Adamsberg exhaló el humo con más ruido del necesario.
– ¿Me cree? -preguntó Danglard-, ¿Comprende el sistema?
– Sí.
– Cricket -repitió Danglard, que no era nada deportista-. Atrapar la pelota antes. Tres o cuatro días, no más.
27
– Es decir encontrar a Zerk antes -dijo Adamsberg.
– ¿Zerk?
– El Zerquetscher. ¿Nos ha enviado Thalberg el dossier?
– Aquí -dijo Danglard levantando su vaso de vino de una carpeta rosa manchada con un círculo húmedo-. Lo siento por la huella.
– Si sólo hubiera la huella, Danglard, la vida sería bella. Fumaríamos y beberíamos pescando cosas en el lago de su amigo Stock, dejando huellas de vaso en la pasarela, remaríamos con sus niños y con el pequeño Tom, y dilapidaríamos el dinero del viejo Vaudel con Émile y el perro.
Adamsberg sonrió francamente, con esa sonrisa que siempre tranquilizaba a Danglard pasara lo que pasara, y frunció el ceño.
– ¿Y qué dirán para el asesinato austríaco? ¿Qué dirá el que tiene influencia? ¿Que también lo cometió Émile? Eso no se tiene de pie.
– Dirán que no tiene nada que ver. Dirán que Émile se limitó a copiar el modus del caso austríaco, por falta de imaginación.
Adamsberg tendió el brazo y bebió un trago del vaso de Danglard. Sin Danglard y su lógica tallada como cristal de roca, no habría visto venir el golpe.
– Me voy a Londres -anunció Danglard-. Podemos pillarlo por los zapatos.
– Usted no se va a ninguna parte, comandante. Me voy yo. Y necesito un hombre al mando de la Brigada. Arregle sus asuntos con Stock por teléfono y vídeo.
– No. Delegue en Retancourt.
– No tiene grado, y no puedo hacerlo. Bastante lío tenemos ya.
– ¿Adónde va?
– Usted lo ha dicho: podemos pillarlo por los zapatos.
Adamsberg le pasó una postal. Un bonito pueblo colorido resaltaba sobre un fondo de colinas y un cielo azul. La volvió, lado cruz. Arriba, a la izquierda, en letras de imprenta: КИСЛОВА.
– A Kisilova, el pueblo del demonio. Que rondaba la linde del bosque. Eso es lo que significa ese КИСЛОВА, ¿no?
– Sí, Kiseljevo en su ortografía original. Pero ya hemos hablado del tema. Veinte años después, nadie recordará el paso del Cortapiés.
– No es lo que yo espero. Voy allí a buscar el negro túnel que va desde Vaudel hasta este pueblo. Hay que encontrarlo, Danglard, hundirse allí, extirpar la historia, arrancarla de raíz.
– ¿Cuándo se va?
– Dentro de cuatro horas. No quedaban plazas de avión. Vuelo hasta Venecia, y luego voy en tren hasta Belgrado. He reservado dos plazas. La embajada me busca un traductor.
Danglard sacudió la cabeza, hostil.
– Estará usted demasiado expuesto. Me voy con usted.
– Ni hablar. No sólo está el problema de la Brigada. Si quieren hundirme y usted está conmigo, lo pondrán en la misma balsa. Y si me meten en chirona, sólo usted podrá sacarme de allí. Tardará diez años, así que aguante. Mientras tanto, manténgase alejado de mí. No quiero contaminar ni a usted ni al resto de la Brigada.
– Para traductor, el biznieto de Slavko podría servir. Vladislav Moldovan. Trabaja como intérprete para los institutos de investigación. Tiene tan buen carácter como su abuelo. Si le digo que es por Slavko, se las arreglará para estar libre. ¿A qué hora sale el Venecia-Belgrado?
– A las nueve y treinta y dos de la noche. Paso por casa a coger una bolsa y mis relojes. Me molesta no llevar hora.
– ¿Qué más da? Si sus relojes nunca están en hora.
– Eso es porque los pongo en hora basándome en Lucio. Él mea en el árbol más o menos cada hora y media. Pero claro, no es exacto.
– Pues hágalo al revés, póngalos en hora consultando un reloj de pared, y así sabrá la hora exacta de las meadas de Lucio.
Adamsberg lo miró un tanto sorprendido.
– No quiero saber a qué hora mea Lucio. ¿Cómo quiere que me importe eso?
Danglard hizo un gesto que significaba «dejémoslo» y pasó al comisario otra carpeta, verde manzana.
– Es el último informe de Radstock. Tendrá tiempo de leerlo en el tren. Además están los interrogatorios a lord Clyde-Fox y unas informaciones inconsistentes sobre su amigo cubano, o supuesto amigo cubano. Han afinado los análisis. Todos los zapatos son franceses, salvo los de mi tío.
– O del primo de su tío, un kisslover, un kisiloviano.
– Un kiseljeviano.
– ¿Cómo atravesaron la Mancha esos zapatos?
– En barco clandestino. No hay otro modo.
– Eso es tomarse mucha molestia.
– Que vale la pena. Highgate es un sitio importante. Algunos de esos zapatos, al menos cuatro pares, no tienen más de doce años, pero Radstock tiene problemas para datar los demás. Doce años es lo que correspondería al tiempo de acción del Zerquetscher suponiendo que empezara su colecta a la edad de diecisiete años. Muy joven para introducirse en los establecimientos de pompas fúnebres para cortar pies. Cronológicamente hablando, cuadra, abarca la expansión del movimiento artístico gótico, heavy metal, encajes y terror, anticristo y lentejuelas, zombis en chaqueta de gala. Eso puede producir una impregnación favorable.
– ¿Cómo dice, Danglard?
– El movimiento gótico -repitió Danglard-. ¿No ha oído nunca hablar de eso?
– ¿Del gótico medieval?
– Del gótico de los años 1990 hasta ahora. ¿No ve de qué le hablo? Los jóvenes que llevan camisetas con calaveras o esqueletos sanguinolentos.
– Lo veo muy bien -dijo Adamsberg, con el atuendo de Zerk sólidamente enganchado a una estrella de su memoria-. ¿Stock tiene problemas con los demás pares de zapatos?
– Sí -dijo Danglard rascándose la barbilla, bien afeitada en un lado, mal en el otro.
– ¿Por qué se afeita sólo un lado? -preguntó Adamsberg interrumpiéndose a sí mismo.
Danglard se puso rígido y se fue hasta la ventana para examinarse en el cristal.
– La bombilla del cuarto de baño se ha fundido. No veo nada en el ángulo izquierdo. Convendría que lo arreglara.
Abstract, pensó Adamsberg. Danglard la esperaba.
– ¿Tenemos aquí bombillas de bayoneta de sesenta vatios?
– Ya irá a mirar, comandante. El tiempo pasa -señaló Adamsberg dándose golpecitos en la muñeca.
– Es usted el que me interrumpe. Hay pies que no cuadran con un tiempo de sólo doce años. Dos pertenecen a mujeres con las uñas pintadas, una moda anterior a 1990. La composición de la laca de uñas indicaría más bien el periodo 1972-1976.
– ¿Stock está seguro?
– Casi, está profundizando los análisis. Hay un par masculino de piel de avestruz, raro y caro, hecho cuando el Zerquetscher tenía sólo diez años. En ese supuesto sería un crío asombrosamente precoz. Peor aún, algunos pares podrían tener veinte o treinta años. Ya sé qué me va a decir -bloqueó Danglard levantando su vaso a modo de muralla-. En su maldito pueblo de Caldhez, los chavales hacían explotar los sapos desde que nacían. Pero hay un margen.
– No, no iba a hablar de los sapos.
La idea de los sapos que los niños hacían explotar en un inmundo estallido de sangre y entrañas haciéndolos fumar un cigarrillo devolvió la mano de Adamsberg al paquete de Zerk.
– Ha vuelto en serio -comentó Danglard al verlo fumar su tercer pitillo.
– Es por sus sapos.
– Siempre es por algo. Yo dejo el vino blanco. Se acabó. Éste es mi último vaso.
Adamsberg se quedó mudo de sorpresa. Que Danglard estuviera enamorado, estaba claro; que fuera correspondido, era de esperar; pero que eso le hiciera dejar el vino, no podía creérselo.
– Me paso al tinto -prosiguió el comandante-. Es más vulgar pero menos ácido. El blanco me arruina el estómago.