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– Desde lo de Londres, sí.

– Y no nos dejará entrar en el túnel de Kiseljevo, oculte lo que oculte. Le aconsejo que sea prudente. No creo que estemos a su altura.

– Probablemente -dijo Adamsberg rememorando el gran piano ensangrentado.

– ¿Tiene su arma?

– Abajo.

– Pues llévesela a su habitación.

23

Los peldaños de la vieja escalera, de baldosas de barro y madera, estaban fríos, y a Adamsberg no le importaba. Eran las seis y cuarto de la mañana, y él bajaba tranquilamente como cada día, habiendo olvidado todo acerca de sus acúfenos, de Kisilova y del mundo, como si el sueño lo devolviera a un estado nativo, absurdo y analfabeto, orientando sus pensamientos nacientes hacia el beber, el comer, el lavarse. Se detuvo en el penúltimo escalón al descubrir en la cocina a un hombre de espaldas, colocado en el cuadrado de sol matinal, enlazado en el humo de un cigarrillo. Un hombre de constitución delgada, pelo castaño con rizos sobre los hombros, joven seguramente, que llevaba una camiseta negra y nueva adornada con el dibujo en blanco de una caja torácica de cuyas costillas goteaba sangre.

No conocía esa silueta, y sus alarmas se dispararon en su cerebro vacío. El hombre tenía los brazos vigorosos y esperaba con una idea bien determinada. Y estaba vestido, mientras él estaba desnudo en la escalera, sin proyecto ni arma. Esa arma, la que Danglard le había recomendado que subiera a la habitación, yacía sobre la mesa al alcance de la mano del desconocido. Si Adamsberg hubiera podido girar sin ruido hacia la izquierda, habría podido recuperar su ropa en el cuarto de baño y el P 38 siempre metido entre la cisterna y la pared.

– Ve a buscar tus pingos, capullo -dijo el hombre sin volverse-. Y no busques tu pipa que la tengo yo.

Una voz bastante ligera y zumbona, demasiado zumbona, señalaba ostensiblemente el peligro. El tipo se levantó la parte trasera de la camiseta y exhibió la culata del P 38 metido en el vaquero, calzado contra su espalda de piel morena.

No había salida por el cuarto de baño, ninguna hacia el despacho. El hombre bloqueaba el acceso a la puerta exterior. Adamsberg se puso la ropa, desmontó la hoja de la maquinilla de afeitar y se la metió en el bolsillo. ¿Qué más? La pinza cortaúñas en el otro bolsillo. Era irrisorio, el tipo tenía dos pistolas. Y, si no se equivocaba, se encontraba frente al Zerquetscher. Ese pelo denso, ese cuello un poco corto. En ese día de junio se acababa su camino. No había seguido los consejos ansiosos de Danglard, y ahora el amanecer estaba allí, lleno del cuerpo del Zerquetscher, protuberante bajo la repulsiva camiseta. Justo esa mañana en que la luz de fuera recortaba delicadamente cada brizna de hierba, cada corteza de los troncos, con una precisión exaltante y común. El día anterior también había hecho eso la luz. Pero lo veía mejor esa mañana.

Adamsberg no era miedoso, por defecto de emotividad o por falta de anticipación, o por culpa de sus brazos abiertos a las vicisitudes de la vida. Entró en la cocina, rodeó la mesa. ¿Cómo era posible que en ese momento fuera capaz de pensar en el café, en las ganas que tenía de prepararlo y de tomárselo?

El Zerquetscher. Tan joven, maldita sea, fue su primer pensamiento. Tan joven, pero con un rostro marcado, con huecos y ángulos, huesudo y torcido. Tan joven, pero con los rasgos alterados por la elección de una salida definitiva. Cubría su ira con una sonrisa burlona, simplemente jactanciosa, simplemente la de un chaval que fanfarronea. Que fanfarronea también con la muerte, en un combate altivo que le confería una tez lívida, una expresión cruel y estúpida. La muerte ostensiblemente exhibida en su camiseta, con el tórax impreso en la parte delantera. Bajo el esternón, un texto plagiaba el estilo de los diccionarios: Muerte. 1. Fin de la vida marcado por la extinción de la respiración y la podredumbre de las carnes. 2. Estar muerto: estar acabado, no ser nada. Ese tipo ya estaba muerto y se llevaba a los demás consigo.

– Preparo el café -dijo Adamsberg.

– No te hagas el listo -contestó el joven dando una calada a su cigarrillo, poniendo la otra mano sobre el arma-. No me digas que no sabes quién soy.

– Claro que lo sé. Eres el Zerquetscher.

– ¿El qué?

– El Aplastador. El asesino con más saña del siglo que empieza.

El hombre sonrió satisfecho.

– Quiero un café -dijo Adamsberg-. Que me pegues un tiro ahora o luego, ¿qué más da? Tienes las armas, bloqueas la puerta.

– Sí -dijo el hombre acercando el revólver al borde de la mesa-. Me diviertes.

Adamsberg puso el filtro de papel en el portafiltros, lo llenó contando tres cucharadas colmadas de café molido, midió dos tazones de agua que vertió en una cacerola. Algo había que hacer.

– ¿No tienes máquina de café?

– Así sale mejor. ¿Has desayunado? Como quieras -añadió Adamsberg en el silencio-. Yo como de todos modos.

– Comes si me da la gana.

– Si no como no voy a entender lo que me digas. Supongo que has venido a decirme algo.

– Te haces el chulo, ¿eh? -dijo el tipo mientras el olor a café invadía la cocina.

– No. Preparo mi último desayuno. ¿Te molesta?

– Sí.

– Pues dispara.

Adamsberg puso dos tazones en la mesa, azúcar, pan, mantequilla, mermelada, leche. No tenía ninguna gana de palmar a manos de ese tipo lúgubre y bloqueado, como habría dicho Josselin. Ni de conocerlo. Pero hablar y hacer hablar, eso se aprendía antes que a disparar. «La palabra», decía el instructor, «es la más mortífera de las balas si sabéis alojarla en plena cabeza». Y añadía que era difícil encontrar el centro de la cabeza con palabras y que, si se erraba el tiro, el enemigo disparaba inmediatamente.

Adamsberg servía el café en los tazones, empujaba el azúcar y el pan hacia el adversario, cuyos ojos permanecían inmóviles, clavados bajo la barra de sus cejas oscuras.

– Dime al menos qué te parece -dijo Adamsberg-. Tengo entendido que sabes cocinar.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por Weill, en la planta baja. Es un amigo. Le caes bien, tú, el Zerquetscher. Yo digo Zerquetsch, sin ánimo de ofender.

– Sé lo que tramas, capullo. Tratas de que me raje, de que te cuente mi vida y todas esas gilipolleces como buen madero que eres. Luego me lías y me metes un tiro.

– Tu vida me la trae floja.

– ¿Ah, sí?

– Sí -dijo Adamsberg con sinceridad, y se arrepintió.

– Pues creo que no debería -dijo el joven apretando los dientes.

– Seguramente. Pero soy así. Me da igual todo.

– ¿Yo también?

– Tú también.

– Entonces ¿qué te interesa, capullo?

– Nada. Me habré perdido una salida, en algún momento. ¿Ves esa bombilla del techo?

– No intentes hacerme levantar la cabeza.