrían sin abrelatas, una pajita estaba pegada en el costado del cartón de vino, se podía confiar en el talento práctico de la teniente Froissy, que alcanzaba cimas en su especialidad de ingeniera de sonido. Untó el paté en una galleta, se lo metió todo en la boca, curiosa mezcla de dulce y salado. Otra para el perro, otra para él, hasta que las latas estuvieran vacías. No había problema entre el perro y él. Parecía claro que habían ido juntos a la guerra, su amistad podía prescindir de comentario y de pasado. Adamsberg perdonaba, pues, a Cupido su olor a estiércol y el que esa peste hubiera invadido el habitáculo. Le sirvió agua en el cenicero del coche y abrió el cartón de vino. El tintorro -pues no había otra palabra para designarlo- se derramó en su organismo, dibujándole al ácido todos los contornos de su sistema digestivo. Se lo bebió todo, bastante satisfecho de esa quemadura, tan verdad es que un sufrimiento leve hace que uno se sienta vivo. Tan verdad es que estaba feliz, feliz de haber encontrado a Émile antes de que éste se vaciara en la hierba acompañado por el lamento del perro. Feliz, casi eufórico, y se tomó el tiempo de admirar la perfección de las botellitas de coñac para muñecas antes de metérselas en el bolsillo.