Sí, Danglard no se sentía obligado a nada. Feliz de estar allí, feliz de revestir el aspecto de un inglés, feliz de que una mujer se hubiera fijado en él desde el primer día del coloquio. Hacía años que había dejado de esperar ese milagro y, entumecido como estaba desde su renunciación fatalista a las mujeres, no había provocado nada. Fue ella la que vino a hablarle, sonreírle, multiplicando los pretextos para cruzarse con él. Si no se equivocaba. Danglard se preguntaba cómo era posible, y se interrogaba hasta la tortura. Pasaba revista, sin descanso, a los frágiles signos que pudieran infirmar o confirmar su esperanza. Los clasificaba, los evaluaba, sopesaba su fiabilidad como quien palpa el hielo antes de poner un pie encima. Probaba su consistencia, su posible contenido, trataba de saber si sí o si no. Hasta que todos esos signos acababan por perder toda sustancia a fuerza de ser examinados por la mente. Necesitaba otros nuevos, indicadores suplementarios. Y a esas horas, esa mujer estaba sin duda en el bar del hotel con los demás congresistas. Arrastrado a la expedición de Radstock, iba a perder la ocasión de verla.
– ¿Por qué hay que comprobar? El lord estaba como una cuba.
– Porque es en Highgate -masculló el superintendente.
Danglard se arrepintió. La intensidad de sus cavilaciones acerca de la mujer y de los signos le había impedido reaccionar al nombre de «Highgate». Alzó el rostro para responder, pero Radstock lo detuvo con un gesto.
– No, Dánglerd, usted no lo puede entender -dijo en el tono áspero, triste y definitivo de un viejo soldado que no puede compartir su guerra-. Usted no estuvo en Highgate. Yo sí.
– Pero entiendo que no quiera volver allí y que, aun así, vaya.
– Me extrañaría, Dánglerd, sin ánimo de ofender.
– Sé lo que ocurrió en Highgate.
Radstock le lanzó una mirada sorprendida.
– Danglard lo sabe todo -explicó tranquilamente Estalère desde el fondo del coche.
A su lado en el asiento de atrás, Adamsberg los escuchaba, captaba palabras. Estaba claro que Danglard sabía sobre Highgate cantidad de cosas que él, Adamsberg, ignoraba por completo. Era normal, si es que podía considerarse normal la prodigiosa extensión de sus conocimientos. El comandante era mucho más que lo que se suele llamar un «hombre de cultura». Era un ser de una erudición excepcional y estaba a la cabeza de una compleja red de saberes infinitos que, en opinión de Adamsberg, habían acabado constituyéndolo enteramente, sustituyendo uno a uno a todos sus órganos, hasta el punto en que cabía preguntarse cómo podía Danglard caminar como un tipo casi normal. Por eso andaba tan mal y nunca deambulaba. En cambio, seguro que conocía el nombre del individuo que se había comido el armario. Adamsberg observó el perfil blando de Danglard, en ese instante agitado por el estremecimiento que en él indicaba el paso de la ciencia. Sin lugar a dudas, el comandante estaba rememorando a gran velocidad su gran libro del saber sobre Highgate. Al tiempo que una preocupación lacerante ralentizaba su concentración. La mujer del coloquio, naturalmente, que arrastraba su mente a una vorágine de preguntas. Adamsberg volvió la mirada hacia el colega británico, cuyo nombre era imposible de memorizar. Stock. Ése no estaba pensando en una mujer ni explorando sus conocimientos. Stock tenía miedo, sencillamente.
– Danglard -dijo Adamsberg dando una leve palmada en el hombro a su adjunto-, Stock no tiene ganas de ir a ver los zapatos.
– Ya le he dicho que entiende el grueso del francés corriente. Codifique, comisario.
Adamsberg asintió. Para que no le entendiera Radstock, Danglard le había aconsejado hablar a gran velocidad en tono monocorde y saltándose sílabas, pero el ejercicio era imposible para Adamsberg. Posaba sus palabras con la misma lentitud que sus pasos.
– No le apetece nada ir allí -dijo Danglard en acelerado-. Le trae recuerdos, y no los quiere.
– ¿Qué es «allí»?
– ¿Allí? Uno de los cementerios románticos más barrocos de Occidente, una exageración, un desenfreno artístico y macabro. Sepulturas góticas, mausoleos, esculturas egipcias, excomulgados y asesinos. Todo ello perdido en el follón organizado de los jardines ingleses. Un lugar único y demasiado único, un crisol de delirios.
– De acuerdo, Danglard. Pero ¿qué pasó en ese follón?
– Acontecimientos terribles y, a fin de cuentas, poca cosa. Pero es un «poca cosa» que puede pesar mucho para quien lo viera. Por eso el cementerio está vigilado por las noches. Por eso el colega no va allí solo. Por eso estamos en este coche en lugar de tomar algo tranquilamente en el hotel.
– Tomar algo, pero ¿con quién, Danglard?
Danglard torció el gesto. Ni los filamentos más tenues de la vida pasaban inadvertidos a los ojos de Adamsberg, aunque esos filamentos fueran susurros, sensaciones ínfimas, movimientos del aire. El comisario se había fijado en esa mujer en el coloquio, por supuesto. Y mientras él daba vueltas a los hechos hasta la obsesión esterilizadora, Adamsberg ya debía de tener una impresión formada.
– Con ella -sugirió Adamsberg reanudando en el silencio-. La mujer que mordisquea las patillas de sus gafas rojas, la mujer que lo mira. Lleva un pin donde pone «Abstract». ¿Se llama así?
Danglard sonrió. El que la única mujer que hubiera buscado su mirada en diez años pudiera llamarse «Abstracta» le iba dolorosamente bien.
– No. Es su trabajo. Se encarga de reunir y distribuir los resúmenes de las conferencias. Resumen se dice abstract.
– Ah, muy bien. Entonces ¿cómo se llama?
– No se lo he preguntado.
– El nombre es lo que hay que saber enseguida.
– Antes quisiera saber qué le ronda en la cabeza.
– Porque ¿no lo sabe?
– ¿Cómo voy a saberlo? Tendría que preguntárselo. Y saber si se lo puedo preguntar. Y preguntarse qué puede uno saber.
Adamsberg suspiró, desistiendo ante los meandros intelectuales de Danglard.
– Pues le ronda algo serio -prosiguió-. Y un vaso más o menos esta noche no cambiará nada.
– ¿Qué mujer? -preguntó Radstock en francés, exasperado al constatar que estaban tratando de excluirlo de la conversación. Y sobre todo al entender que el pequeño comisario de pelo castaño y despeinado había percibido su miedo.
El coche bordeaba ya el cementerio, y Radstock deseó de repente que la escena de lord Clyde-Fox no fuera una visión. Para que el francesito impasible, Adamsberg, tuviera su parte en la pesadilla de Highgate. Que la tomara y la compartieran, God. Y entonces veríamos si el maderillo seguía pareciendo tan tranquilo. Bajó la ventanilla veinte centímetros y asomó la linterna.
– OK -dijo lanzando una mirada a Adamsberg por el retrovisor-. Compartamos.
– ¿Qué dice?
– Lo invita a compartir Highgate.
– No he pedido nada.
– You have no choice -dijo Radstock con dureza mientras abría la puerta.
– He entendido -dijo Adamsberg interrumpiendo a Danglard con un gesto.
El olor era pestilencial; la escena, chocante; y el mismo Adamsberg se puso rígido, manteniéndose a distancia detrás de su colega inglés. De los zapatos agrietados, con los cordones desatados, emergían tobillos descompuestos exhibiendo la carne oscurecida y los tonos blancos de las tibias cercenadas. La única diferencia respecto a la historia de lord Clyde-Fox era que los pies no trataban de entrar en ninguna parte. Estaban allí, puestos en la acera, terribles y provocantes plantados en su zapatos frente a la entrada histórica del cementerio de Highgate. Formaban un pequeño montón cuidadosamente dispuesto e insostenible. Radstock sujetaba la linterna con el brazo tendido, el rostro crispado por el rechazo, iluminando los tobillos deshechos que asomaban en sus zapatos, barriendo de un gesto vano el olor de la muerte.