– De verdad. Pero ¿qué son unas cuantas fotos? Dicen que una vez, en Francia, un tipo quiso comerse un armario de madera.
– ¿Qué dice? -preguntó Adamsberg al ver las cejas de Radstock fruncirse.
– Dice que en Francia un tipo quiso comerse su armario de madera. Cosa que llevó a cabo, por cierto, en unos meses, con la ayuda intermitente de dos o tres amigos.
– Eso sí que es una rareza, ¿eh, Dánglerd?
– Totalmente. Ocurrió a principios del siglo XX.
– Es normal -dijo Estalère, que solía elegir mal sus palabras o sus pensamientos-. Sé que un hombre se comió un avión, y eso le llevó sólo un año. Un avión pequeño.
Radstock sacudió la cabeza con cierta gravedad. Adamsberg había notado en él una afición por las enunciaciones solemnes. A veces elaboraba largas frases que, por su tono, hablaban de la humanidad y de su devenir, del bien y del mal, del ángel y del demonio.
– Hay cosas -dijo Radstock mientras Danglard hacía la traducción simultánea- que el hombre no es apto para concebir hasta que otro hombre tiene la idea peregrina de realizarlas. Pero, una vez que se han llevado a cabo, ya sean buenas o malas, entran en el patrimonio de la humanidad. Utilizables, reproducibles, incluso superables. El hombre que se comió el armario posibilita que otro se coma un avión. Así va revelándose poco a poco el gran continente desconocido de la demencia, como un mapa que crece a medida que avanzan las exploraciones. Progresamos sin visibilidad, contando sólo con la experiencia; es lo que siempre he dicho a mis chicos. Así, Lord Clyde-Fox está quitándose los zapatos y volviéndoselos a poner, y ya lleva no sé cuántas veces. Y no se sabe por qué. Cuando se sepa, otro podrá hacer lo mismo. ¡Eh, Clyde-Fox! -exclamó el viejo policía aproximándose al lord-, ¿algún problema?
– Eh, Radstock -contestó éste con voz muy suave.
Los dos hombres se hicieron una seña familiar, dos habituales de la noche, expertos que no tenían nada que ocultarse. Clyde-Fox posó un pie en el calcetín tirado en la acera, con el zapato en la mano, escrutando intensamente su interior.
– ¿Algún problema? -repitió Radstock.
– Ya lo creo. Vaya a verlo usted mismo si tiene agallas.
– ¿Dónde?
– En la entrada del antiguo cementerio de Highgate.
– No me gusta que nadie ande husmeando por allí -protestó Radstock-. ¿Qué hacía usted allí?
– Una exploración de límite en compañía de amigos selectos -dijo el lord señalando con el pulgar a su compañero del cigarro-. Entre el miedo y la razón. Yo conozco el sitio como la palma de mi mano, pero él quería verlo. Ojo -añadió Clyde-Fox-, que aquí el camarada está curda perdido y es rápido como un elfo. Ya ha tumbado a dos en el pub. Profesor de danza cubana. Nervioso. De fuera.
Lord Clyde-Fox volvió a sacudir el zapato en el aire y se lo puso de nuevo, antes de quitarse el otro.
– Muy bien, Clyde-Fox. Pero ¿y sus zapatos? ¿Los quiere vaciar?
– No, Radstock. Los quiero controlar.
El hombre de Cuba soltó una frase en español que parecía decir que estaba harto y que se las piraba. El lord le hizo una seña indiferente.
– En su opinión -prosiguió Clyde-Fox-, ¿qué puede ponerse en unos zapatos?
– Pies -intervino Estalère.
– Exactamente -dijo Clyde-Fox lanzando una mirada de aprobación al joven cabo-. Y más vale comprobar que son los pies de uno los que están en sus propios zapatos. Radstock, si me da luz con la linterna a lo mejor puedo acabar de una vez con este asunto.
– ¿Qué quiere que le diga?
– Si ve algo dentro.
Mientras Clyde-Fox sostenía en alto sus zapatos, Radstock los inspeccionó metódicamente por dentro. Adamsberg, olvidado, daba vueltas a paso lento alrededor de ellos. Imaginaba al tipo masticando su armario, pedazo a pedazo, durante meses. Se preguntaba si preferiría comerse un armario o un avión, o las fotos de su madre. ¿U otra cosa? Otra cosa que dibujara un nuevo trozo del continente desconocido de la demencia descrito por el superintendente.
– Nada.
– ¿Está seguro?
– Sí.
– Bien -dijo Clyde-Fox volviéndose a calzar-. Es un asunto feo. Haga su trabajo, Radstock, vaya a ver eso. En la entrada. Es un montón de zapatos viejos puestos allí en la acera. Prepare su arma. Habrá unos veinte quizá, es imposible que no los vea.
– No es mi trabajo, Clyde-Fox.
– Por supuesto que sí. Están alineados cuidadosamente, con las puntas hacia el cementerio, como si quisieran entrar allí. Le hablo, naturalmente, de la verja principal.
– El antiguo cementerio está vigilado por las noches. Cerrado a los hombres y a los zapatos de los hombres.
– Pues quieren entrar igualmente, y toda su actitud es muy desagradable. Vaya a verlos, haga su trabajo.
– Clyde-Fox, me importa un pito que sus zapatos viejos quieran entrar allí.
– Hace mal, Radstock. Porque tienen pies dentro.
Hubo un silencio, una onda de choque desagradable. Un leve quejido salió de la garganta de Estalère, Danglard cruzó los brazos. Adamsberg detuvo sus pasos y alzó la cabeza.
– Joder -susurró Danglard.
– ¿Qué dice?
– Dice que unos zapatos viejos quieren entrar en el antiguo cementerio. Dice que Radstock hace mal no queriendo ir a verlos, porque tienen pies dentro.
– Tranquilo, Dánglerd -interrumpió Radstock-. Está borracho. Tranquilo, Clyde-Fox, está usted borracho. Vuelva a su casa.
– Tienen pies dentro, Radstock -repitió el lord con voz pausada para indicar que se mantenía estable en su línea divisoria-. Cercenados a la altura de los tobillos. Y esos pies están tratando de entrar allí.
– Vale, están intentando entrar.
Lord Clyde-Fox se peinó cuidadosamente, señal de su inminente partida. El haber confiado a otro su problema parecía haberlo devuelto a la vida normal.
– Cuente con zapatos bastante viejos -añadió-, veinte o quince años de edad a lo mejor. Hombres, mujeres.
– Pero ¿y los pies? -preguntó Danglard con discreción-. ¿Están en estado de esqueleto?
– Let down. Está borracho, Dánglerd.
– No -dijo Clyde-Fox guardándose el peine sin hacer caso al superintendente-. Los pies están casi intactos.
– Y tratando de entrar allí -acabó Radstock.
– Precisamente, old man.
3
Radstock refunfuñaba en voz baja y constante, con las manos aferradas al volante, mientras los llevaba a todo gas hacia el antiguo cementerio del suburbio norte de Londres. Tenían que cruzarse con Clyde-Fox. Ese chalado tenía que comprobar que no se le había metido ningún pie en sus zapatos. Y allí estaban ellos, dirigiéndose hacia Highgate porque el lord se había caído de su línea divisoria y había tenido una visión. No habría zapatos delante del cementerio, igual que no había pies en los de Clyde-Fox.
Pero Radstock no quería ir solo. No, y menos a pocos meses de la jubilación. Le había costado convencer al amable Dánglerd de que lo acompañara, como si al comandante le repugnara la expedición. Pero ¿cómo iba a saber el francés algo sobre Highgate? En cambio, ningún problema con Adamsberg, a quien ese rodeo no molestaba en absoluto. El comisario parecía deambular en un estado de duermevela apacible y conciliador, hasta el punto de que cabía preguntarse si su oficio mismo captaba su atención. Por el contrario, los ojos de su joven adjunto, pegados a la ventanilla, se agrandaban sobre Londres. En opinión de Radstock, ese Estalère era casi cretino, y le extrañaba que se hubiera autorizado su presencia en el coloquio.
– ¿Por qué no ha enviado a dos de sus hombres? -preguntó Danglard, que seguía con expresión de disgusto.
– No puedo desplazar a un equipo para una visión de Clyde-Fox, Dánglerd. No deja de ser un hombre que quiso comerse las fotos de su madre. Y no queda más remedio que ir a comprobar, ¿o sí?