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Medio tendido en el asiento, tan a gusto como en el salón de un hotel, marcó el número de Mordent. Danglard sólo pensaba en los pies de su tío, y quería dejar dormir a Retancourt, que llevaba dos días sin parar. Mordent, en cambio, buscaba la acción para distraerse de su abatimiento, lo que explicaba probablemente su absurda precipitación de esa mañana. Adamsberg consultó sus relojes, de los cuales sólo uno brillaba en la noche. Más o menos la una y cuarto de la madrugada. Hacía una hora y media que había encontrado a Émile, dos y media que le habían disparado.

– Espero a que se despierte, Mordent, tómese su tiempo.

– Hable, comisario, no estaba durmiendo.

Adamsberg puso la mano sobre Cupido para que cesaran sus gañidos y escuchó el ligero ruido de fondo en el teléfono. Era un ruido de mundo exterior, no de apartamento. Coches circulando, paso de un camión. Mordent no estaba en su casa. Estaba plantado en una avenida desierta en Fresnes y miraba los muros.

– Tengo a Émile Feuillant, comandante. Tiene dos balas en el cuerpo, está en el hospital. La agresión tuvo lugar antes de las once a veinte kilómetros de Châteaudun, en pleno campo. Localíceme a Pierre Vaudel, compruebe si volvió a su casa.

– Normalmente sí, comisario. Debió de llegar a Aviñón hacia las siete de la tarde.

– Pero no estamos seguros; si no, no le pediría que lo comprobara. Hágalo ahora, antes de darle tiempo a repatriarse. No por llamada telefónica, podría haberla desviado. Mande a la policía de Aviñón.

– ¿Con qué motivo?

– Vaudel sigue estando bajo vigilancia, con prohibición de abandonar el territorio.

– No gana nada matando a Émile. Según el testamento, la parte de Émile va a su madre si él muere.

– Mordent, le estoy pidiendo que lo compruebe y que me mande la información. Llámeme en cuanto la tenga.

Adamsberg sacó la ropa de Émile, extirpó el pantalón pegado de sangre, extrajo el papel del bolsillo trasero derecho, intacto. Doblado en ocho y metido hasta el fondo. La escritura era aguda y bien formada, la de Vaudel padre. Una dirección en Colonia, Kirchstrasse 34, para la señora Absten Y luego: «Bewahre unser Reich, winderstehe, auf dass es unantastbar bleibe». Seguido de una palabra incomprensible escrita en mayúsculas: КИСЕЉЕВО. Vaudel amaba a una dama alemana. Tenían una palabra para ellos solos, como hacen los adolescentes.

Adamsberg se metió el papel en el bolsillo, decepcionado. Se tumbó en el asiento y se quedó instantáneamente dormido, con apenas tiempo para sentir que Cupido se había pegado a su vientre, con la cabeza puesta sobre su mano.

14

Llamaban a la ventanilla. Fuera, un tipo con bata blanca gritaba y hacía señas. Adamsberg se incorporó sobre un codo, atontado, las rodillas doloridas.

– ¿Algún problema? -preguntaba el hombre, tenso-. ¿Es suyo este coche?

A la luz del día -Adamsberg lo constató de una ojeada-, el coche presentaba todos los aspectos de un verdadero problema. Para empezar, él, con las manos cubiertas de sangre seca, la ropa terrosa y arrugada. Luego, el perro, con el morro sucio de haber lamido heridas, el pelo pegado. El asiento delantero manchado, la ropa de Émile en un hatillo sanguinolento y, dispersos aquí y allá, latas de conserva, trozos de galleta, el cenicero vacío, el cuchillo. En el suelo, el pack de vino aplastado y el revólver. Una pocilga de criminal huido. Otro hombre de bata blanca se aproximó. Muy alto, muy moreno y a la ofensiva.

– Lo sentimos, pero tenemos que intervenir. Mi colega llama a la policía.

Adamsberg tendió la mano hacia la puerta para bajar la ventana, consultando de paso sus relojes. Casi las nueve de la mañana, hostia puta, y nada lo había despertado, ni siquiera la llamada de Mordent.

– No intente salir -previno el más alto apoyándose en la puerta.

Adamsberg sacó su carnet, lo pegó a la ventanilla, y esperó hasta que la duda se apoderara de los enfermeros. Luego bajó la ventanilla y les entregó el carnet.

– Policía -dijo-. Comisario Adamsberg, Brigada Criminal. He traído a un hombre herido de bala hacia la una y cuarto de la madrugada. Émile Feuillant. Compruébenlo.

El más bajito marcó un número de tres cifras y se alejó para hablar.

– De acuerdo -dijo-, lo confirman. Puede salir.

Adamsberg desentumeció sus rodillas y hombros en el parking, se frotó descuidadamente la chaqueta.

– Parecía que hubiera habido follón -dijo el alto repentinamente curioso-. Se encuentra usted en un estado lamentable. No podíamos adivinar.

– Lo siento. Me quedé dormido sin darme cuenta.

– Tenemos duchas y algo para desayunar si quiere. En cambio -prosiguió considerando su pinta, y posiblemente al propio Adamsberg-, para el resto no podemos hacer nada.

– Gracias. Acepto el ofrecimiento.

– Pero el perro no puede entrar.

– ¿No puedo llevármelo para lavarlo?

– Lo siento.

– Muy bien. Aparco a la sombra y voy con ustedes.

En contraste con el aire exterior, la pestilencia del coche era sobrecogedora. Adamsberg llenó de agua el cenicero, explicó a Cupido que volvería, cogió su arma y su funda. Era uno de los coches preferidos de Justin el meticuloso, de modo que ya podía limpiarlo a fondo antes de devolverlo.

– No es culpa tuya, pero apestas -dijo al perro-. Pero aquí todo apesta, y yo también. Así que tú tranquilo.

Bajo la ducha, Adamsberg se dio cuenta de que no tenía que lavar a Cupido. Olía a perro, pero también a barro de la granja y, sutilmente, a estiércol. Podía tener pegotes adheridos al pelo. Se puso la ropa sucia pero frotada lo mejor posible y se fue a la enfermería. El café esperaba en el termo, había mermelada y pan.

– Nos hemos informado -dijo el enfermero alto y moreno, que se llamaba André según la placa que llevaba en la solapa-. Aparentemente, es una fuerza de la naturaleza, había perdido mucha sangre. Estómago perforado, psoas iliaco desgarrado, pero la bala ha rozado el hueso sin romperlo. Todo ha ido bien, no hay problema a la vista. ¿Han intentado matarlo?

– Bien -dijo el enfermero con una especie de satisfacción.

– ¿En cuánto tiempo podremos transportarlo? Tengo que trasladarlo.

– ¿Algo va mal con este hospital?

– Al contrario -dijo Adamsberg acabándose el café-. Pero el que haya querido matarlo lo buscará aquí.

– Entendido -dijo André.

– Y nadie está autorizado a hacerle visitas. Ni flores, ni regalos. Que no entre nada en su habitación.

– Entendido, cuente conmigo. El gastrointestinal es mi pasillo. Supongo que el médico autorizará el traslado de aquí a un par de días. Pregunte por el doctor Lavoisier.

– ¿Lavoisier como Lavoisier?

– ¿Lo conoce?

– Si estaba en Dourdan hace tres meses, sí. Sacó a una de mis tenientes del coma.

– Acaban de destinarlo aquí de cirujano jefe. Hoy no podrá verlo, ha tenido cuatro operaciones esta noche, está descansando.

– Háblele de mí, sobre todo de Violette Retancourt, ¿lo recordará? Y dígale que cuide de este Émile y que le encuentre un sitio con toda discreción.

– Entendido -repitió el enfermero-. Se lo cuidaremos, a ese Émile. Aunque tiene pinta de ser un cabrón de cuidado.