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– Debe de ser lo que está intentando hacer.

– He estado buscando, Adamsberg. No encuentro ni matrimonio, ni relación alguna con el caso de Garches, ni con el de Pressbaum. Bueno, ni matrimonio, exagero.

Weill emitió un chasquido con la lengua, saboreó un pequeño silencio.

– La página que podría corresponder a su apellido de soltera en el ayuntamiento, ayuntamiento que podría ser suyo, puesto que nació en Auxerre, ha sido arrancada. La empleada asegura que una mujer «del ministerio» exigió estar sola con el registro para un «alto secreto». Pienso que nuestra Emma Carnot pierde los papeles. Se siente su nerviosismo. Una mujer de pelo negro, dijo la encargada. Cuarta opinión: no utilizar nunca peluca, es ridículo. Por tanto, estamos ante un matrimonio sustraído al conocimiento público.

– El asesino sólo tiene veintinueve años.

– Hijo del matrimonio. Ella lo protege. O se las arregla para que la locura de su hijo no sea una traba para su carrera.

– Weill, la madre de Zerk se llama Gisèle Louvois.

– Ya lo sé. Cabría pensar que Carnot se deshizo discretamente del recién nacido arreglando su adopción a cambio de un buen pellizco.

– Bien, Weill. Y ahora que estamos subidos en el séptimo barrote, ¿qué hacemos?

– Nos hacemos con el ADN de Carnot, lo comparamos con el del pañuelo y ya está. Facilísimo, las basuras del Consejo de Estado están todas las mañanas en la plaza del Palais-Royal. Los días de pleno, en esas basuras se encuentran botellas de agua y vasos de café que han aliviado la sed de los miembros del Consejo. Entre esas botellas, la de Carnot. Y mañana hay pleno. Desactive este móvil, comisario, y no lo encienda hasta mañana, a las siete de la mañana, sin falta.

– ¿Hora de París?

– Sí, las nueve para usted.

– Sin falta -registró Adamsberg, bruscamente aliviado de que fuera la vicepresidenta del Consejo de Estado quien hubiera engendrado a ese Zerk. Porque, si ni siquiera recordaba en absoluto haber hecho el amor con una Gisèle, de lo que estaba seguro era de no haberse acostado nunca con la vicepresidenta.

Colgó y quitó la batería al móvil de Weill. Al día siguiente, a las nueve. Tendría que explicar su salida matinal a la patrona de la krusma. Se mordió los labios. Había jurado de buena fe a Zerk que siempre recordaba los nombres y los rostros de las mujeres con quienes había hecho el amor. Y esa mujer era del día anterior. Se esforzó, pasó en revista las palabras que había oído, «krusma», «kafa», «danica», «hvala». Danica, eso era. Se detuvo delante de la puerta del molino, asaltado por una inquietud mucho mayor. El nombre del soldado serbio a quien Peter Plogojowitz había podrido la vida. Lo sabía todavía cuando tomó el camino del río. Pero la llamada de Weill se lo había quitado de la mente. Se cogió la cabeza con las manos, en vano.

El ruido vino de detrás, como de un saco arrastrado por el suelo. Adamsberg se volvió, no estaba solo en el molino.

– ¿Qué, capullo? -dijo la voz en la sombra.

35

Fue el ruido chirriante de un rollo de adhesivo extraído a tiras lo que hizo a Adamsberg recobrar consciencia. Zerk lo estaba rodeando con cinta de embalar. Las piernas ya estaban inmovilizadas cuando lo sacó a rastras del molino y lo cargó en un coche aparcado a unos veinte metros de allí.

¿Cuánto tiempo lo había dejado atado en el suelo del viejo molino? Hasta la llegada de la oscuridad, debían de ser más de las nueve de la noche. Movió los pies, pero el resto estaba sujeto, como una momia con sus vendas pegadas. Las muñecas presas, la boca cerrada. Del hombre se veía sólo una masa negra. Pero lo oía. El ruido del cuero de su cazadora, los resoplidos de sus esfuerzos, sus onomatopeyas sin sentido. Luego un breve trayecto en el asiento trasero del coche, de menos de un kilómetro, y parada. Zerk lo arrastraba por los puños soldados, como si sus brazos hubieran formado el asa de un enorme cesto. Avanzó con dificultad unos treinta metros, parándose cinco veces, mientras la grava rodaba bajo el torso de Adamsberg. Lo soltó de golpe, jadeando, sin dejar de refunfuñar, y abrió una puerta.

Grava en su espalda, atravesándole la camisa. ¿Dónde había visto grava puntiaguda en Kisilova? Grava negra, diferente de la que se encuentra en Francia. El hombre había girado una llave, una llave gruesa y vieja según el sonido del metal. Entonces volvió hacia él, lo cogió por el asa de los brazos, lo obligó a bajar brutalmente unos escalones de piedra y lo dejó caer al suelo. Tierra batida. Zerk cortó la cinta adhesiva de las muñecas, le quitó la chaqueta, la camisa, cortando la ropa a cuchilladas para deshacerse de ella más rápido. Adamsberg trató de reaccionar, pero ya estaba demasiado débil, sus piernas estaban sujetas y frías, y la bota del tipo le aplastaba el tórax. Y de nuevo la cinta adhesiva, que esta vez se enrolló alrededor de su torso, pegando los brazos a los costados, y alrededor de sus pies, inmovilizados como el resto. Unos cuantos pasos, y Zerk cerró la puerta sin una palabra. El frío intenso contrastaba con la noche tibia, la oscuridad era absoluta. Un sótano, sin un ventanuco siquiera.

– ¿Sabes dónde estás, capullo? ¿Por qué no me dejaste en paz?

La voz le llegaba deformada, un poco aguda y susurrante, como desde una radio antigua.

– Ahora te conozco, madero, así que tomo precauciones. Tú estás dentro, yo estoy fuera. He pasado una emisora por debajo de la puerta para hablarte. Si gritas, nadie te oirá, ni lo intentes. Nadie viene nunca por aquí. La puerta tiene diez centímetros de grueso, los muros son como de fortaleza. Un auténtico búnker.

Zerk soltó una risa corta y sin melodía.

– ¿Y sabes por qué? Porque estás en una tumba, capullo. En la tumba más hermética de todo Kisilova, de donde nadie tiene que salir. Te describo el sitio, ya que no lo ves, para que puedas imaginarte a ti mismo antes de morir. Cuatro ataúdes en estanterías a un lado, cinco al otro. Nueve muertos. ¿Te gusta? Y en el ataúd que tienes a tu derecha, si lo abrieras, no es seguro que encontraras un esqueleto, igual un cuerpo fresco, hinchado de salvia. Se llama Vesna y devora a los hombres. ¡A lo mejor le gustas!

Nueva risa.

Adamsberg cerró los ojos. Zerk. ¿Dónde se había metido todo ese tiempo? En los bosques, en una de las cabañas abandonadas de los claros quizá. ¿Y qué más daba? Zerk lo había seguido, lo había encontrado, y todo se había acabado. Incapaz de mover sus miembros, Adamsberg sentía sus músculos anquilosarse, el frío penetrar su cuerpo. Zerk tenía razón, nadie se aventuraría en el antiguo cementerio, de ninguna manera. Gran lugar abandonado desde el espanto de 1725, como lo había explicado Arandjel. Nadie se arriesgaba a entrar allí, ni siquiera para enderezar las lápidas caídas de los antepasados. Y allí estaba él, a ochocientos metros del pueblo, en el panteón de las nueve víctimas de Plogojowitz, erigido lejos de los demás y al que nadie se habría acercado. Salvo Arandjel. Pero ¿qué podía Arandjel saber de su situación? Nada. ¿Vladislav? Nada. Sólo Danica se preocupaba quizá al no verlo regresar a la krusma. No había llegado a la cena, kobasice había dicho la patrona. Pero ¿qué podía hacer Danica? Ir a ver a Vlad. Que iría a ver a Arandjel. ¿Y luego? ¿Dónde buscarlo? A orillas del Danubio por ejemplo. Pero ¿quién iba a pensar que un Zerk negro lo había encerrado en el panteón del viejo cementerio? Arandjel podría imaginarlo, en último extremo. En una semana, en diez días. Él podría aguantar hasta entonces sin comer ni beber. Pero Zerk no era imbécil. Así inmovilizado, con el frío, con la sangre deteniéndose en su cuerpo que ya le hormigueaba, no aguantaría ni dos días. Quizá ni siquiera hasta el día siguiente. «No te adentres en el mundo de los vampiri sin saber, joven.» Con la violencia del miedo, echó de menos. El tilo, los Cárpatos, las facetas del vasito de rakija.