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– A decir verdad -explicó Voisenet- no nos ha dejado tiempo para expresarnos. Comprenda que el fusil estaba en la mesa. Uno de perdigones, vale, pero preparado para disparar. Es enorme, tiene tres perros, y su guarida (no veo otra palabra para definirla) está llena de motores, de baterías y de fotos de caza.

– ¿No tiene ningún detalle sobre los otros hijos?

– Respondió textualmente: «El mayor está en la Legión, el segundo es camionero, Múnich-Ámsterdam-Rungis, así que apáñenselas». Y entonces exigió que nos fuéramos inmediatamente, porque «cuando están ustedes aquí apesta». Y en eso tenía razón -añadió Voisenet-, porque Kernorkian cortó los mechones al perro.

Adamsberg estiraba al mismo tiempo el brazo debajo de la mesa de vidrio para recoger una cosa perdida por uno de los pacientes del doctor Josselin, un corazoncito de espuma envuelto en seda roja de los que se pueden estrujar con la mano para descargar los nervios. Mientras llamaba a Gardon, lo lanzó con los dedos encima de la mesa y lo miró girar. Al tercer intento, lo hizo piruetear durante quince segundos. El objetivo, decidió, era que las letras que llevaba impresas en la cara -Love- se presentaran en el sentido correcto cuando se parara. Lo consiguió a la sexta tentativa, mientras pedía a Gardon que extrajera todas las postales de las cosas del viejo Vaudel. El cabo le leyó el mensaje de la policía de Aviñón: Pierre Vaudel estaba en el tribunal esa tarde preparando un informe. Información no comprobada. Había vuelto a casa a las 19:12. Notable protegido, concluyó Adamsberg. Colgó y lanzó el corazón de espuma en la mesa, contando las vueltas. El Zerquetscher estaba de camino, pero ¿hacia quién?

– Se ha escapado, ¿verdad?

Adamsberg se levantó lentamente, cansado, y estrechó la mano al médico.

– No le he oído llegar.

– No pasa nada -contestó Josselin mientras abría la puerta-. ¿Cómo está la pequeña Charme? La gatita que no mamaba -precisó al entender que Adamsberg ya no ubicaba el nombre.

– Supongo que bien. No he vuelto a pasar por casa desde ayer.

– Con esa prensa escandalosa, lo entiendo. Aun así, deme noticias, ¿quiere?

– ¿Ahora?

– Es importante hacer un seguimiento de los pacientes durante los tres días consecutivos al tratamiento. ¿No le parecerá descortés si le pido que me acompañe a la cocina? No esperaba su visita, y necesito restaurarme. Quizá no haya comido usted tampoco. Seguro que no, ¿verdad? En cuyo caso podríamos compartir algo, sin ceremonias, ¿verdad?

Con mucho gusto, pensó Adamsberg, que buscaba el tono adecuado para contestar a Paul de Josselin. Los tipos que decían constantemente «¿verdad?» lo desconcertaban siempre un poco en los primeros encuentros. Mientras el médico se deshacía de su chaqueta del traje y se ponía otra vieja de punto, Adamsberg hizo una llamada rápida a Lucio, que quedó muy sorprendido de que se interesara por Charme. La gata estaba bien, recuperando fuerzas, Adamsberg transmitió el mensaje, y Josselin chasqueó los dedos satisfecho.

Las apariencias engañan, dice el refrán. Rara vez Adamsberg había sido invitado por un desconocido con tanta naturalidad y hospitalidad. El doctor había abandonado su desprecio ambiguo como había dejado su chaqueta en el perchero, había puesto la mesa desordenadamente, con los tenedores a la derecha y los cuchillos a la izquierda, había mezclado una ensalada con virutas de queso y nueces, había cortado unas lonchas de cerdo ahumado, había dispuesto en los platos dos bolas de arroz y una de puré de higos hechas con una cuchara de las de hacer bolas de helado prestamente engrasada con la punta del índice. Adamsberg lo miraba moverse, fascinado. El doctor se deslizaba como un patinador del armario de la cocina a la mesa, empleando con gracia sus enormes manos, un espectáculo hecho de destreza, delicadeza, precisión. El comisario habría podido mirar sus evoluciones mucho rato, como bajo el hechizo de un bailarín que sabe llevar a cabo los movimientos de los que uno es incapaz. Pero Josselin no tardó ni diez minutos en prepararlo todo. Y examinó con ojo crítico la botella de vino abierta en la encimera.

– No -dijo volviéndola a dejar-. Para una vez que tengo invitados, sería una lástima.

Se zambulló bajo el fregadero, pasó revista a las provisiones y se levantó de un brinco ágil, mostrando la etiqueta de la nueva botella a su huésped.

– Mucho mejor, ¿verdad? Pero beber esto solo es como organizar una fiesta solo, tiene algo patético, ¿verdad? El sabor de un buen vino se revela en el contacto con otras personas. ¿Me acompañará?

Se sentó con un suspiro satisfecho y se metió de un gesto común la servilleta en el cuello de la camisa, como cualquier hijo de vecino. A los diez minutos, la conversación ya era tan fluida como sus gestos de médico.

– El portero lo tiene por mago -dijo Adamsberg-. Un sanador, un hombre con dedos de oro.

– En absoluto -dijo Josselin con la boca llena-. A Francisco le gusta creer en algo que se le escapa, y es comprensible, dado que sus padres fueron deportados cuando la dictadura.

– Por esos hijos de puta que dios los condene.

– Exactamente. Dedico mucho tiempo a reducir su trauma, le salta el fusible cada dos por tres.

– ¿Tiene un fusible?

– Todo el mundo tiene, incluso varios. A él le salta el F3. Como medida de seguridad, igual que en la red eléctrica. Todo eso es ciencia, comisario. Estructura, disposiciones, redes, circuitos, conexiones. Huesos, órganos, elementos conectares, el cuerpo funciona, ¿comprende?

– No.

– Mire esta caldera -dijo Josselin señalando el aparato de la pared-. Una caldera no es una suma de elementos separados, caja, llegada del agua, ajuste de agua, juntas, quemador, válvula de seguridad. No, es un conjunto sinérgico. Si el ajuste de agua se ensucia, la válvula de seguridad salta y el quemador se apaga, ¿entiende? Todo va junto, el movimiento de cada elemento depende del de los demás. Si usted se tuerce un pie, la otra pierna queda en falso, la espalda bascula, el cuello reacciona, duele la cabeza, se retrae el estómago, se pierde apetito, se vuelve más lenta la acción, llega la ansiedad, saltan los fusibles. Se lo estoy simplificando.

– ¿Por qué a Francisco le salta el fusible?

– Zona bloqueada -dijo el médico apuntándose con el dedo a la parte trasera de la cabeza-. Es donde está su padre. La casilla está cerrada, el basioccipital no se mueve. ¿Más ensalada?

El médico sirvió a Adamsberg sin esperar la respuesta y le llenó el vaso.

– ¿Y Émile?

– La madre -dijo el médico masticando con ruido y señalándose el otro lado de la cabeza-. Sentimiento agudo de injusticia. Por eso pega. Ahora ya casi no.

– ¿Y Vaudel?

– Ya estamos.

– Sí.

– Ahora que la prensa ha dado los detalles, no hay secreto policial que valga. Infórmeme. Vaudel fue atrozmente despedazado, es lo que se entiende. Pero ¿cómo, por qué, qué quería el asesino? ¿Han entendido la lógica del ritual?

– No, un miedo infinito, una ira que no se extingue. Un sistema, seguramente, pero un sistema desconocido.

Adamsberg sacó su libreta y dibujó el cuerpo y los puntos de focalización del asesino.