– ¿Y usted, Weill? ¿Su codicia?
– Yo tengo la suerte, compréndame, de quererme mucho. Eso reduce mi avidez y mis exigencias respecto al mundo. Aun así, deseo darme la gran vida en un gran palacete del siglo XVIII, con una batería de cocineros, un sastre interno, dos gatos que ronroneen, músicos personales, un parque, un patio, una fuente, amantes y sirvientas, y derecho a insultar a quien me dé la gana. Pero nadie parece pensar en satisfacer mis deseos. Nadie trata de comprarme. Soy demasiado complicado y excesivamente caro.
– Tengo un gato que regalarle. Una niña de una semana suave como algodón blanco. Hambrienta, preciosa y delicada, iría muy bien en su palacete.
– No tengo ni la primera piedra de ese palacete.
– Sería un principio, el primer barrote de la escalera.
– Podría interesarme. Quite ese GPS, Adamsberg.
– Tendría que confiar en usted.
– Los hombres que sueñan con los fastos del pasado no son buenos traidores.
Adamsberg le pasó el teléfono mientras se acababa la cerveza. Weill levantó la batería e hizo saltar el chip de localización con un gesto seco.
– Por eso tenía que verlo.
29
El coche 17 para Belgrado era un compartimento de lujo con dos camas de sábanas blancas y mantas rojas, lamparitas, mesillas de noche barnizadas, lavabo y toallas. Adamsberg nunca había viajado en esas condiciones y comprobó los billetes. Plazas 22 y 24, era correcto. Había habido un error en el servicio técnico de las misiones y desplazamientos, la contabilidad saltaría hasta el techo. Adamsberg se sentó en su cama, satisfecho como un ladrón que tiene un golpe de suerte. Se instaló como en un hotel, puso las carpetas sobre la cama, examinó la cena «a la francese» que les sería servida a las diez: crema de espárragos, lenguaditos a la Plogoff, azul de Auvernia, tartuffo, café, regado con valpolicella. Sintió el mismo júbilo que cuando volvió a su coche apestoso al salir del hospital de Châteaudun con la comida inesperada de Froissy. Es cierto, pensó, que no es la cantidad lo que genera placer puro, sino el bienestar con que uno no contaba, cualesquiera que sean sus componentes.
Bajó al andén a encender uno de los cigarrillos de Zerk. El mechero del joven también era negro, adornado con un dédalo rojo que evocaba las circunvoluciones de un cerebro. Localizó sin dificultad al biznieto del tío de Slavko, por el pelo tan tieso y tan negro como el de Dinh, recogido en una cola de caballo, por sus ojos casi amarillos, hendidos sobre pómulos altos y anchos, a la eslava.
– Vladislav Moldovan -se presentó el joven, de unos treinta años, con una sonrisa atravesándole todo el rostro-. Puede llamarme Vlad.
– Jean-Baptiste Adamsberg. Gracias por acompañarme.
– Al contrario, es formidable. Dedo me llevó dos veces a Kiseljevo, la última cuando yo tenía catorce años.
– ¿Dedo?
– El abuelo. Iré a ver su tumba, le contaré cuentos, como hacía él. ¿Es nuestro compartimento? -preguntó vacilante.
– El servicio de las misiones me ha confundido con una personalidad.
– Formidable -repitió Vladislav-, nunca he dormido como una personalidad. Vendrá bien seguramente cuando se trata de enfrentarse a los demonios de Kiseljevo. Conozco a muchas personalidades que preferirían estar escondidas en una barraca.
Parlanchín, pensó Adamsberg, qué menos sin duda para un intérprete-traductor que se divertía con las palabras. Vladislav traducía nueve lenguas y, para Adamsberg, que no podía ni memorizar el nombre completo de Stock, un cerebro como ése era tan extraño como el enorme dispositivo de Danglard. Sólo temía que el joven de carácter feliz lo arrastrara en una conversación sin fin.
Esperaron la salida del tren para abrir el champán. Todo divertía a Vladislav: las maderas brillantes, los jabones, las pequeñas maquinillas de afeitar, e incluso los vasos de vidrio de verdad.
– Adrien Danglard, «Adrianus», como lo llamaba mi Dedo, no me ha dicho para qué va usted a Kiseljevo. Por lo general, nadie va a Kiseljevo.
– ¿Porque es pequeño o por los demonios?
– ¿Tiene un pueblo, usted?
– Caldhez, del tamaño de un alfiler, en los Pirineos.
– ¿Hay demonios en Caldhez?
– Dos. Hay un espíritu desabrido en un sótano y un árbol que canturrea.
– Formidable. ¿Qué busca en Kiseljevo?
– Busco la raíz de una historia.
– Es muy buen sitio para las raíces.
– ¿Ha oído hablar del asesinato de Garches?
– ¿El anciano totalmente despedazado?
– Sí. Se ha encontrado una nota de su puño y letra con el nombre de Kisilova escrito en cirílico.
– ¿Y qué tiene eso que ver con mi Dedo? Adrianus dice que era por Dedo.
Adamsberg miró por la ventana del tren, en busca de una idea rápida, lo cual no era lo que mejor se le daba. Debería haber pensado antes en una explicación plausible. No tenía intención de decir al joven que un Zerk había cortado los pies a su Dedo. Son cosas que pueden perforar el alma a un biznieto hasta triturarle el carácter feliz.
– Danglard -dijo- escuchó muchas veces las historias de Slavko. Y Danglard acumula el saber como la ardilla sus avellanas, mucho más de lo que necesita para pasar veinte inviernos. Cree recordar que un tal Vaudel (es el nombre de la víctima) vivió un tiempo en Kisilova y que Slavko le habló de él. Como si Vaudel hubiera huido de sus enemigos refugiándose en Kisilova.
La historia no era muy buena, pero coló porque sonó la campana para anunciar la cena, que decidieron tomar en su compartimento, como personalidades. Vladislav se informó acerca del sentido de «lenguaditos a la Plogoff». A la bretona, le explicó el camarero italiano, servidos con una salsa de almejas especialmente traídas de Plogoff, en la punta del Raz. Les tomó nota, con aspecto de considerar que ese hombre en camiseta, con pinta de extranjero y pelo negro cubriéndole los brazos, no era una auténtica personalidad, igual que su compañero.
– Cuando se es velludo -dijo Vladislav una vez que se hubo ido el camarero-, los hombres le mandan a uno viajar en el vagón del ganado. Me viene de mi madre -añadió con melancolía tirándose de los pelos del brazo, antes de reírse inopinadamente a carcajadas, tan rápido como se rompe un jarrón.
La risa de Vladislav era orgánicamente comunicativa, y parecía saber reír de nada y sin ayuda de nadie.
Después de los lenguaditos a la Plogoff, el valpolicella y los postres, Adamsberg se tumbó en su cama con las carpetas. Leerlo todo, retomarlo todo. Era la parte del trabajo más ardua para él. Esas fichas, esos informes, esas exposiciones formales en que ninguna sensación resultaba palpable.
– ¿Cómo hace para entenderse con Adrianus? -interrumpió Vladislav mientras Adamsberg se afanaba con la carpeta alemana, leyendo concienzudamente la ficha de Frau Abster, domiciliada en Colonia, setenta y seis años-. ¿Y sabe que él lo reverencia y, al mismo tiempo, usted le pone los nervios de punta?
– Todo pone a Danglard los nervios de punta. Lo hace él solo.
– Dice que no puede entenderlo.
– Como el agua y el fuego y el aire y la tierra. Lo que sí sé es que, sin Danglard, la Brigada iría desde hace tiempo a la deriva para acabar clavada en algún escollo.
– En la punta del Raz por ejemplo. En Plogoff. Quedaría muy elegante. Y allí, naufragado con Adrianus, usted encontraría los lenguaditos del tren Venecia-Belgrado, sería un consuelo.
Adamsberg no avanzaba en la lectura del informe, bloqueado en la línea 5 de la ficha de Frau Abster, nacida en Colonia de Franz Abster y Erika Plogerstein. Danglard no lo había prevenido contra la cháchara compulsiva de Vladislav, que anegaba su poca concentración.
– Tengo que leer de pie -dijo Adamsberg levantándose.