– No lo harías.
– Contigo, Zerquetscher, ningún problema.
– Especie de hijo de puta.
– Sí.
– No puedes matar a un hombre así.
– Sí que puedo.
– ¿Qué quieres?
– Que tires las pistolas, que abras el cajón del aparador, que saques los dos pares de esposas. Te pones uno en los tobillos, el otro en las muñecas. Decídete rápido, ya te he dicho que tengo mis impaciencias.
– Madero de mierda.
– Sí. Pero date prisa de todos modos. Puede que palee nubes allá arriba, pero cuando bajo soy rápido.
El joven barrió la mesa con el brazo, dispersó en vano unos papeles por la estancia y tiró la cartuchera al suelo. Luego se llevó la mano a la espalda.
– Cuidado con ese P 38. Cuando te guardas una pistola en el pantalón, no hay que meterla tanto. Sobre todo con un vaquero tan ajustado. Si lo haces mal te agujereas el culo.
– ¿Me tomas por un pardillo?
– Sí. Un pardillo, un crío y una fiera. Pero no un idiota.
– Si no te hubiera dicho que te vistieras no tendrías el frasco.
– Exacto.
– Pero no tenía ganas de verte en pelota.
– Lo entiendo. A Vaudel tampoco querías verlo en pelota.
El joven extirpó con prudencia el arma del pantalón y la tiró al suelo. Abrió el aparador, sacó las esposas, y se volvió bruscamente, con una risotada anormal, tan irritante como el maullido de la gata hacía un momento.
– ¿Qué, no te enteras, Adamsberg? ¿No te enteras todavía? ¿Te crees que iba a correr el riesgo de que me detuvieran así? ¿Sólo por el gusto de verte? ¿No entiendes que, si estoy aquí, es que no puedes detenerme? ¿Ni hoy, ni mañana ni nunca? ¿Recuerdas para qué he venido?
– Para pudrirme la vida.
– Eso es.
Adamsberg se levantó también, sujetando el frasco ante él como si fuera un botador, con la uña metida bajo el tapón. Los dos hombres se seguían en círculo, dos perros buscando la mejor presa.
– Déjalo -dijo el joven-. No soy hijo de cualquiera. No puedes matarme, ni encerrarme, ni seguir tu caza del hombre.
– ¿Eres un intocable? ¿Tu padre es ministro? ¿Es el Papa? ¿Dios?
– No. Eres tú, capullo.
24
Adamsberg se detuvo en seco, dejó caer el brazo, el frasco rodó por las baldosas rojas.
– ¡Joder, el frasco! -gritó el joven.
Adamsberg lo recogió con gesto automático. Buscaba la palabra para decir «el que inventa una historia y se la cree», pero ya no la encontraba. Tipos sin padre que pretendían ser hijos de rey, hijos de Elvis, descendientes de César. El atracador de los parques tuvo dieciocho padres, entre los cuales estaba Jean Jaurès, cambiaba cada dos por tres. Mitómano, ésa era la palabra. Y decían que no había que romper la pompa de jabón de un mitómano, que era tan peligroso como despertar bruscamente a un sonámbulo.
– Puestos a elegir a un padre -dijo-, podrías haber elegido a alguien mejor que yo. No es muy interesante ser hijo de policía.
– Adamsberg -soltó el joven con una risita, como si no hubiera oído nada-, el padre del Zerquetscher. No queda muy bien, ¿eh? Pero así son las cosas. Un día el hijo abandonado vuelve, un día el hijo aplasta al padre, un día le roba el trono. ¿Conoces la historia al menos? Y el padre se va en harapos por los caminos.
– De acuerdo -dijo Adamsberg.
– Voy a preparar café -dijo el joven imitándolo-. Coge el puto frasco y sígueme.
Mientras lo miraba echar agua en el filtro, con el cigarrillo colgando del labio inferior, los dedos rascando el pelo castaño, Adamsberg sintió que una descarga subía de su vientre, un chorro de ácido más sobrecogedor que el vino infecto de Froissy que fue a irradiar en el cuello de los dientes. «Los padres comieron el agraz, y los dientes de los hijos sufren la dentera.» [3] En su pose atenta, el joven bruto se parecía a su propio padre, de cejas hirsutas, cuando vigilaba la cocción del pote. La verdad es que se parecía a la mitad de los jóvenes bearneses o a los dos tercios de los del valle del torrente de Pau: de pelo denso y rizado, mentón huidizo, labios bien dibujados, cuerpo sólido. Louvois, el nombre no le recordaba a nadie de su valle. El tipo podría venir también del valle de enfrente, el de su colega Veyrenc, por ejemplo. O de Lille, de Reims, de Menton. De Londres seguro que no.
El tipo cogió los dos tazones y los llenó. El clima se había modificado desde que el joven había soltado su revelación. Con negligencia, había vuelto a meterse el P 38 en el bolsillo trasero, dejando la cartuchera junto a la silla. La fase del enfrentamiento, igual que amaina el viento en alta mar. Ni el uno ni el otro sabían qué hacer, daban vueltas al azúcar en el café. El Zerquetscher, con la cabeza inclinada, se recogía el pelo largo detrás de las orejas. Se le volvía a caer, se lo volvía a recoger.
– Que seas bearnés es posible -dijo Adamsberg-. Pero búscate a otro, Zerquetsch. No tengo hijos y no quiero tenerlos. ¿Dónde naciste?
– En Pau. Mi madre bajó a la ciudad para parir, para esconderse.
– ¿Cómo se llama tu madre?
– Gisèle Louvois.
– No me suena. Y eso que conozco a todo el mundo en los tres valles.
– Te la tiraste una noche junto al puente chico del Jaussène.
– Todas las parejas iban al puente chico del Jaussène.
– Luego te escribió para pedirte ayuda. Y nunca contestaste, como te la sudaba, como eres un cobarde…
– Nunca recibí la carta.
– Si ni te acuerdas del nombre de las tías que te tiras.
– Por una parte, recuerdo sus nombres; por otra, no estaba en vena en la época de la que hablas. Yo era torpe y no tenía moto. De tíos como Matt, Pierrot, Manu, Loulou, sí, de ellos podrías preguntarte si alguno es tu padre. Se las llevaban a todas. Pero luego las chicas no lo iban diciendo por ahí, las deshonraba. ¿Quién te dice que tu madre no te mintió?
El joven rebuscó en sus bolsillos, bajando la línea del ceño, y sacó una bolsita de plástico que balanceó ante los ojos de Adamsberg antes de tirarla encima de la mesa. Adamsberg sacó una foto cuyos colores originales habían virado a violeta, donde posaba un chico apoyado en un plátano.
– ¿Quién es ése? -preguntó el joven.
– Yo o mi hermano. ¿Y qué?
– Eres tú. Mira en el dorso.
Su nombre, J.-B. Adamsberg, estaba escrito a lápiz en letra pequeña y redonda.
– Yo diría más bien que es mi hermano. Raphaël. No recuerdo esta camisa. Eso demuestra que tu madre nos conocía mal, que te contó un cuento chino.
– Cierra el pico, tú no conoces a mi madre, no cuenta cuentos chinos. Si me dijo que eras mi padre es que es verdad. ¿Por qué se lo iba a inventar, eh? Ni que fuera como para echar cohetes.
– Eso es verdad. Pero en el pueblo valía más yo que Matt o Loulou, a ellos los llamaban «mangantes», «perros» o «meones». Por las noches, cuando hacía calor, meaban por la ventana abierta. Así fue como la tendera, que caía mal a todo el mundo, recibió alguna meada en plenos ojos. Por no hablar de la banda de Lucien. En resumen, sin ser para tirar cohetes, quedaba mejor dar mi apellido que el de Matt el meón. No soy tu padre, nunca conocí a ninguna Gisèle, ni en mi pueblo ni en los pueblos vecinos, y nunca me escribió. La primera vez que me escribió una chica, yo tenía veintitrés años.
– Mientes.
El tipo apretaba los dientes, vacilando en el pedestal de certidumbre que de repente se resquebrajaba a sus pies. Su padre imaginado, su enemigo de siempre, su diana, parecía estar a punto de escapársele entre los dedos.