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Danica, que, bien mirada, era redondita y guapa, y no debía de tener más de cuarenta y dos años, llamó a la puerta, despertándolo después de las ocho, según sus relojes.

– Večera je na stolu -dijo con una gran sonrisa, completando con gestos que significaban «venir» y «comer».

El lenguaje de los signos cubría fácilmente lo esencial de las funciones vitales.

La gente no paraba de sonreír, allí en Kisilova, y de ese lugar singular venía quizá el «carácter feliz» del tío Slavko y de su sobrino Vladislav. Descendencia que le hizo pensar en su propio hijo. Envió algunos pensamientos al pequeño Tom, que estaba en alguna parte en Normandía, y cayó del edredón. Enseguida había tomado cariño a ese edredón azul pálido ribeteado con cordón de pasamanería y gastado en las esquinas, más atractivo que el rojo vivo que le había regalado su hermana. Ése olía a heno o a diente de león, incluso quizá a burro. Cuando bajaba la escalerita de madera, su portátil vibró en su bolsillo trasero, como un grillo nervioso que le hiciera cosquillas en la piel. Consultó la respuesta de Danglard. Una respuesta clara: «Inepto».

Vladislav lo esperaba en la mesa, con los cubiertos plantados verticalmente en sus puños. Dunajski zrezek, escalope vienesa, dijo impaciente señalando la fuente. Se había puesto una camiseta blanca, y su tocado de pelo negro era todavía más vistoso. Se detenía en las muñecas, como ola que muere, dejando sus manos lisas y pálidas.

– ¿Ha visto paisaje? -preguntó el joven.

– El Danubio y la linde del bosque oscuro. Una mujer vino para impedir que fuera allí. Hacia el bosque.

Buscó el rostro de Vlad, que comía cabizbajo mirando el plato.

– Pero fui igualmente -insistió Adamsberg.

– Formidable.

– ¿Qué quiere decir? -dijo Adamsberg poniendo en la mesa la hoja en la que había copiado la inscripción grabada en la estela.

Vlad cogió la servilleta, se secó lentamente los labios.

– Gilipolleces.

– Ya, pero ¿cuáles?

Vlad resopló por la nariz, expresando su desacuerdo.

– De todos modos, lo habría visto tarde o temprano, aquí es inevitable.

– ¿Y bien?

– Ya se lo he dicho. No quieren hablar de ello, eso es todo. El que esa mujer lo haya visto ir ya es malo. No se sorprenda si mañana lo echan. Y si quiere proseguir su investigación sobre Vaudel no los provoque con eso. Ni con eso ni con la guerra.

– No he dicho nada sobre la guerra.

– ¿Ve al tipo que está detrás de nosotros? ¿Ve lo que hace?

– Lo he visto. Dibuja en el dorso de su mano.

– Todo el día se dibuja círculos y cuadrados, en naranja, verde, marrón. Estuvo en la guerra -añadió Vlad bajando el tono-. Desde entonces se colorea redondeles en la mano sin decir palabra.

– ¿Y los demás hombres?

– Kiseljevo sufrió relativamente poco. Porque aquí no se deja a las mujeres y niños solos en el pueblo. Muchos consiguieron esconderse, muchos se quedaron. No hable del bosque, comisario.

– Está ligado a mi investigación, Vlad.

– Plog -dijo Vladislav irguiendo el dedo corazón, lo que daba un nuevo significado a la onomatopeya-. Nada que ver.

Danica, que se había arreglado las guedejas rubias, les trajo los postres y puso sin preguntar dos vasitos delante de sus platos.

– Prudencia -aconsejó Vlad-. Es rakija.

– ¿Qué quiere decir?

– Aguardiente de frutas.

– Hablo de la inscripción en la piedra.

Vladislav rechazó la hoja sonriendo, se sabía la inscripción de memoria, como todos los conocedores de Kisilova.

– Sólo un francuz ignorante no se sobresalta al oír el terrible nombre de Peter Plogojowitz. La historia es tan célebre en Europa que ya ni se cuenta. Pregunte a Danglard, la sabe seguro.

– Ya le he hablado de eso. Lo sabe.

– No me extraña de él. ¿Qué dice?

– «Inepto.»

– Adrianus nunca me decepciona.

– Vlad, ¿qué pone en la estela?

– «Tú que vienes ante esta piedra» -recitó Vlad-, «pasa de largo sin oír y nada recojas del suelo que la rodea. Aquí yace el alma condenada de Petar Blagojević, muerto en 1725 a la edad de 62 años. Que su espíritu maldito ceda el sitio a la paz».

– ¿Por qué hay dos nombres?

– Es el mismo. Plogojowitz es la versión austriaca de Blagojević. En la época en que vivía aquí, la región estaba dominada por los Habsburgo.

– ¿Por qué fue condenado?

– Porque en 1725 el campesino Peter Plogojowitz murió en Kisilova, su pueblo natal.

– No empiece por su muerte. Dígame lo que hizo en vida.

– Es que su vida sólo se estropeó después de morir. Tres días después de su entierro, Plogojowitz vino a ver a su mujer por la noche y le pidió un par de zapatos para poder viajar.

– ¿Zapatos?

– Sí. Se los había olvidado. ¿Sigue queriendo saber o entiende que es una historia inepta?

– Cuénteme el resto, Vlad. Me suena vagamente ese muerto que quería sus zapatos.

– En las diez semanas que siguieron a su visita, hubo nueve muertes brutales en el pueblo, todas ellas de allegados de Plogojowitz. Perdían su sangre y morían de agotamiento. Durante su agonía, decían haber visto a Plogojowitz inclinarse sobre ellos, o incluso tumbarse sobre ellos. El pánico cundió entre los habitantes, convencidos de que Plogojowitz se había convertido en vampiro que venía a aspirarles la vida. Y de repente en toda Europa ya no se habló de otra cosa más que de él. Fue por Plogojowitz, por Kisilova, donde tomas rakija esta noche, por lo que la palabra vampyre apareció por primera vez fuera de estas tierras.

– ¿Hasta ese punto?

– Plog. Porque tras más de dos meses, los aldeanos estaban decididos a abrir su tumba para exterminarlo, pero la iglesia lo proscribía formalmente. La gente se exaltó, el imperio envió a las autoridades civiles y religiosas para calmar los disturbios. Autoridades que asistieron impotentes a la exhumación. Pero que observaron y que describieron. El cuerpo de Peter Plogojowitz no mostraba un solo signo de descomposición. Estaba intacto y con la piel fresca.

– Como la mujer de Londres. Una tal Elisabeth cuyo marido abrió el ataúd después de siete años para recuperar sus poemas. Ella estaba como nueva.

– ¿Era una vampira?

– Por lo que entendí, sí.

– Entonces es normal. La piel vieja de Plogojowitz y sus antiguas uñas estaban en el suelo de la sepultura. Le salía sangre de la boca y de todos sus orificios: por las narices, los ojos, la orejas. Todos esos hechos fueron escrupulosamente consignados por los responsables austriacos. Peter se había comido su sudario y estaba en erección, aunque ese detalle suele omitirse en los informes. Aterrorizados, los campesinos hicieron una estaca y le atravesaron el corazón.

– ¿Emitió un estertor?

– Sí. Su horrible aullido se oyó en todo el pueblo, y un chorro de sangre se extendió por la tumba. Sacaron su cuerpo repulsivo y lo quemaron hasta la última parcela. Desenterraron a sus nueve víctimas, las encerraron en una sepultura sellada y abandonaron rápidamente el cementerio.

– ¿El viejo cementerio del oeste?

– Sí. Temían el contagio bajo tierra. Y las muertes cesaron. Así es como cuentan la historia.

Adamsberg tomó un sorbo diminuto de rakija.

– En la linde del bosque, bajo el túmulo, ¿lo que hay son cenizas?

– Hay dos versiones. Sus cenizas fueron esparcidas por el Danubio, o bien reunidas en esa tumba, lejos del pueblo. La creencia generalizada es que un trozo de Plogojowitz el inmundo sobrevivió, porque bajo el túmulo dicen que se lo oye masticar. Lo cual indica de todos modos que Peter perdió toxicidad, puesto que cayó al nivel inferior de mascador.