– Lo sabe de sobra -dijo con voz hastiada.
17
El doctor Lavoisier escrutaba a su paciente con aire severo, como si le reprochara ese desatino. Porque este violento acceso de fiebre no estaba programado. Una inflamación del peritoneo que mermaba gravemente sus posibilidades de curación. Antibióticos en altas dosis, cambio de sábanas cada dos horas. El médico dio varias veces palmadas en las mejillas a Émile.
– Abra los ojos, hombre, tiene que aferrarse.
Émile obedeció con dificultad y miró al hombrecillo de blanco, silueta oronda un poco confusa.
– Doctor Lavoisier, como Lavoisier, simplemente -se presentó el médico-. Mantenga el rumbo -dijo dándole de nuevo palmadas en la mejilla-. ¿Se ha tragado algo a escondidas? ¿Alguna bola de papel, alguna prueba?
Émile sacudió la cabeza de izquierda a derecha. Negativo.
– Ya está bien de bromas. Me importa un rábano a lo que se dedique usted. A mí lo que me interesa es su estómago, no usted. ¿Se entera? Puede haber degollado a sus ocho abuelitas, eso no cambiaría nada del problema que tengo con su estómago. ¿Entiende el punto de vista? Pieza suelta en cierto modo. Bueno, ¿qué? ¿Se ha tragado algo?
– Vino -susurró Émile.
– ¿Cuánto?
Émile hizo un gesto con el pulgar y el índice que significaba aproximadamente cinco centímetros.
– Será el doble o el triple, ¿no? -dijo Lavoisier-. Al menos ya está claro, eso me ayudará. Porque a mí, ya lo ve, me importa un rábano que mame. Pero no ahora. ¿De dónde ha sacado ese vino? ¿De debajo de la cama de algún coinquilino?
Nuevo signo negativo, esta vez ofendido.
– No bebo tanto. Pero me venía bien, para agitarme la sangre.
– Ah, ¿eso cree? Pero ¿de dónde sale usted, vamos a ver?
– Alguien me lo dijo.
– ¿Quién? ¿Su compañero? ¿El de la úlcera?
– No me lo habría creído, es demasiado gilipollas.
– Es verdad, es demasiado gilipollas -reconoció Lavoisier-. Entonces ¿quién?
– Bata blanca.
– Imposible.
– Bata blanca, con mascarilla.
– Ningún médico lleva mascarilla en este piso. Ni enfermero, ni camillero.
– Bata blanca. Me hizo beber.
Lavoisier cerró el puño y recordó las estrictas consignas de Adamsberg.
– De acuerdo -dijo levantándose-. Llamo a su amigo el madero.
– El madero -dijo Émile tendiendo la mano-. Si palmo, no lo he dicho todo.
– ¿Quiere que le transmita un mensaje? ¿A Adamsberg?
– Sí.
– Diga. Tómese su tiempo.
– La palabra cifrada. También en una tarjeta postal. Igual.
– De acuerdo -dijo Lavoisier inscribiendo sus palabras en la hoja de temperatura-. ¿Eso es todo?
– El perro cuidado.
– ¿Cuidado con qué?
– Alérgico al pimiento.
– ¿Eso es todo?
– Sí.
– No se atormente. Le diré todo esto.
Una vez en el pasillo, Lavoisier llamó al moreno alto -André- y al bajito -Guillaume.
– A partir de ahora, se relevarán delante de su puerta por turnos sin interrupción. Un hijo de puta le ha hecho ingerir algo mezclado con el vino. Una bata blanca, una mascarilla, así de fácil. Lavado de estómago inmediato, avise al anestesista y al doctor Venieux. O cuela o se jode la cosa.
18
Danglard había pedido quedarse a solas con Adamsberg en el café. Estaba reuniendo los periódicos diseminados por la mesa. El más explícito publicaba una foto del asesino en primera plana, un moreno de rostro anguloso, cejas pobladas que formaban una sola barra a través de la frente, tabique nasal preciso, barbilla huidiza, ojos grandes, sin luz: «El monstruo despedaza el cuerpo de su víctima».
– ¿Por qué no me lo dijo cuando llegué? -preguntó Adamsberg-. Lo del ADN, lo de la filtración a la prensa…
– Esperábamos el último minuto -dijo Danglard torciendo el gesto-. Teníamos la esperanza de echar el guante al asesino en lugar de anunciarle a usted este naufragio.
– ¿Por qué ha pedido a los demás que se vayan?
– La filtración viene de la Brigada, no del laboratorio ni del archivo. Lea el artículo, hay detalles que sólo conocíamos nosotros. Lo único que no publican, y por los pelos, es la dirección del asesino.
– ¿Dónde es?
– En París, calle Orderer 182, en el 18. No lo localizamos hasta las once. El equipo salió inmediatamente. Por supuesto, ya no había nadie en el piso.
Adamsberg alzó las cejas.
– Allí vive Weill, en el 182.
– ¿Nuestro Weill? ¿El inspector de división?
– El mismo.
– ¿Qué opina? ¿Que el asesino lo hizo a propósito? ¿Que le hacía gracia vivir a dos pasos de un madero?
– Incluso rozar el peligro, relacionarse con Weill. Es fáciclass="underline" Weill hace mesa abierta en su casa los miércoles, de alta calidad y muy frecuentada.
Weill era, si no un amigo, al menos uno de los pocos protectores de Adamsberg en el Quai des Orfèvres [2]. Había abandonado el terreno so pretexto de dolores de espalda agravados por el sobrepeso, en realidad porque necesitaba tiempo para dedicarse al arte del cartel en el siglo XX, del que se había convertido en experto mundial. Adamsberg iba a cenar a su casa dos o tres veces al año, bien fuera para resolver algún asunto, o para escucharlo glosar, tendido en un canapé raído que había pertenecido a Lampe, el ayuda de cámara de Emmanuel Kant. Weill le contó que, cuando Lampe se quiso casar, Kant lo echó, con su canapé, y colgó este mensaje en la pared: «Recuerda olvidar a Lampe». A Adamsberg lo dejó asombrado, porque él habría escrito más bien: «Recuerda no olvidar a Lampe».
Puso la mano sobre la foto del joven, con los dedos separados, como para retenerlo.
– ¿Nada en su piso?
– Nada, evidentemente. Ha tenido todo el tiempo de largarse.
– En cuanto salieron las noticias de la mañana.
– Quizá antes. Alguien pudo llamarlo y decirle que se fuera. En ese caso, la publicación en la prensa serviría sólo para cubrir la operación.
– ¿Qué es lo que supone? ¿Que el tipo tiene un hermano, un primo, una amante entre nosotros? Es absurdo. ¿Un tío? ¿Otro tío?
– No es necesario llegar tan lejos. Alguno de nosotros habrá hablado a alguien que a su vez habrá hablado a alguien. Garches es una historia dura, uno siente necesidad de desahogarse.
– Suponiendo que fuera verdad, ¿para qué dar el nombre del tipo?
– Porque se llama Louvois. Armel Guillaume François Louvois. Tiene gracia.
– ¿Qué es lo que tiene gracia, Danglard?
– El nombre, François Louvois, como el marqués de Louvois.
– ¿Qué tiene que ver, Danglard? ¿Era un asesino?
– Necesariamente. Fue el gran reorganizador de los ejércitos de Luis XIV.
Danglard había soltado el periódico, y sus manos blandas danzaron en el espacio, revoloteando por los aires del saber.
– Y un diplomático devastador y brutal. A él se deben las dragonadas contra los hugonotes, que no es moco de pavo.
– Francamente, Danglard -interrumpió Adamsberg poniéndole una mano en el brazo-, me asombraría que uno solo de nosotros supiera algo sobre ese François Louvois y que, además, le encuentre gracia.
Danglard suspendió la danza, y su mano volvió a posarse, decepcionada, sobre el periódico.
– Lea el artículo.
Tras la llamada preocupada de un jardinero, los policías de la Brigada Criminal del comisario Jean-Baptiste Adamsberg penetraron el domingo por la mañana en una apacible casa de Garches para descubrir el cuerpo atrozmente mutilado del propietario, Pierre Vaudel, periodista jubilado de setenta y ocho años. Todavía conmocionados, sus vecinos declaran no entender el móvil de la agresión bestial de que el hombre fue víctima. Según nuestras informaciones, el cuerpo de Pierre Vaudel habría sido desmembrado y, colmo del horror, machacado y dispersado por la casa, transformada en teatro sangriento. Los investigadores descubrieron rápidamente indicios susceptibles de identificar al maniaco homicida, entre otros un pañuelo de papel. El análisis del ADN realizado en el plazo más breve dio el nombre del presunto asesino. Se trataría de Armel Guillaume François Louvois, veintinueve años, joyero. El hombre estaba fichado por un delito de agresión sexual colectiva a dos menores cometido hace doce años con otros tres cómplices.