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– Dígalo de todos modos -pidió Adamsberg, temiendo que Arandjel parara de hablar.

– El cuerpo tenía la tez sonrosada, la sangre fresca manaba de todos sus orificios, la piel estaba nueva y tersa, las uñas viejas yacían al fondo de la tumba, y no se observó ningún signo de descomposición. Plantaron una estaca en el cuerpo del soldado, que lanzó un aullido espantoso. También se dice que no aulló, pero que emitió un suspiro inhumano. Lo decapitaron y lo quemaron.

El viejo tomó un sorbo bajo la mirada vigilante de Adamsberg. Ya sólo quedaba un tercio del segundo vaso. Si Adamsberg había escuchado con atención las fechas, el soldado había muerto dos años después de Plogojowitz.

– Sus cuatro víctimas fueron también sacadas de sus tumbas y sufrieron el mismo trato. Pero como se temía que el contagio del vampiro de Medwegya se extendiera a sus vecinos de cementerio, decidieron seguir. Se abrió una investigación oficial en 1731. Se procedió a la apertura de cuarenta tumbas cercanas a la del soldado y se descubrió que diecisiete cuerpos se habían quedado rollizos y rubicundos: allí estaban Militza, Joachim, Ruscha y su niño, Rhode, la mujer de Bariactar y su hijo, Stanache, Millo, Stanoicka y otros. Todos ellos fueron sacados de sus sepulturas y quemados. Y las muertes cesaron.

Ya sólo quedaban unas gotas en el vaso de Arandjel, todo dependía de lo que tardara en bebérselas.

– Si el soldado había luchado contra Peter Plogojowitz… -empezó rápidamente Adamsberg-, porque era Plogojowitz, ¿verdad?

– Eso dicen.

– Entonces los miembros de su familia no eran vampiros… ¿cómo decir? intencionados, sino que podían considerarse víctimas de Plogojowitz, seres capturados y sojuzgados. Hombres y mujeres vampirizados a la fuerza, destruidos por la criatura.

– Sin duda alguna. Eso es lo que son.

Arandjel hizo girar la última gota en el vaso, examinando los destellos de las facetas del vidrio al sol.

– ¿Y el nombre del soldado? -preguntó precipitadamente Adamsberg-. ¿Se sabe todavía?

Arandjel alzó la cabeza hacia el cielo blanco y se echó la gota de rakija a la boca sin llevar el vaso a los labios.

– Arnold Paole. Se llamaba Arnold Paole.

– Plog -deslizó Vladislav.

– Trata de recordarlo -concluyó Arandjel arrellanándose en su butaca-. Es un nombre que no se queda. Como si la succión de los Plogojowitz lo hubiera vuelto inconsistente.

34

Adamsberg escuchaba al teléfono la cháchara de Weill que le preguntaba por las comidas y los vinos locales, ¿había probado al menos la col rellena?

Sus pasos lo llevaban tranquilamente a un paisaje que ya le empezaba a resultar familiar, casi suyo. Reconocía tal flor, tal ondulación del terreno, tal vista sobre los tejados. Se encontró en la bifurcación del camino forestal, estuvo a punto de dirigirse a la linde del bosque, retrocedió. Atraído, estás siendo atraído. Bajó en ángulo recto y enfiló el camino del río, dejando su mirada deambular por las alturas de los Cárpatos.

– ¿Me está escuchando, comisario?

– Por supuesto.

– Al fin y al cabo, estoy trabajando para usted.

– No, trabaja contra los oscuros poderes de arriba.

– Es posible -concedió Weill, a quien no gustaba ser pillado en flagrante delito de sentimientos honorables-. Empiezo por el tercer barrote de la escalera, escalera cuyos largueros, naturalmente, están apoyados en las bocas del infierno.

– Sí -dijo Adamsberg, distraído por una gran cantidad de mariposas blancas que jugaban en el calor, alrededor de su cabeza, como si fuera una flor.

– El juez del proceso de la niña Mordent se llama Damvillois. Localizado. Es un individuo mediocre de carrera estancada pero cuyo hermanastro es preeminente. Damvillois no puede negarle nada, cuenta con él para ascender. Cuarto barrote: el hermanastro, Gilles Damvillois, poderoso juez de instrucción de Gavernan, carrera meteórica, en situación de sacar la plaza de fiscal del Tribunal Supremo. Siempre y cuando el actual fiscal esté dispuesto a favorecer su candidatura. Quinto barrote: el actual fiscal del Tribunal Supremo, Régis Trémard, preparado para conseguir nada menos que la presidencia del Tribunal Supremo. Siempre y cuando el actual presidente coloque a Trémard antes que los demás.

Adamsberg se había adentrado en un sendero desconocido que bordeaba el meandro del Danubio y conducía a un antiguo molino. Las mariposas seguían acompañándolo, ya fuera porque se hubieran encariñado con él o porque se tratara de otras mariposas.

– Sexto barrote: el presidente del Tribunal Supremo, Alain Perrenin. Que ambiciona la vicepresidencia del Consejo de Estado. Siempre y cuando la actual vicepresidenta lo apoye. Creo que aquí ya empezamos a acercarnos. Séptimo barrote, la vicepresidenta del Consejo de Estado, Emma Carnot. Ya casi estamos. Llegó adonde está a codazo limpio, y tiene los codos puntiagudos, sin perder jamás medio día de su vida en tonterías, en descansos para la mente, en placeres y otras chorradas para personas sensibles. Trabajadora colosal, relaciones y puntos de apoyo en cantidad descomunal.

Adamsberg había penetrado en el antiguo molino y levantaba la cabeza para examinar la vieja estructura de vigas, dispuesta de manera distinta de la del antiguo molino de Caldhez. Las mariposas lo habían plantado en la semioscuridad. En el suelo, sentía bajo los pies una capa de excrementos de pájaro que formaba una alfombra blanda y agradable.

– Esa mujer apunta al Ministerio de Justicia -dijo Adamsberg.

– Y de allí, más alto aún. Apunta a todo, es una cazadora empedernida. A petición mía, Danglard registró el despacho de Mordent. Encontró el número personal de Emma Carnot, mal disimulado, estúpidamente pegado debajo de la mesa. Excusable en un cabo, criticable en un policía con grado de comandante. Mi opinión es inapelable: cuando uno no sabe memorizar diez números de teléfono, nunca debe meterse en chanchullos. Mi segunda opinión es la siguiente: arreglárselas siempre para que nadie le meta a uno una granada debajo de la cama.

– Por supuesto -dijo Adamsberg estremeciéndose al recordar a ese Zerk a quien había dejado huir.

Una auténtica bomba debajo de la cama, capaz de volarle las entrañas como a un sapo. Pero sólo él lo sabía. No, también Zerk, que desde luego tenía intención de usarla. «He venido a pudrirte la vida.»

– ¿Contento? -preguntó Weill.

– ¿De enterarme de que la mandamás del Consejo de Estado va a por mí? No del todo, Weill.

– Adamsberg, lo que tenemos que averiguar es por qué Emma Carnot no quiere bajo ningún concepto que encuentren al asesino de Garches. ¿Colaborador peligroso? ¿Hijo? ¿Antiguo amante? Dicen que ahora sólo frecuenta mujeres, pero hay quien susurra (y tengo uno que susurra muy fuerte desde el tribunal de apelación de Limoges) que hubo antaño un marido. Hace mucho tiempo. Siempre hay que ir a husmear en los viejos baúles de familia. Tercera opinión: disimular la propia familia y la propia sexualidad en un escondite inaccesible y, si es posible, quemarlo todo.