Adamsberg obedeció; se sentía algo aturdido, pero bien, ligero y hambriento. Nada que ver con la náusea y los kilos de hierro fundido que arrastraba en los pies esa mañana. Levantó la cabeza y vio que el médico le dirigía un guiño amistoso.
– Aparte de eso, he visto lo que quería ver. La estructura natural.
– ¿Y bien? -preguntó Adamsberg, que se sentía bastante mermado delante de Josselin.
– Más o menos lo que esperaba. Sólo he visto otro caso como usted, en una mujer mayor.
– ¿Es decir?
– Una ausencia casi total de angustia. Es una postura rara. En contrapartida, claro, la emotividad es débil, el deseo por las cosas se ve atenuado, hay fatalismo, tentaciones de deserción, dificultades con el entorno, espacios mudos. No se puede tener todo. Más interesante todavía, un flujo incontrolado entre las zonas del consciente y del inconsciente. Podría decirse que el sas de separación está mal ajustado, que a veces olvida cerrar bien la verja. No lo descuide, comisario. Eso puede dar ideas de genio que parecen venir de otra parte, de la intuición, como se dice equivocadamente para simplificar; reservas inmensas de recuerdos e imágenes, pero también puede dejar aflorar objetos tóxicos que deberían a toda costa quedarse en las profundidades. ¿Me sigue?
– Bastante bien. Y, si los objetos tóxicos afloran, ¿qué pasa?
El doctor Josselin hizo un molinete con el dedo en la sien.
– Entonces ya no distingue lo verdadero de lo falso, la fantasía de lo real, lo posible de lo imposible. En resumidas cuentas: mezcla el nitrato, el azufre y el carbón.
– Explosión -concluyó Adamsberg.
– Eso es -dijo el médico secándose las manos satisfecho-. No hay nada que temer si no se deja ir. Conserve responsabilidades, siga hablando con los demás, no se aísle exageradamente. ¿Tiene hijos?
– Uno, pero muy pequeño.
– Pues explíquele el mundo, paséelo, no se abandone. Eso lo lastrará con unas cuantas anclas, hay que mantener a la vista las luces del puerto. No le pregunto nada sobre las mujeres. Falta de confianza.
– ¿En ellas?
– En usted. Es la única pequeña preocupación, si es que puede llamarse así. Lo dejo, comisario, cierre la puerta al salir.
¿Qué puerta, la del sas o la del piso?
26
El comisario no sentía ya ninguna aprensión ante la idea de ir a la Brigada, al contrario. El hombre de los dedos de oro lo había reencaminado, había disipado las brumas del accidente, del «shock psicoemocional» que esa mañana le impedían toda visibilidad. No olvidaba, desde luego, que había dejado huir a Zerk. Pero lo alcanzaría, a su manera y en su momento, como había alcanzado a Émile.
Émile, que remontaba la pendiente -«va a salir de ésta»-, leyó entre los mensajes que le habían dejado en la mesa. Lavoisier había llevado a cabo el traslado sin mencionar el lugar de destino, tal como habían acordado. Adamsberg leyó las noticias de Émile al perro. Alguien lo había lavado -alguien servicial o a punto de perder la paciencia-, tenía el pelo suave, olía a jabón. Cupido estaba hecho un ovillo encima de sus rodillas, Adamsberg podía dejar la mano recorrer su lomo. Danglard entró y se dejó caer como un saco de trapos encima de la silla.
– Vengo de casa de Josselin. Me ha reparado como se arregla una caldera. Ese hombre hace alta costura.
– No acostumbra usted a ir al médico.
– Sólo quería hablarle, pero me dio un patatús en su consulta. Había pasado dos horas agotadoras esta mañana. Un atracador había entrado en mi casa y tenía mis dos pistolas.
– Mierda. Le había dicho que se las llevara.
– Pero no lo hice. Y el atracador lo sabía.
– ¿Y bien?
– Cuando estuvo seguro de que no tenía dinero, acabó largándose. Y yo estaba cansado.
Danglard alzó una mirada desconfiada.
– ¿Quién ha lavado al perro? -interrumpió Adamsberg-. ¿ Estalère?
– Voisenet. Ya no podía soportarlo.
– He leído la nota del laboratorio. El estiércol de Cupido es idéntico al estiércol de Émile. O sea recogido en la misma granja en ambos casos.
– Eso afloja el cerco a Émile, pero no lo deja libre. Ni a Pierre hijo, que juega mucho y frecuenta también los hipódromos y los centros hípicos, o sea el estiércol. Incluso busca un caballo para comprar.
– Él no me lo había dicho. ¿Desde cuándo lo sabe usted?
Mientras hablaba, Adamsberg iba hojeando un montoncito de tarjetas postales que Gardon le había reservado, sacado de las cosas del viejo Vaudel. Se trataba sobre todo de correos convencionales, enviados por su hijo durante las vacaciones.
– La policía de Aviñón se enteró ayer, y yo esta mañana. Pero hay montones de personas que frecuentan las carreras. Hay treinta y seis grandes hipódromos en Francia, cientos de centros ecuestres, decenas de miles de aficionados. Eso nos da cantidades gigantescas de estiércol diseminado por todo el país. Una materia mucho más frecuente que otras.
Danglard señaló con el dedo debajo de la mesa de Adamsberg.
– Más frecuente, por ejemplo, que los restos de virutas de lápiz y de mina de plomo. Si eso se encontrara en la escena del crimen, sería mucho más valioso que el estiércol. Sobre todo teniendo en cuenta que los dibujantes no eligen sus lápices al azar. Y usted tampoco. ¿Qué lápices prefiere?
– Los Cargo 401-B, y los Seril H para el seco.
– ¿Eso son virutas de Cargo 401-B y de Seril H? ¿Con polvo de carboncillo?
– Sí, Danglard, ¿qué va a ser si no?
– Serían mucho mejores en una escena de crimen. Mucho más precisas que el puto estiércol, ¿no?
– Danglard -dijo Adamsberg dándose aire con una postal-, al grano.
– No me tienta. Pero si el grano va a caernos encima, más valdría ser más rápidos. Como en el cricket, abalanzarse hacia la pelota antes de que toque el suelo.
– Abaláncese, Danglard, soy todo oídos.
– Un equipo ha peinado la zona para encontrar los casquillos de bala donde dispararon a Émile.
– Sí, estaba entre las prioridades.
– Han encontrado tres.
– Para cuatro disparos, no está mal.
– También han encontrado el cuarto casquillo -dijo Danglard levantándose, metiendo sus dedos en los bolsillos traseros.
– ¿Dónde? -preguntó Adamsberg dejando de abanicarse.
– En casa de Pierre hijo de Pierre. Había rodado debajo de la nevera. Lo encontraron los chicos. Pero no el revólver.
– ¿Qué chicos? ¿Quién pidió el registro?
– Brézillon. Por la relación entre Pierre y los caballos.
– ¿Quién se lo dijo al inspector de división?
Danglard abrió los brazos ignorante.
– ¿Quién peinó el terreno para buscar los casquillos?
– Maurel y Mordent.
– Creía que Mordent estaba vigilando donde Louvois.
– No estaba. Quiso acompañar a Maurel.
Se hizo un silencio, y Adamsberg afiló ostensiblemente un lápiz encima de la papelera, dejando caer virutas de Seril H, antes de soplar la mina y colocarse una hoja de papel encima del muslo.
– ¿Qué significa este juego? -dijo suavemente iniciando su dibujo-. ¿Pierre dispara varias balas pero sólo se lleva un casquillo?
– Piensan que podía haber quedado atascada en el tambor.
– ¿Quiénes?
– La brigada de Aviñón.
– ¿Y no les preocupa? ¿Pierre se deshace del revolver pero primero saca el casquillo atascado? ¿Y conserva el casquillito? ¿Hasta que lo pierde tontamente en la cocina y se desliza debajo de su nevera? ¿Y por qué los chicos registraron tan a fondo? ¿Hasta desplazar la nevera? ¿Sabían que había algo debajo?
– Al parecer la esposa les dijo algo.
– Me asombraría, Danglard. Cuando esa mujer traicione a su marido, Cupido ya no querrá a Émile.