– Plog -dijo.
Vladislav dio una patada a una piedra, vacilante, y se echó a reír suavemente. Con el pelo suelto sobre los hombros, parecía un guerrero eslavo lanzando su montura hacia las tierras del oeste. Encendió un cigarrillo y reanudó el curso de su cháchara natural.
– Vas a perder el tiempo con Arandjel. Vas a enterarte de un montón de cosas muy eruditas, pero nada que pueda hacer avanzar tu investigación, nada que puedas escribir en tu informe. Inepto, como dice Adrianus.
– No pasa nada, no sé escribir informes.
– ¿Y tu jefe, qué dirá? ¿Que te vas a hacer el amor a orillas del Danubio mientras un asesino anda suelto por Francia?
– Siempre piensa más o menos eso. Mi jefe, o no sé quién de allá arriba que maneja a mi jefe, trata de hacerme saltar por los aires. O sea que mejor me informo aquí.
Vladislav presentó Adamsberg a Arandjel, que saludó con la cabeza y trajo inmediatamente la col rellena a la mesa. Vladislav sirvió en silencio.
– Limpiaste la piedra de Blagojević -dijo Arandjel empezando a comer a grandes bocados-. Quitaste el musgo. Despejaste el nombre.
Vladislav traducía simultáneamente, suficientemente rápido como para que Adamsberg tuviera la impresión de estar hablando directamente con el anciano.
– ¿Fue un error?
– Sí. No hay que tocar la tumba, si no puede despertarse. La gente de aquí lo teme, hay quien podría odiarte por haber despejado el nombre. Algunos podrían incluso pensar que él te llamó para convertirte en servidor suyo. Y matarte antes de que siembre muerte en el pueblo. Petar Blagojević busca un sirviente. ¿Entiendes? Es lo que teme Biljana, la mujer que quiso retenerte. «Te atrajo, te atrajo», es lo que dijo, me lo contó.
– On te je privukao, on te je privukao -repitió Vladislav en serbio.
– Sí, eso me dijo -admitió Adamsberg.
– No te adentres en el mundo de los vampiri sin saber, joven.
Arandjel hizo una pausa para que la idea penetrara profundamente en la cabeza de Adamsberg antes de servir vino.
– Vlad me dijo anoche lo que te interesaba en la historia de Blagojević. Haz tus preguntas. Pero no te adentres en el lugar incierto.
– ¿Dónde?
– En el lugar incierto. Es el nombre del claro donde reposa. No es el pobre Petar el que puede atacarte, sino un hombre bien vivo. Has de comprender que la seguridad del pueblo cuenta antes que cualquier otra cosa. Come antes de que se enfríe.
Adamsberg obedeció y vació tres cuartas partes del plato antes de tomar la palabra.
– Ha habido dos asesinatos terribles, en Francia y en Austria.
– Estoy al corriente. Vlad me lo ha contado.
– Creo que las dos víctimas pertenecían a la descendencia de Blagojević.
– Blagojević no tiene descendencia conocida bajo ese nombre. Todos los miembros de la familia abandonaron el pueblo bajo el nombre austriaco de Plogojowitz para que la gente de aquí no los encontrara jamás. Pero la cosa se supo, por el viaje que hizo un kiseljeviano a Rumanía en 1813. Él fue quien añadió el apellido Plogojowitz en la estela. Los actuales descendientes de Blagojević, si es que hay, son todos Plogojewitz. ¿Cuál es tu idea?
– Las víctimas no sólo fueron asesinadas, sus cuerpos fueron aniquilados. Ayer pregunté a Vladislav cómo se mata a un vampiro.
Arandjel asintió varias veces, empujó el plato y se lió un grueso cigarrillo.
– El objetivo no es tanto matar al vampiro como hacer que no vuelva nunca más. Que quede bloqueado, impedido. Existen muchísimas maneras de hacerlo. Se cree que la más corriente es la que consiste en atravesar el corazón. Pero no. Por todas partes, lo más importante son los pies.
Arandjel soltó un humo denso y habló bastante rato con Vladislav.
– Voy a hacer el café -dijo Vladislav Plogerstein. Arandjel te ruega que disculpes la ausencia de postre, es que cocina sus comidas solo y no le gusta el dulce. Tampoco la fruta. No le gusta que el jugo se le derrame por las manos y queden pegajosas. Pregunta qué te ha parecido la col rellena, porque sólo te has servido una vez.
– Estaba deliciosa -dijo Adamsberg sinceramente, incómodo por haber olvidado comentar la comida-. Nunca como mucho a mediodía. Ruégale que no se lo tome mal.
Tras haber escuchado la respuesta, Arandjel asintió, dijo que Adamsberg podía llamarlo por su nombre y reanudó su exposición.
– La medida más urgente es impedir al cuerpo que ande. Si había alguna duda sobre un difunto, la gente se ocupaba en primer lugar de sus pies, para que ya no pudiera desplazarse.
– ¿Cómo llegaban las dudas, Arandjel?
– Había señales durante el velatorio. Si el cadáver conservaba una tez roja, si tenía en la boca una punta del sudario en la boca, si sonreía, si tenía los ojos abiertos. Entonces se le ataban los pulgares de los pies con un cordel, o se le mordían, o se le clavaban alfileres en la planta de los pies, o se le ataban juntas las piernas. Todo eso viene a ser lo mismo.
– ¿Podían también cortarle los pies?
– Por supuesto. Era un método más radical que se vacilaba en emplear sin certeza. La iglesia castigaba ese sacrilegio. También podían cortarle la cabeza, era frecuente, y colocarla entre los dos pies en la tumba, para que el muerto no pudiera recuperarla. O atarle las manos a la espalda, cortarlo a trocitos en una camilla, taparle las narices, meterle piedras en todos los orificios, boca, ano, orejas. El cuento de nunca acabar.
– ¿Se hacía algo con los dientes?
– La boca, joven, es un punto crucial en el cuerpo de un vampir.
Arandjel se calló mientras Vladislav servía café.
– ¿Bueno comer? -preguntó Arandjel en francés con una sonrisa súbita que atravesaba todo el ancho de su cara, y Adamsberg empezaba a enamorarse de esta amplia sonrisa kiseljeviana-. Conocí un francés en la liberación de Belgrado en 1944. Vino, mujeres bonitas, buey estofado.
Vladislav y Arandjel se echaron a reír a carcajadas al unísono, y Adamsberg se preguntó, una vez más, cómo conseguían divertirse con tan poco. Le habría gustado ser capaz.
– El vampir quiere devorar sin parar -prosiguió Arandjel-, por eso se come el sudario, o incluso la tierra de su tumba. O le metían piedras en la boca para bloquearlo, o ajos, o tierra, o le anudaban una tela alrededor del cuello para que no pudiera deglutir, o lo enterraban boca abajo para que fuera comiéndose la tierra de debajo y hundiéndose poco a poco.
– También hay gente que come armarios -murmuró Adamsberg.
Vlad se interrumpió, inseguro.
– ¿Que come armarios? ¿Es eso?
– Sí. Tecófagos.
Vladislav tradujo, y Arandjel no pareció sorprendido.
– ¿Ocurre a menudo en su país? -se informó.
– No, pero también hubo un hombre que se comió un avión. Y en Londres, un lord que quiso comerse las fotos de su madre.
– Yo conozco un hombre que se comió su propio dedo -dijo Arandjel levantando el pulgar-. Se lo cortó y lo coció. Lo que pasa es que al día siguiente no se acordaba, y fue por todas partes reclamando su dedo. Eso fue en Ruma. La gente estuvo un tiempo dudando si decirle la verdad o que un oso se lo había comido en el bosque. Al final, murió una osa poco después. Llevaron la cabeza al hombre, y él se quedó tranquilo pensando que el dedo estaba dentro. Y conservó la cabeza podrida.
– Como el oso polar -dijo Adamsberg-. El que se comió al tío de uno en los hielos y que el sobrino llevó a Ginebra, para entregárselo a la viuda, que lo guardó en el salón.