– Extraordinario -juzgó Arandjel-. Completamente extraordinario.
Y Adamsberg se sintió fortificado a pesar de haber tenido que ir tan lejos para encontrar a un hombre que apreciara en su valor la historia del oso. Pero había olvidado en qué punto había dejado la conversación, y Arandjel lo leyó en sus ojos.
– Comerse a los vivos, el sudario, la tierra -le recordó-. Por eso la gente desconfiaba mucho de quienes tenían una dentadura anormal, tanto los que tuvieran dientes más largos que los demás como los que hubieran nacido con uno o dos dientes.
– ¿Nacido?
– Sí, no es tan raro. En vuestra zona, César nació con un diente, su Napoleón y su Luis XIV también. Y todos los que no conocemos. No era señal de vampirismo, sino señal de ser de una esencia superior. Pero -añadió haciendo tintinear sus dientes grises con el vaso- yo nací como César.
Adamsberg esperó a que pasara la doble y ruidosa risa de Vladislav y Arandjel y pidió papel. Reprodujo el dibujo que había hecho en la Brigada, marcando las zonas del cuerpo más dañadas.
– Es espléndido -dijo Arandjel cogiendo el dibujo-. Las articulaciones, sí, para impedir que el cuerpo se despliegue. Los pies, por supuesto, los pulgares todavía más, para que no ande, el cuello, la boca, los dientes. El hígado, el corazón, el alma dispersada. El corazón, sede de la vida de los vampiri, solía sacarse del cadáver para sufrir un tratamiento especial. Es un aniquilamiento fantástico, llevado a cabo por un hombre que conocía perfectamente la cuestión -concluyó Arandjel como si avalara un trabajo de profesional.
– Puesto que no podía quemar el cuerpo.
– Exactamente. Pero lo que ha hecho equivale exactamente a lo mismo.
– Arandjel, ¿es posible que aún ahora haya alguien que crea lo suficiente como para destruir los renuevos de los Plogojowitz?
– ¿Cómo «creer»? Todo el mundo cree, joven. Todo el mundo teme por las noches que se levante la lápida, que le pase una exhalación fría por el cuello. Y nadie piensa que los muertos sean buena compañía. Creer en los vampiri no es sino eso.
– No hablo del viejo terror, Arandjel. Sino de alguien que creyera estrictamente, para quien los Plogojowitz fueran auténticos vampiri que hubiera que eliminar. ¿Es eso posible?
– Sin duda alguna, si se piensa que de eso precisamente viene su desgracia. Uno busca una causa externa del sufrimiento y, cuanto más duro es el sufrimiento, mayor debe ser la causa. En este caso, el sufrimiento del asesino es inmenso.
Y su respuesta, prodigiosa.
Arandjel se dio la vuelta para hablar a Vladislav, metiéndose el dibujo de Adamsberg en el bolsillo. Sacar las sillas fuera, bajo el tilo y delante del meandro del río, aprovechar el sol, traer vasos.
– Nada de rakija, te lo ruego -susurró Adamsberg.
– Pivo?
– Sí, si Arandjel no se ofende.
– No hay peligro. Le caes bien. Hay poca gente que venga a hablarle de sus vampiri, y tú le traes un caso nuevo. Gran distracción para él.
Los tres hombres se pusieron en círculo bajo el árbol al calor del sol y el chapoteo del Danubio. La bruma se había disipado, y Adamsberg miraba, en la otra orilla, las cimas de los Cárpatos.
– Date prisa antes de que se quede dormido -previno Vladislav.
– Aquí es donde me echo la siesta -confirmó el anciano.
– Arandjel, tengo otras dos preguntas, las últimas.
– Te escucho hasta que me acabe este vaso -dijo Arandjel tomando un ligero sorbito, con la mirada divertida.
Adamsberg tuvo la sensación de estar metido en un juego de inteligencia viva en que había que pensar rápidamente mientras en el vaso iba agotándose el alcohol como si de un reloj de arena se tratase. El final del vaso daría la señal de parar el flujo de las palabras y del saber. Evaluó su tiempo disponible en cinco tragos de rakija.
– ¿Existe una relación entre Plogojowitz y el viejo cementerio del norte de Londres, Jaichgueit?
– ¿Highgate?
– Sí.
– Es más grave que una relación, joven. Porque mucho antes de que se modificara ese cementerio, dicen que llevaron a la colina el cuerpo de un turco en su ataúd. Que estuvo allá solo mucho tiempo. La gente se confunde, y no era un turco. Era un serbio, y dicen que era el amo vampir, Plogojowitz en persona. Que había huido de su tierra para reinar desde Londres. Incluso dicen que fue su presencia, allá, en lo alto de esa colina, la que generó espontáneamente la construcción del cementerio de Highgate.
– Plogojowitz es el amo de Londres -murmuró Adamsberg casi desconcertado-. Entonces el que deposita allí los zapatos no le hace ninguna ofrenda. Lo provoca, lucha contra él. Le demuestra su poderío.
– Ti to verujes -dijo Vlad mirando a Adamsberg y sacudiendo su cabellera-. Te lo crees. No te dejes liar por Arandjel, es lo que siempre me decía Dedo. Se divierte como un zorrito.
Adamsberg dejó de nuevo pasar el coro de sus risas extremas, acechando el nivel de alcohol en la mano de Arandjel. Al cruzar su mirada, éste se echó otro sorbo al coleto. Ya sólo quedaba un centímetro escaso en el vaso. «El tiempo pasa, elige bien tus preguntas», eso era exactamente lo que parecía decir la sonrisa de Arandjel, como una esfinge que lo pusiera a prueba.
– Arandjel, ¿hay alguna persona que fuera particularmente objeto de los ataques de Plogojowitz? ¿Es posible que una familia se considere especialmente víctima del poder de los Plogojowitz?
– Inepto -dijo Vlad recuperando la expresión de Danglard-. Ya te contesté yo a eso, fue su propia familia la que cascó.
Arandjel alzó una mano para hacer callar a Vlad.
– Sí -dijo-. De acuerdo -añadió sirviéndose otro poco de rakija-. Has ganado el tiempo de un último vaso antes de mi siesta.
Concesión que parecía convenir también al anciano. Adamsberg sacó su libreta.
– No -dijo Arandjel con firmeza-. Si no eres capaz de recordarlo es que no te interesa lo suficiente. En ese caso, no habrás perdido gran cosa.
– Escucho -dijo Adamsberg volviendo a meter la libreta en el bolsillo.
– Al menos una familia fue acosada por Plogojowitz. Sucedió en el pueblo de Medwegya, no muy lejos de aquí, en el distrito de Braničevo. Lo podrás leer en el Visum et repertum que el médico Flükinger redactó en 1732 para el consejo militar de Belgrado tras haberse cerrado la investigación.
El Danglard serbio, recordó Adamsberg. No tenía ni idea de qué era ese Visum et repertum ni de cómo encontrarlo, y el viejo Arandjel lo había desafiado a no apuntar nada. Adamsberg se frotaba las manos, tenso ante el temor de olvidar. El Visum et repertum de Flükinger.
– El caso fue aún más sonado que el de Plogojowitz, una auténtica deflagración en todo occidente, que opuso violentamente las opiniones, con su Voltaire burlándose, el emperador de Austria metiendo baza, Luis XV mandando seguir la investigación, los médicos tirándose de los pelos, otros rezando por su salvación, los teólogos sin saber qué hacer. Hubo una cantidad inmensa de literatura y de debates. Venía de allí -añadió Arandjel lanzando una mirada a las colinas de alrededor.
– Lo escucho -volvió a decir Adamsberg.
– Un soldado regresó a su pueblo de Medwegya tras varios años de campaña durante la guerra entre Austria y Turquía. Ya no era el mismo. Contó que había sido víctima de un vampir durante su aventura, que había luchado duramente con él, que éste lo había perseguido hasta la Persia turca y que, al final, había conseguido abatir al monstruo e inhumarlo. Se había llevado tierra de la sepultura, y se la comía regularmente para protegerse de sus ataques. Señal de que el soldado no se sentía fuera del alcance del muerto viviente aun pensando que lo había vencido. Así, vivía en Medwegya devorando tierra, yendo por los cementerios, agitando al vecindario. En 1727, cayó de un carro de heno y se rompió el cuello. En el mes que siguió a su muerte, hubo cuatro fallecimientos en Medwegya, del modo en que mueren quienes son acosados por los vampiros, y se declaró que el soldado se había convertido en vampiro a su vez. La agitación fue tal que las autoridades aceptaron su exhumación cuarenta días después de su muerte, bajo su supervisión. El resto ya se sabe.