– Aquí lo tiene -dijo Radstock con voz fatalista y agresiva, volviéndose hacia Adamsberg-. Esto es Highgate, el lugar maudit, y eso desde hace cien años.
– Ciento setenta -precisó Danglard en voz baja.
– OK -dijo Radstock tratando de reponerse-. Pueden irse al hotel. Llamo a los chicos.
Radstock sacó su teléfono, sonrió incómodo a sus colegas.
– La calidad de los zapatos es mediocre -dijo marcando el número-. Con un poco de suerte, serán franceses.
– Si lo son los zapatos, lo serán los pies -completó Danglard.
– Sí, Dánglerd. ¿Qué inglés se molestaría en comprar zapatos franceses?
– O sea que, si de usted dependiera, nos lanzaría todo este horror por encima de la Mancha.
– En cierto modo, sí. ¿Dennison? Aquí Radstock. Envía el equipo de homicidios al completo a la puerta de Highgate. No, no hay cuerpos, sólo un infame montón de zapatos viejos, unos veinte quizá. Con los pies dentro. Sí, todo el equipo, Dennison. OK, pásamelo -concluyó el superintendente en tono hastiado.
El superintendente Clems estaba en el Yard, el viernes siempre era un día cargado. Parecía que se parlamentaba en las oficinas, que se hacía esperar a Radstock al teléfono. Danglard aprovechó para explicar a Adamsberg que sólo los pies franceses aceptarían zapatos franceses, y que el superintendente deseaba ardientemente enviarles el conjunto al otro lado de la Mancha, hasta el corazón de París. Adamsberg asentía, con las manos en la espalda, mientras daba lentamente la vuelta al depósito, alzando la vista hacia lo alto del muro del cementerio, tanto para airearse la mente como para imaginar adónde querían ir esos pies muertos. Ellos que sabían cosas que él no sabía.
– Aproximadamente unos veinte, sir -repitió Radstock-. Estoy in situ y los veo.
– Radstock -dijo la voz desconfiada del superior Clems-, ¿qué es esta jodienda? ¿Esta historia de pies dentro?
– God -dijo Radstock-. Estoy en Highgate, sir, no en Queen’s Lane. ¿Me envía a los chicos o me deja solo con estas inmundicias?
– ¿Highgate? Haberlo dicho antes, Radstock.
– Llevo una hora sin decir otra cosa.
– De acuerdo -dijo Clems repentinamente conciliador, como si el nombre de «Highgate» accionara una señal de alarma-. El equipo va para allá. ¿Hombres, mujeres?
– Un poco de todo, sir. Pies de adultos. Calzados.
– ¿Quién le ha dado la pista?
– Lord Clyde-Fox. Él descubrió esta porquería. Se ha echado al coleto jarras y jarras de cerveza para reponerse.
– Bien -dijo Clems con voz rápida-. ¿Los zapatos? ¿De qué calidad? ¿Recientes?
– Yo diría que tienen veinte años. Y son bastante feos, sir -añadió con ironía extenuada-. Con suerte, podremos encasquetárselos a los frenchies y lavarnos las manos.
– De eso nada, Radstock -interrumpió Clems con dureza-. Estamos en pleno coloquio internacional y esperamos resultados.
– Lo sé, sir, tengo a los dos policías de París conmigo.
Radstock emitió de nuevo una risita, miró a Adamsberg y adoptó el mismo ardid de lenguaje que sus colegas, aumentando su cadencia de un modo notable. Estaba claro para Danglard que el superintendente, humillado por haber rogado que lo acompañaran, se desahogaba con un raudal de críticas dirigidas a Adamsberg.
– ¿Quiere decir que Adamsberg en persona está con usted? -interrumpió Clems.
– El mismo. ¿Este tipejo duerme despierto o qué?
– Guarde su lengua y sus distancias, Radstock -ordenó Clems-. Ese tipejo, como dice usted, es una mina errante.
Por encogido que pareciera, Danglard no era un hombre tranquilo, y pocos ingenios de la lengua inglesa se le escapaban. Su actitud de defensa de Adamsberg era infalible, salvo en las críticas que él mismo se permitía. Arrancó el teléfono de la mano de Radstock y se presentó, alejándose del olor de los pies muertos. A Adamsberg le pareció que, poco a poco, el hombre del teléfono resultaba ser mejor compañero de pesca que Radstock.
– Pongamos que sí -concedió con sequedad Danglard.
– Nada personal, comandante Dánglerd, créame -dijo Clems-. No estoy buscando excusas a Radstock, pero él estuvo allí, hace más de treinta años. Es mala suerte que le caiga eso encima a seis meses de la jubilación.
– De eso hace tiempo, sir.
– No hay nada peor que las cosas de hace tiempo, usted lo sabe. Las raíces antiguas acaban horadando el césped, y eso puede durar siglos. Sea un poco indulgente con Radstock, usted no puede entenderlo.
– Sí puedo. Conozco el drama de Highgate.
– No le estoy hablando del asesinato del paseante.
– Yo tampoco, sir. Estamos hablando del Highgate histórico, ciento sesenta y seis mil ochocientos cuerpos, cincuenta y una mil ochocientas tumbas. Estamos hablando de las salidas nocturnas en los años 1970, e incluso de Elisabeth Siddal.
– Muy bien -dijo el superintendente tras un silencio-. Entonces, si sabe todo eso, sepa usted que Radstock participó en la última salida y que, en esa época, no tenía ninguna experiencia. Cárgueselo a su cuenta.
El equipo de refuerzo se estaba instalando. Radstock tomaba el mando. Sin una palabra, Danglard cerró el teléfono, lo metió en el bolsillo de su colega británico y se reunió con Adamsberg que, apoyado en un coche negro, parecía sostener a un Estalère abatido.
– ¿Qué harán con ellos? -preguntó Estalère con voz trémula-. ¿Buscar a veinte personas sin pies para volver a pegárselos? ¿Y luego?
– Diez personas -interrumpió Danglard-. Si hay veinte pies, son diez personas.
– De acuerdo -admitió Estalère.
– Pero parece que ya sólo haya dieciocho. Lo que haría nueve personas.
– De acuerdo. Pero si los ingleses tuvieran un problema con nueve personas sin pies, estarían al corriente, ¿no?
– Si se trata de personas, sí -dijo Adamsberg-. Pero, si se trata de cuerpos, no necesariamente.
Estalère sacudió la cabeza.
– Si los pies proceden de muertos -precisó Adamsberg-, son nueve cadáveres. Los ingleses tienen en alguna parte nueve cadáveres sin pies, y no lo saben. Me pregunto -prosiguió con voz más lenta- cuál es la palabra adecuada para decir «cortar los pies». Quitarle la cabeza a alguien es «decapitar». Los ojos, «arrancar»; los testículos, «emascular». Pero ¿y para los pies? ¿Qué se dice? ¿«Despedestrar»?
– Nada -dijo Danglard-. No se dice nada. La palabra no existe porque el acto no existe. Bueno, no existía hasta ahora. Pero un tipo acaba de crearlo, en el continente desconocido.
– Es como el comedor de armario. No hay palabra para él.
– Tecófago -propuso Danglard.
4
Cuando el tren entró en el túnel que atravesaba la Mancha, Danglard inspiró ruidosamente y apretó sus mandíbulas. El viaje de ida no había mitigado su aprensión, y esa travesía bajo el agua le seguía pareciendo inaceptable; y los viajeros, inconsecuentes. Se veía con nitidez a sí mismo avanzar por ese conducto a toda prisa, recubierto de toneladas de golpes de mar.
– Se siente el peso -dijo con los ojos fijos en el techo del vagón.
– No hay peso -contestó Adamsberg-. No estamos bajo el agua, estamos bajo la roca.
Estalère preguntó cómo era posible que el peso del mar no hiciera presión en la roca hasta hundir el túnel. Adamsberg, paciente, determinado, le dibujó el sistema en una servilleta de papeclass="underline" el agua, la roca, los litorales, el túnel, el tren. Luego hizo el mismo dibujo sin el túnel y sin el tren, para demostrarle que su existencia no modificaba el estado de las cosas.