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– Muy bueno -dijo el médico-. Yo no sé dibujar ni un pato.

– Es difícil un pato.

– Venga, dibújeme uno. No crea que no pienso en el sistema mientras tanto.

– ¿Un pato cómo? ¿En vuelo, en reposo, zambulléndose?

– Espere -dijo el médico levantándose-, voy a buscar un papel mejor.

Apartó los platos y puso unas hojas en blanco delante de Adamsberg.

– Un pato en vuelo.

^¿ Macho, hembra?

– Los dos, si puede.

Luego Josselin pidió sucesivamente una costa rocosa, una mujer pensativa y un Giacometti si podía ser. Agitaba los dibujos acabados para secar la tinta y los ponía bajo la lámpara.

– Esto sí son dedos de oro, comisario. Francamente, me gustaría examinarlo. Pero usted no quiere. Todos tenemos cuartos cerrados en los que no queremos que irrumpa cualquiera, ¿verdad? Pero tranquilo, no soy vidente, sólo un positivista sin imaginación. Usted es diferente.

El médico colocó cuidadosamente los dibujos en el borde de la ventana y se llevó los vasos y la botella al salón, con las representaciones del cuerpo de Vaudel.

– ¿Qué ha deducido usted? -preguntó poniendo su manaza sobre el dibujo, señalando codos, tobillos, rodillas, cabeza.

– Que el asesino destruyó lo que hacía funcionar el cuerpo, las articulaciones, los pies. Eso nos lleva muy lejos.

– Cerebro, hígado, corazón, también sigue la idea de la separación de las almas, ¿verdad?

– Es lo que dice mi adjunto. Es más que un asesino, es un aniquilador, un Zerquetscher, dice el comisario austríaco. Destruyó a un hombre cerca de Viena.

– ¿De la familia de Vaudel?

– ¿Por qué?

Josselin vaciló, se dio cuenta de que no quedaba vino, sacó de un armario una gran botella verde.

– Aguardiente de pera, le apetece, ¿verdad?

No, no le apetecía, el día había sido demasiado largo. Pero dejar a Josselin solo con su aguardiente de pera podía fisurar la buena armonía. Adamsberg lo miró llenar dos vasitos.

– Lo que encontré en la cabeza de Vaudel no era una simple zona bloqueada, era mucho peor.

El médico se calló, parecía no estar todavía seguro de tener derecho a hablar. Levantó el vaso, lo volvió a dejar.

– ¿Qué había, doctor, en la cabeza de Vaudel?

– Una jaula hermética, un cuarto encantado, un calabozo negro. Él vivía obsesionado con lo que contenía.

– ¿Qué era?

– Él mismo. Con su familia al completo y su secreto. Todos allí encerrados, todos callados, todos lejos del mundo.

– ¿Creía que alguien lo mantenía encerrado?

– No, no me entiende usted. Vaudel se había encerrado a sí mismo, se había escondido voluntariamente, se había disimulado a los ojos de los demás. Protegía a los ocupantes del calabozo.

– ¿Los protegía de la muerte?

– De la aniquilación. Había otras tres cosas patentes en éclass="underline" un apego desaforado a su apellido, a su patronímico. Un desgarro no resuelto respecto a su hijo, entre el orgullo y el rechazo. Quería a Pierre, pero no quería que existiera.

– No le dejó nada, su testamento es a favor del jardinero.

– Es lógico. Si no deja nada es que no tiene hijo.

– No creo que Pierre lo haya entendido así.

– Seguro que no. Por último, Vaudel estaba dotado de un orgullo ilimitado, tan total que le generaba una sensación de invencibilidad. Yo nunca había visto una cosa así. Eso es todo lo que puede decirle el médico, comprenderá por qué me importaba tanto ese paciente. Pero Vaudel era fuerte, su resistencia a mi tratamiento era feroz. Toleraba que le arreglara una tortícolis o un esguince. Incluso me aduló cuando le quité el vértigo y la sordera naciente. Aquí -derivó el médico dándose palmadas en la oreja-. Pero me odiaba cuando me aproximaba al calabozo negro y a los enemigos que lo rodeaban.

– ¿Quiénes eran esos enemigos?

– Todos los que querían destruir su poder.

– ¿Les tenía miedo?

– Por una parte, lo suficiente para no querer tener hijos con objeto de no exponerlos al peligro. Por otra, ningún miedo, debido a ese sentimiento de superioridad que le he mencionado. Sentimiento ya floreciente cuando se ocupaba de la justicia, cuando ejercía ese derecho de vida o de muerte sobre los demás. Ojo, comisario, lo que le estoy describiendo no es la realidad, sino la de él.

– ¿Estaba loco?

– Totalmente si se considera que vivir conforme a la lógica de un mundo que no es la lógica del mundo es estar loco. Pero en absoluto si se tiene en cuenta que era riguroso y coherente en su organización y que sabía conectarla con las reglas mínimas del orden social general.

– ¿Había identificado a sus enemigos?

– Todo lo que accedió a decir de ellos sugería una lucha primaria entre bandas. Con poder en juego.

– ¿Conocía sus nombres?

– Seguramente. No se trataba de enemigos cambiantes, de demonios volátiles que pudieran surgir de cualquier sitio y de ninguna parte. El lugar que ocupaban en su cabeza nunca variaba. Vaudel era paranoico, aunque sólo fuera por esa certeza de su poder y ese aislamiento creciente. Pero todo era racional y realista en su guerra, y aquellos contra quienes luchaba tenían sin duda nombre y cara para él.

– La guerra es oculta, los enemigos quiméricos. Pero la realidad entra una noche en su teatro, y lo asesinan.

– Sí. ¿Habrá acabado amenazando realmente a sus «enemigos»? ¿Les habrá hablado, los habrá agredido? Ya sabe lo que se dice, ¿verdad? El paranoico acaba engendrando los odios que sospechaba. Su invención cobra vida.

Josselin propuso una nueva ronda de aguardiente, que Adamsberg rechazó. El médico se fue con paso ligero hasta el armario y guardó cuidadosamente la botella.

– Normalmente no tendríamos por qué volvernos a ver, comisario, puesto que mi conocimiento sobre Vaudel no va más allá. Sería mucho pedirle que viniera a verme otro día, ¿verdad?

– ¿Para mirarme la cabeza?

– Por supuesto. A menos que encontremos otro motivo menos intimidante. ¿No tiene algún dolor de espalda molesto? ¿Anquilosamiento? ¿Opresión? ¿Dificultades de tránsito? ¿Frío, calor? ¿Alguna neuralgia? ¿Una sinusitis? No, nada de eso, ¿verdad?

Adamsberg sacudió la cabeza sonriente. El médico entornó los ojos.

– ¿Acúfenos? -propuso como un comerciante que hiciera una oferta.

– De acuerdo -dijo Adamsberg-. ¿Cómo lo sabe?

– Por cómo se lleva los dedos al oído.

– Ya lo he consultado. No hay nada que hacer, salvo acostumbrarse y olvidarlos. Y eso se me da bien.

– La indolencia, la indiferencia, ¿verdad? -dijo el médico acompañando a Adamsberg hacia la entrada-. Pero los acúfenos no se borran como un recuerdo. Yo puedo quitárselos. Si le apetece. ¿Para qué llevar piedras en la mochila?

21

Volviendo a pie de casa del doctor Josselin, Adamsberg iba apretando y soltando el corazón de espuma, Love, en el bolsillo. Se detuvo en el porche de la iglesia de Saint-François-Xavier para llamar a Danglard.

– No funciona, comandante. Ese mensaje de amor es impensable.

– ¿Qué mensaje? ¿Qué amor? -preguntó prudentemente Danglard.

– El del viejo Vaudel, su Kiss Love para la anciana alemana. Es imposible. Vaudel es mayor, está aislado del mundo, es tradicional, bebe licor de guindas en un sillón Luis XIII, no escribe Kiss Love en una carta. No, Danglard, y menos en una cana póstuma. Es una facilidad demasiado barata para él. Un modernismo que reprueba. No va a copiar mensajes de un corazón de espuma.

– ¿Qué corazón de espuma?

– No importa, Danglard.

– Cualquiera puede tener fantasías, comisario. Vaudel era caprichoso.

– ¿Una fantasía en cirílico?

– Por afán de secretismo, ¿por qué no?

– Ese alfabeto, Danglard, ¿sólo se utiliza en Rusia?

– No, en las lenguas eslavas de los pueblos ortodoxos. Viene del griego medieval, más o menos.