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– Yo también soy convencido -murmuró Adamsberg.

Bebió un sorbo de café, grabando la imagen del desollado y sus zonas negras, la cabeza, el cuello, el hígado, una copia casi conforme a su propio esquema. El rostro del comisario reapareció.

– Esa frau Abster, envíeme su dirección, voy a visitarla a Colonia.

– En ese caso, podría llevarle la carta de su amigo Vaudel.

– En efecto, sería amable.

– Le envío una copia. Trátela con cuidado al anunciarle la muerte. Quiero decir que no es necesario darle los detalles del crimen.

– Siempre trato con cuidado, comisario.

– El Serquecher -repitió varias veces Adamsberg, pensativo, cuando finalizó la conferencia-. Armel Louvois, el Serquecher.

– Zerquetscher -rectificó Danglard.

– ¿Qué opina de su pinta? -preguntó Adamsberg alcanzando el periódico que Danglard había dejado en la mesa.

– Una foto de identidad fija los rasgos en una pose rígida -dijo Froissy, respetuosa de la ética que prohibía cualquier comentario acerca del físico de los sospechosos.

– Es verdad, Froissy, está fijo, rígido.

– Porque mira el aparato sin moverse.

– Lo cual le da cara de cretino -dijo Danglard.

– Pero ¿qué más? ¿Se ve el peligro en sus rasgos? ¿El miedo? Lamarre, ¿le gustaría cruzarse con él en un pasillo?

– Negativo, comisario.

Estalère cogió el periódico y se concentró. Luego renunció y lo devolvió a Adamsberg.

– ¿Qué? -preguntó el comisario.

– No encuentro ninguna idea. Lo encuentro normal.

Adamsberg sonrió y puso su taza en la bandeja.

– Voy a ver al médico -dijo-. Y a los enemigos imaginarios de Vaudel.

Adamsberg consultó sus relojes, desfasados uno respecto al otro, y la media de las horas le dijo que disponía de un poco de tiempo. Levantó a Cupido, que tenía un aspecto curioso desde que Kernorkian le cortara unas mechas para tomar muestras de estiércol, y atravesó la sala en dirección al gato de encima de la fotocopiadora. Adamsberg los presentó, explicó que el perro estaba allí a título provisional, a menos que su amo muriera por culpa de un cabronazo que le había envenenado la sangre. La Bola desplegó parcialmente su enorme cuerpo redondo, prestó poca atención al animal agitado que lamía los relojes de Adamsberg. Y volvió a poner su cabezota sobre la tapa tibia, indicando que, mientras siguieran llevándolo hasta el cuenco y le dejaran la fotocopiadora, la situación lo dejaba indiferente. Siempre y cuando, claro, Retancourt no se enamoriscara de ese perro. Retancourt era suya, y la quería.

20

Delante del portal, Adamsberg cobró consciencia de que no había memorizado el nombre del médico de Vaudel, a pesar de que el tipo había salvado a la gatita y habían brindado juntos en el cobertizo. Encontró la placa atornillada en la pared: Dr. Paul de Josselin Cressent, osteópata somatópata, y se hizo una idea más precisa de su desdén por los tenientes que le habían impedido el paso con simples brazos.

El portero miraba la televisión, encogido en una silla de ruedas, tapado con mantas, el pelo gris y largo, el bigote sucio. No lo miró, no porque quisiera ser desagradable, sino que, al igual que Adamsberg, parecía incapaz de mirar la película y hacer caso a un visitante al mismo tiempo.

– El doctor ha salido para una ciática -dijo al final-. Estará aquí en un cuarto de hora.

– ¿Se ocupa también de usted?

– Sí. Tiene oro en los dedos.

– ¿Se ocupó de usted en la noche del sábado al domingo?

– ¿Es importante?

– Se lo ruego.

El portero pidió unos minutos porque el folletín se acababa, y abandonó la pantalla sin apagar.

– Me caí al acostarme -dijo enseñando la pierna-. Pude arrastrarme hasta el teléfono.

– ¿Pero lo llamó usted al cabo de dos horas?

– Ya le pedí perdón. Se me estaba poniendo la rodilla como un melón. Ya le pedí perdón.

– El doctor dice que se llama usted Francisco.

– Francisco, exactamente.

– Pero necesito su nombre completo.

– No es que me moleste, pero ¿por qué le interesa?

– Uno de los pacientes del doctor Josselin ha sido asesinado. Debemos apuntarlo todo, es nuestra obligación.

– Ya, el curro.

– Eso es. Sólo apuntaré su nombre -dijo Adamsberg sacando su libreta.

– Francisco Delfino Vinicius Villalonga Franco da Silva.

– Bueno -dijo Adamsberg, que no había tenido tiempo de escribirlo todo-. Lo siento, no sé español. ¿Dónde se acaba su nombre y dónde empieza su apellido?

– No es español, es portugués -dijo tras un rudo chasquido de mandíbulas-. Soy brasileño, mis padres fueron deportados bajo la dictadura de esos hijos de puta que Dios los condene, y nunca más los volvieron a encontrar.

– Lo siento.

– Usted no tiene la culpa. Si no es un hijo de puta. El apellido es Villalonga Franco da Silva. El doctor está en el sexto piso. Hay un salón en el rellano y lo necesario para esperar. Si pudiera, me iría a vivir allí.

El rellano del segundo piso era tan amplio como una entrada. El doctor había instalado allí una mesa baja y sillones, revistas y libros, una lámpara antigua y una máquina de agua. Un hombre refinado, con un toque de ostentación. Adamsberg se instaló para esperar al hombre de los dedos de oro y llamó sucesivamente al hospital de Châteaudun -con aprensión-, al equipo de Retancourt -sin esperanza- y al de Voisenet, sin dejar de evacuar los feos pensamientos del comandante Danglard.

El doctor Lavoisier había ganado un punto de optimismo -«se aferra a la vida»-, la temperatura había bajado un grado, el estómago había soportado el lavado, el paciente había preguntado si el comisario había encontrado la tarjeta postal con la palabra -«parece obsesionado con eso».

– Dígale que estamos buscando la postal -respondió Adamsberg-, que todo bien en lo que respecta al perro, que se han tomado muestras del estiércol y que todo sigue a pedir de boca.

Mensaje cifrado, estimó el doctor Lavoisier anotando cada palabra, lo transmitiría, no era asunto suyo. La pasma tenía sus métodos. Con esa inflamación, el estómago perforado tenía que aguantar el tirón, y no era cosa fácil.

Retancourt estaba relajada, casi risueña, pese a que todo indicaba que Armel Louvois no volvería a poner los pies en su casa y que incluso se había largado a las seis de la mañana. La portera lo había visto irse con una mochila. En lugar de su amable intercambio cotidiano, el joven había pasado dirigiéndole una seña rápida con la mano. Tomaba un tren probablemente. Weill no podía confirmar nada, dado que no se levantaba hasta la honorable hora meridiana. Tenía afecto a su joven vecino y, muy disgustado por la noticia del crimen, se había cerrado en banda, casi enfadado, y no daba más que informaciones inútiles. Anormalmente, Retancourt no se sentía afectada por esas malas noticias. Era posible que Weill, enólogo de gran renombre, hubiera ido a distraer a los policías llevándoles vino de la mejor añada en copas cinceladas. Con Weill, que mandaba hacer sus trajes a medida, debido a su fortuna, su esnobismo y a la forma única de su cuerpo en forma de peonza, todo era posible, incluida la corrupción de un equipo de maderos apostados en vigilancia, lo cual le habría producido un indudable placer paradójico. Retancourt no parecía plenamente consciente de que acechaba en el domicilio de un demente, del Zerquetscher, que había transformado a un anciano en papilla, como si la indulgencia de Weill por su vecino hubiera apagado su estado de alerta.

– Avise a Weill -dijo Adamsberg- de que ha destrozado a otro hombre en Austria.

El equipo Voisenet-Kemorkian, de regreso, estaba exhausto. Raymond Réal, el padre del artista, tardó diez minutos en aceptar soltar el fusil y dejarlos entrar en su semisótano de tres habitaciones en Survilliers. Sí, estaba al corriente, y sí, bendecía al vengador que había aplastado al crápula de Vaudel, y Dios quisiera que la pasma no le echara el guante nunca. Los periódicos habían salido a tiempo para que se les escapara de las manos, y era una bendición. Vaudel tenía al menos dos cadáveres en la conciencia, el de su hijo y el de su mujer, que nadie lo olvidara nunca. ¿Si sabía quién había matado a Vaudel? ¿Si sabía dónde estaban sus dos hijos? Pero ¿qué se creían los maderos? ¿Que iba a darles la menor indicación para ayudarlos? Pero ¿en qué mundo vivían? Kernorkian había mascullado: «En uno de mierda», y esa confesión había calmado un poco al hombre.