– Lo es -confirmó Adamsberg estrechándole la mano.
Adamsberg volvió a encender su móvil en el parking. No quedaba batería. Volvió al hospital, marcó el número de la Brigada desde un teléfono público. El cabo Gardon estaba en recepción, un poco bobo, siempre diligente, con el corazón en la mano, pero no estaba hecho para el oficio.
– ¿Está Mordent por allí? Pásemelo, Gardon.
– Si me permite, comisario, tenga cuidado con él. Esta noche su hija se ha golpeado la cabeza contra la pared hasta hacerse sangre. Nada grave, pero el comandante está hecho un zombi.
– ¿A qué hora ha sucedido?
– Hacia las cuatro, creo. Me lo dijo Noël. Le paso al comandante.
– ¿Mordent? Adamsberg. ¿Me ha llamado?
– No, lo siento muchísimo, comisario -dijo Mordent con voz hueca-. Los chicos de Aviñón no querían darse prisa, la verdad es que gritaban que tenían otra cosa que hacer con dos accidentes de carretera y un tipo que se había subido a la muralla con un fusil. Desbordados.
– Joder, Mordent, haber insistido. Homicidio y toda la pesca.
– Ya lo hice, pero no me han llamado hasta las siete de la mañana, hora de la visita domiciliaria. Vaudel estaba en su casa.
– ¿Su mujer también?
– Qué le vamos a hacer, comandante, qué le vamos a hacer.
Adamsberg se fue al coche, malhumorado, abrió por completo las ventanillas y se sentó pesadamente al volante.
– A las siete -dijo al perro-; por supuesto, Vaudel habría tenido tiempo de sobra de volver a su casa. O sea que no lo sabremos nunca. Ha habido falta, Mordent no ha insistido, de eso puedes estar seguro. Tiene la cabeza en otro sitio, flotando como un globo, impulsado por los vientos de la angustia. Ha dado la instrucción a Aviñón y se ha lavado las manos. Habría debido anticiparlo, comprender que Mordent está incapacitado hasta ese punto. Incluso Estalère lo habría hecho mejor.
Cuando entró al cabo de dos horas en los locales de la Brigada con el perro en brazos, nadie lo saludó realmente. Reinaba una excitación particular que propulsaba a los agentes a través de las salas como objetos mecánicos de ritmo desajustado, se extendía un olor de sudor matinal. Se cruzaban sin verse del todo, intercambiaban palabras abreviadas, parecían evitar al comisario.
– ¿Algún acontecimiento? -preguntó a Gardon, que no parecía afectado por la perturbación.
Por lo general, las perturbaciones alcanzaban al cabo con varias horas de retraso y muy amortiguadas, igual que el viento de Bretaña viene a amainar en París.
– Eso del periódico -explicó-. Y lo del laboratorio, creo.
– Muy bien, Gardon. El coche beige, el 9, hay que mandarlo a limpiar. Pida el especiaclass="underline" sangre, barro, desorden general.
– Creo que va a haber un problema gordo.
– No pasa nada, las fundas están plastificadas.
– Hablo del perro. ¿Ha recogido un perro por ahí?
– Sí. Es un portador de estiércol.
– Pues se va a armar, con el gato. No veo cómo vamos a controlar eso.
Adamsberg se sintió casi envidioso. Gardon tenía en común con Estalère el no utilizar ninguna escala de gravedad, de ser incapaz de clasificar los elementos por orden de importancia. Y eso que el cabo había visto como los demás el revolcadero de Garches. A menos que fuera su manera de protegerse y, en ese caso, sin duda tenía razón. Razón también de preocuparse por la convivencia del perro y el gato. Pese a que el enorme y apático gato macho que vivía en la Brigada no estaba predispuesto a la acción, derretido sobre la tapa tibia de una de las fotocopiadoras. Tres veces al día y por turnos, los agentes de la Brigada, prioritariamente Retancourt, Danglard y Mercadet, este último muy sensible a la hipersomnia del gato, tenían que llevar a la bestia de once kilos hasta su plato y quedarse junto a ella mientras comía. Por esa razón habían acabado instalando una silla junto al cuenco, para que los agentes pudieran continuar su trabajo sin impacientarse ni presionar al gato.
El dispositivo había sido colocado junto a la sala de la máquina de bebidas, y sucedía a veces que hombres, mujeres y bestia bebieran juntos en el expendedor de agua. Alertado de esta deriva, el inspector divisionario Brézillon había exigido la partida inmediata del animal, en papel oficial. Cuando llevaba a cabo su visita semestral de inspección -concebida esencialmente para joder al personal, dado los resultados indiscutibles de la Brigada-, se guardaban prontamente las colchonetas que servían de catre a Mercadet, las revistas de ictiología de Voisenet, las botellas y diccionarios de griego de Danglard, las revistas pornográficas de Noël, los víveres de Froissy, la caja y el cuenco del gato, los aceites esenciales de Kernorkian, el walkman de Maurel, los cigarrillos de Retancourt, y ello hasta que el lugar se volviera perfectamente operativo e insoportable.
En esa fase de depuración, el gato planteaba un problema, maullando terriblemente en cuanto trataban de encerrarlo en un armario. Así, uno de los hombres se lo llevaba al patio trasero y esperaba, en uno de los coches, a que se fuera Brézillon. Por fortuna, Adamsberg se había negado por adelantado a hacer desaparecer las grandes cuernas de ciervo que yacían en el suelo de su despacho, arguyendo que se trataba de la pieza clave de una investigación2. A medida que pasaba el tiempo, tres años desde que los veintiocho agentes estaban instalados en los locales, la operación de camuflaje resultaba cada vez más larga y ardua. La presencia de Cupido no arreglaba las cosas, pero en principio estaba allí sólo a título provisional.
Ver, de la misma autora, La tercera virgen (Siruela, 2008).
15
Sólo cuando Adamsberg estuvo en el centro los demás repararon realmente en su ropa sucia, sus mejillas barbudas, el perrillo lleno de pegotes en sus brazos. Un círculo desordenado de sillas se organizó espontáneamente en torno a él. El comisario resumió la noche: Émile, la granja, el hospital, el perro.
– ¿Usted sabía adónde iba, y me dejó correr? -protestó Retancourt.
– No recordé lo del perro hasta mucho después -mintió Adamsberg-. Después de la visita del médico de Vaudel.
Retancourt hizo un ademán de cabeza que indicaba que no se lo creía.
– ¿Qué información da el médico? -preguntó Justin con su vocecilla atiplada.
– De momento no nos dice más sobre Vaudel que nosotros sobre el crimen. Batalla del secreto profesional, nuestras posiciones no se mueven.
– Si se acaba el secreto, batalla terminada -dijo Kernorkian con voz inaudible.
– El médico afirma de todos modos que Vaudel tenía enemigos, pero seguramente imaginarios. Sabe más de lo que dice. El hombre sabe de su oficio, es capaz de recolocar una mandíbula para que vuelva a mamar.
– ¿A Vaudel?
Adamsberg no tuvo ganas de mirar a Estalère, a veces parecía que el cabo lo hacía a propósito. Pero lanzó una mirada a Maurel, que tomaba notas rápidamente en su libreta. Se había enterado de que Maurel apuntaba las meteduras de pata de Estalère para hacer un florilegio, manía que a Adamsberg no le parecía inocente. Maurel sorprendió su mirada y cerró la libreta.
– ¿Se ha comprobado que Pierre hijo estaba en Aviñón en el momento de la agresión a Émile? -preguntó Voisenet.
– De eso se ha encargado Mordent. Pero la pasma de Aviñón se lo ha tomado con pachorra y han llegado tarde.
– Mierda, habría que haber insistido.
– Ha insistido -interrumpió Adamsberg en defensa de Mordent y de su cabeza-globo perdida por los aires-. ¿Dice Gardon que hay resultados del laboratorio?
Danglard se levantó automáticamente. La memoria, el saber y el espíritu sintético del comandante lo predisponían para hacer los resúmenes de los informes científicos. Un Danglard casi erguido, con casi buena cara, la expresión casi animada, regenerado por su segunda inmersión en el clima británico.