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– ¿Se convirtió en subvampiro?

– En un vampiro pasivo, que no sale de su tumba, pero demuestra su avidez devorando cuanto encuentra a su alrededor: su ataúd, su sudario y la tierra. Hay miles de testimonios sobre mascadores. Se oye el chasquido de sus dientes bajo tierra. Aun así, vale más no acercarse y bloquearlos en su guarida.

– ¿Para eso sirven los troncos, las piedras?

– Para impedir que salga, sí.

– ¿Quién los pone?

– Arandjel -dijo Vlad bajando la voz mientras Danica venía a llenarles de nuevo los vasos.

– ¿Y por qué cortan los árboles de alrededor?

– Porque las raíces se hunden en la tierra de la tumba. La madera se contamina, no hay que dejar que se extienda, ni cortar una sola flor alrededor porque Plogojowitz está en los tallos. Arandjel lo arrasa todo una vez al año.

– ¿Cree que Plogojowitz puede salir de allí?

– Arandjel es el único que no cree en eso. Aquí, una cuarta parte de los habitantes se lo cree a pies juntillas. Otra cuarta parte mueve la cabeza sin pronunciarse, por si acaso, para no atraer la ira del vampir burlándose de él. La otra mitad finge no creer en ello, dice que son viejas historias para los ignorantes de antaño. Pero nunca están tranquilos, y por eso los hombres no dejaron el pueblo cuando la guerra. Arandjel es el único que no cree en ello de verdad. Por eso no teme conocer las historias de los vampiri de memoria, desde los vârkolac, los opyr, los vurdalak hasta los nosferat, veštica, stafia, tnorije.

– ¿Tantos?

– Aquí, Adamsberg, y en un radio de treinta kilómetros han existido miles de vampiros. Pero el epicentro es aquí, donde estamos. Donde reinó Plogojowitz el grande, el amo incontestable de la jauría.

– Si Arandjel no cree, ¿por qué lastra la tumba?

– Para tranquilizar a los habitantes. Cambia los troncos todos los años porque la madera se pudre por debajo. Y algunos piensan que es porque Plogojowitz se ha comido la tierra y empieza a atacar los troncos. Entonces Arandjel los sustituye, y corta los vástagos que brotan en los tocones. Es el único que se atreve a hacerlo, claro. Nadie se acerca al túmulo, pero por lo general la gente es razonable. Se considera que Plogojowitz es impotente porque transfirió su fuerza a su linaje.

– ¿Dónde está su linaje? ¿Aquí?

– ¿Bromeas? Antes incluso de que desenterraran a Plogojowitz, toda su familia había huido del pueblo para evitar ser masacrada. Sus descendientes se dispersaron por todas partes, a saber dónde. Vampirejos a diestra y siniestra. Pero algunos pretenden que, si Plogojowitz logra salir de su tumba, todo se reconstituirá en una única y terrible entidad. Otros dicen que una parte de Plogojowitz está aquí pero que reina entero en otro sitio.

– ¿Dónde?

– No lo sé. Todo eso son recuerdos de lo que me contaba mi Dedo. Si te divierte saber más, tendrás que hablar con Arandjel. Es en cierto modo el Adrianus serbio.

– Pero ¿se sabe, Vlad, si hay alguna familia en particular que haya sido objeto de la destrucción de Plogojowitz?

– Pues la suya, te lo acabo de contar. Hubo nueve muertos entre sus allegados. Lo que significa que hubo una epidemia. El viejo Plogojowitz estaba enfermo y transmitió la infección a su familia, que la pasó a sus vecinos. Es tan sencillo como eso. Luego, en medio del terror, se buscó una cabeza de turco, remontándose hasta el primer caso mortal, le plantaron una estaca en el corazón, y así se escribe la historia.

– ¿Y si la epidemia hubiera continuado?

– Ocurrió cantidad de veces. En ese caso, se abre la tumba, imaginando que hay trozos de la criatura nefasta todavía activos, y vuelta a empezar.

– ¿Y si tiraron las cenizas al río?

– Se abre otra tumba, de un hombre o mujer sospechosos de haber robado un resto del monstruo en la hoguera, de habérselo comido y de haberse convertido a su vez en vampir. Y así hasta la extinción de la epidemia. Por eso puede decirse al finaclass="underline" «Y cesaron las muertes».

– Pero las muertes continúan, Vladislav. Un Plögener en Pressbaum y un Plog en Garches. Dos retoños de Plogojowitz, en Austria y en Francia. ¿No se puede tomar otra cosa que no sea rakija? Esta cosa me devora como un mascadón ¿Una cerveza? ¿Hay cerveza?

– Hay Jelen.

– Muy bien, pues Jelen.

– Pudo suceder otra cosa que desencadenara la venganza. Supón que Plogojowitz no fuera un vampir en 1725. ¿Qué? ¿Qué dirías?

Adamsberg sonrió a la patrona, que le traía la cerveza, y buscó cómo decir «gracias». Consultó el dorso de la mano.

– Hvala -dijo, haciendo gesto de querer fumar, y Danica se sacó de la falda una cajetilla de aspecto desconocido, de la marca Morava.

– Regalo -dijo Vlad-. Pregunta por qué tienes dos relojes, de los que ninguno da la hora exacta.

– Dile que no lo sé.

– On ne zna -tradujo Vlad-. Te encuentra atractivo.

Danica volvió al despacho, donde hacía cuentas, y Adamsberg siguió con la mirada su movimiento, sus caderas anchas bajo la falda roja y gris.

– ¿Y si nunca hubiera habido un vampir? -insistió Vlad.

– Buscaría una historia de familia que conllevara represalias y castigo fatal. Un asesinato ignorado, un esposo traicionado, un hijo ilegítimo, una fortuna malversada. Vaudel-Plog era muy rico y no dejó el dinero a su hijo.

– ¿Lo ves? Busca por ahí, donde haya dinero.

– Están los cuerpos, Vlad. Despachurrados como para que ninguna parcela pueda reconstituirse. ¿Se despedazaba a los vampiros, o se limitaban a la estaca y al fuego?

– Eso lo sabrá Arandjel.

– ¿Dónde está? ¿Cuándo podré verlo?

Un breve intercambio con Danica, y Vlad volvió hacia Adamsberg un poco sorprendido.

– Al parecer, Arandjel te espera mañana para comer y hará col rellena. Sabe que has limpiado y mirado la estela, todo el mundo está al corriente. Dice que no debes jugar con eso sin saber, o morirás.

– Decías que Arandjel no creía en eso.

– O morirás -repitió Vlad, vaciando el vaso y echándose a reír a carcajadas.

33

Un caminito de tierra llevaba a la casa de Arandjel a orillas del Danubio, y los dos hombres avanzaban sin intercambiar palabra, como si un elemento intruso hubiera modificado su relación. A menos que los humos vespertinos de Vladislav lo volvieran callado por la mañana. Ya hacía calor. Adamsberg balanceaba su chaqueta negra en la mano, relajado, dejando que se mitigaran los ruidos de la ciudad y la investigación en el vaho del olvido que ascendía del río y cubría la imagen feroz de Zerk, la atmósfera nerviosa de la Brigada, la amenaza capital que pesaba sobre él, la flecha disparada por la gente de arriba que no iba a tardar en alcanzar su diana. ¿Estaba todavía Dinh en cama? ¿Había conseguido atrasar la muestra? ¿Émile? ¿El perro? ¿El tipo que había pintado a su protectora en bronce? Todos atenuados en la niebla que Kisilova depositaba con suavidad en su mente.

– Te has levantado tarde -dijo por fin Vladislav en tono contrariado.

– Sí.

– No has tomado el desayuno. Adrianus dice que siempre te levantas con el canto del gallo como un campesino, que le llevas cuatro horas de adelanto en la Brigada.

– No he oído el gallo.

– Yo creo que has oído perfectamente el gallo. Creo que te has acostado con Danica.

Adamsberg hizo unos cuantos metros en silencio.