– Hace meses que no funciona. No la he cambiado, me las arreglo a oscuras.
– Lo que yo pensaba. Eres un inútil y un cabrón.
– Para ser un cabrón hay que querer algo, ¿no?
– Sí -admitió el joven tras un instante.
– Y yo no quiero nada. Por lo demás, estoy de acuerdo contigo.
– Y eres un cobarde. Me recuerdas a un viejo, un bocazas, un fantasma que se cree por encima de todo.
– Bueno.
– Estaba una noche en un bar. Se le echaron seis tipos encima, ¿sabes lo que hizo?
– No.
– Se tumbó en el suelo como un cagado. Y dijo: «Vamos, tíos», y ellos le decían que se pusiera de pie. Pero el viejo se quedaba en el suelo, con las manos cruzadas en la barriga como una tía. Entonces ellos dijeron: «Joder, levántate, te invitamos a algo». ¿Y sabes qué dijo el viejo?
– Sí.
– ¿Ah, sí?
– Dijo: «¿A qué? No me levanto por un beaujolais».
– Sí, eso es -dijo el joven desconcertado.
– Entonces los seis tipos, respeto -prosiguió Adamsberg mojando una rebanada de pan en su tazón-. Levantaron al viejo, y luego tan amigos. A mí no me parece cobarde. Me parece que hay que tener agallas. Pero es Weill. ¿Eh, a que el viejo es Weill?
– Sí.
– Él tiene talento. Yo no.
– ¿Es mejor que tú como madero?
– ¿Te decepciono? ¿Quieres otro adversario?
– No. Dicen que eres el mejor madero.
– Entonces estábamos hechos para conocernos.
– Más de lo que crees, capullo -dijo el joven con una sonrisa malévola mientras tomaba su primer sorbo de café.
– ¿Puedes llamarme de otra manera?
– Sí. Puedo llamarte madero.
Adamsberg había acabado su pan y su café, era el momento en que salía hacia la Brigada, media hora a pie. Se sintió cansado, hastiado por ese intercambio, asqueado del otro y de sí mismo.
– Las siete -dijo echando una ojeada por la ventana-. La hora en que el vecino mea en el árbol. Mea cada hora y media, día y noche. Al árbol no le hace ningún bien, pero a mí me da la hora.
El joven apretó el arma en la mano y miró a Lucio a través del cristal.
– ¿Por qué mea cada hora y media?
– La próstata.
– Me la suda -dijo el joven con rabia-. Tengo tuberculosis, tiña, sarna, enteritis y un solo riñón.
Adamsberg retiró los tazones.
– Se entiende que te cargues a la gente.
– Sí. En un año estoy muerto.
Adamsberg señaló el paquete de cigarrillos del Zerquetscher.
– ¿Eso quiere decir que quieres uno? -preguntó el joven.
– Sí.
El paquete se deslizó por la mesa.
– Es la costumbre. Fuma, te reventaré después. ¿Qué más quieres? ¿Saber? ¿Comprender? No sabrás nada, ya puedes esperar sentado.
Adamsberg sacó un cigarrillo, hizo un gesto con los dedos para pedir fuego.
– ¿Ni siquiera estás acojonado? -preguntó el hombre.
– Así así.
Adamsberg echó el humo, y el cigarrillo le produjo mareo.
– ¿Qué has venido a hacer aquí exactamente? -preguntó-. ¿Meterte en la boca del lobo? ¿Contarme tu historia? ¿Buscar la absolución? ¿Medir al adversario?
– Sí -dijo el joven sin que se supiera a qué contestaba-. Quería saber qué pinta tenías antes de irme. No, no es eso. He venido para pudrirte la vida.
Se ponía la cartuchera por los hombros, enredándose con las cintas.
– No se pone así, te equivocas de lado. Esa correa va en el otro brazo.
El joven volvió a empezar la operación. Adamsberg lo observó sin moverse. Se oyó un maullido penoso, uñas que rascaban la puerta.
– ¿Qué es?
– Una gata.
– ¿Tienes animales? Vaya mierda, eso es para subnormales. ¿Es tuya?
– No. Está en el jardín.
– ¿Tienes hijos?
– No -contestó prudentemente Adamsberg.
– Es fácil decir siempre «no», ¿eh? Es fácil no querer nada. Es fácil escaparse por ahí arriba mientras los demás se arrastran por el suelo, ¿eh?
– ¿Dónde, ahí arriba?
– Arriba, Paleador de nubes.
– Estás bien informado.
– Sí, está todo sobre ti en Internet. Tu careto y tus hazañas. Como cuando encontraste a ese tipo en Lorient y se tiró en el puerto.
– No se ahogó.
Otro maullido atravesó la estancia, alarmado y urgente.
– Pero ¿qué le pasa, joder?
– Problemas seguramente. Acaba de tener su primera camada, no se le ha dado muy bien. Igual una de las crías está atascada en algún sitio. Qué más da.
– A ti te da igual porque eres un cabrón, nunca te ocupas de nadie.
– Entonces ve a ver, Zerquetsh.
– Eso, y mientras, tú te largas, capullo.
– Enciérrame en el despacho, la ventana tiene reja. Llévate las pistolas y ve a mirar. Ya que eres mejor que yo, demuéstralo.
El joven inspeccionó el despacho, con el arma apuntando a Adamsberg.
– Ni se te ocurra moverte de aquí.
– Si encuentras a la cría, levántala por el vientre y por la piel del cuello, no le toques la cabeza.
– Adamsberg -dijo el joven con una risita despectiva-. Adamsberg delicado como una madre.
Se rió más fuerte y cerró la puerta con llave. Adamsberg aguzó el oído hacia el jardín, oyó ruidos de cajas desplazadas, y a Lucio que intervenía.
– El viento ha tirado la pila de cajas -decía Lucio-, hay un gatito atrapado debajo. Muévase, hombre, ya ve que sólo tengo un brazo. ¿Quién es usted? ¿Qué son todas esas armas?
La voz de Lucio, imperial, tanteaba el terreno con punta de acero.
– Soy un pariente. El comisario me entrena en tiro.
No está mal pensado, consideró Adamsberg. Lucio respetaba la familia. Oyó el ruido de cajas desplazadas y un maullido minúsculo.
– ¿Lo ve? -dijo Lucio-. ¿Está herido? Odio la sangre.
– Pues a mí me gusta.
– Si hubiera visto el vientre de su abuelo vaciarse a balazos y su propio brazo cortado mear como una fuente, no diría eso. Páseme la cría, no me fío.
Cuidado, Lucio, cuidado, murmuró Adamsberg apretando los labios. Es el Zerquetscher, maldita sea, ¿no ves que el tipo es inflamable? ¿Que puede aplastar al gato con la bota y dispersarlo por el suelo del cobertizo? Cierra el pico, coge el gato y lárgate.
La puerta de la entrada se cerró de golpe, y el joven volvió al despacho con paso pesado.
– Atrapado como un imbécil bajo una pila de cajas -dijo-, incapaz de salir de ahí, el muy capullo. Como tú -añadió sentándose frente a Adamsberg-. No tiene buenas pulgas el vecino. Prefiero a Weill.
– Voy a salir, Zerquetsch. Cuando estoy sentado mucho tiempo me impaciento. Es incluso lo único que me pone nervioso. Pero me pone nervioso de verdad.
– No me digas -se burló el joven apuntándole con el arma-. El madero está harto de mí. El madero quiere salir.
– Has entendido. ¿Ves este frasco?
Adamsberg sujetaba un tubito de vidrio lleno de un líquido marrón, no más grande que una muestra de perfume.
– Yo en tu lugar no tocaría el arma antes de haberme escuchado. ¿Ves el tapón? Si lo saco, mueres. En menos de un segundo. En 74,3 centésimas de segundo para ser precisos.
– Menudo cerdo -gruñó el joven-. Por eso te hacías el chulo, ¿eh? Por eso no tenías miedo…
– No he acabado de explicarte. Quitar la seguridad de la pistola, 65 centésimas de segundo, apretar el gatillo, 59 centésimas. Que me dé la bala, 32 centésimas. Total, un segundo y 56 centésimas. Resultado: estás muerto antes de que la bala me impacte.
– ¿Qué es esa mierda?
El joven se había levantado y retrocedía, con el brazo tendido hacia Adamsberg.
– Ácido nitrocitramínico. Transformación inmediata en gas mortal al contacto con el aire.
– Entonces revientas conmigo, capullo.
– No he acabado de explicarte. Todos los policías de la Brigada se inmunizan con un tratamiento intradérmico de dos meses y, créeme, no tiene ninguna gracia. Si lo destapo, revientas: dilatación del corazón, que explota; y yo me vacío por arriba y por abajo durante tres semanas con erupción cutánea y caída de pelo. Luego me repongo como una flor.