– Mañana habrás palmado, capullo. Por si puede hacerte ilusión, volví a tu casa. Maté a la gatita de un solo pisotón. Salpicó por todas partes. Me jodía que me hubieras obligado a salvarla. Así no me debes nada. También he cogido tu puto ADN. Así me haré la prueba. Y todo el mundo sabrá que Adamsberg había abandonado a su hijo y en qué se convirtió el crío. Por tu culpa. Tu culpa. Tu culpa. Y caerás en la deshonra para siempre.
«Los padres comieron el agraz y los dientes de los hijos sufren la dentera.» Adamsberg respiraba mal, Zerk le había apretado mucho la cinta alrededor del pecho. «Mañana habrás palmado, capullo.» Miembros inmovilizados y respiración reducida, falta de oxígeno en la sangre… sería rápido. ¿Por qué la imagen de la gatita estallada bajo la bota de Zerk tenía que hacerle daño, cuando iba a palmar en cuestión de horas? ¿Por qué tenía que pensar en los kobasice sin saber en qué consistían? Kobasice que lo remitían a Danica, que lo remitía a Vlad y su pelo de gato, que lo remitía a Danglard, Danglard a Tom y a Camille, tranquilos en Normandía, que lo remitían a Weill, a esa Emma Carnot con quien nunca se había acostado. ¿Y Gisèle? Tampoco, nunca. ¿Por qué en ese preciso instante su cabeza no podía quedarse quieta, concentrarse en un único y trágico pensamiento?
– Sólo reconozco una cosa -prosiguió la voz como de mala gana-. Has sido demasiado listo. Has entendido. Me quedo con tu cabeza y te dejo tu cuerpo. Te dejo aquí, capullo, como tú me dejaste.
Zerk tiró del cable, la emisora se deslizó por debajo de la puerta, ése fue el último ruido que oyó Adamsberg. Salvo el soplo de su acúfeno agonizante que sonaba en su oído; en ese instante descubrió que casi había desaparecido. A menos que fuera el suspiro de la mujer rubicunda que dormía en la litera de abajo, a su derecha. Adamsberg se sorprendió deseando que la vampir Vesna saliera de su ataúd y viniera a chuparle la sangre, dándole vida eterna. O simple compañía. Pero nada. Ni siquiera en esa tumba creía en nada. Sin que pudiera controlarse, su cuerpo tembló durante unos segundos. Unas cuantas sacudidas convulsivas, el principio del desbarajuste orgánico seguramente. Su pensamiento enloquecido corrió hacia el hombre de los dedos de oro y su fusible F3. ¿Le haría el tratamiento del doctor Josselin resistir más tiempo que cualquiera, con su fusible y su parietal reparados? Un nuevo escalofrío lo heló bajo su vendaje de cinta adhesiva. No, no había ninguna posibilidad.
¿En qué hay que pensar cuando uno va a morir?
Unos versos le atravesaron la mente, a él que nunca había memorizado ninguno. Era como esa palabra kobasice que recordaba. Si hubiera sobrevivido hasta el día siguiente, a lo mejor se habría despertado sabiendo inglés. Recordando cosas con normalidad, como los demás.
En la noche tumbal, tú que me…
Era uno de los versos que Danglard solía mascullar, entre mil más. Pero no recordaba el final.
En la noche tumbal, tú que me…
Ya no sentía la parte inferior de las piernas. Moriría allí, como un vampir, con la boca sellada y los pies atados. De este modo ya no pueden salir. Pero Peter Plogojowitz lo había hecho. Se había reavivado como la llama a partir de una nadería de sus propios escombros. Se había adueñado de Jaichgueit, de la mujer de ese Dante y de las jóvenes colegialas. Había seguido sojuzgando a la familia vampirizada de ese soldado serbio. Familia vengadora de la que descendía sin duda alguna el pirado de Zerk, pero ya no podría enviar texti a Danglard para saberlo. Cabrón de Weill, que le había hecho quitar el GPS. ¿Por qué?
En la noche tumbal, tú que me consolaste [4].
Había encontrado el final del verso. Respiraba a pequeñas bocanadas, más dificultosas que hacía un rato. Asfixia más rápida todavía de lo que había pensado. Zerk sabía lo que hacía.
¿Hacía un rato, cuándo? Debía de hacer una hora que Zerk había abandonado el cementerio. No oía la campana de la iglesia para guiarlo. Demasiado lejos del pueblo. Ni podía ver sus relojes, ni siquiera capaces de darles la hora de las meadas de Lucio.
En la noche tumbal, tú que me consolaste.
Había una continuación en ese poema, algo como los suspiros de la santa y los gritos del hada. Sí, como Vesna.
Una respiración, otra. La suya.
Arnold Paole. Había recordado el nombre del soldado vencido por Peter Plogojowitz. Y eso no lo olvidaría nunca.
36
Danica entró sin llamar en la habitación de Vladislav, encendió la lámpara de la mesilla, sacudió al joven.
– No ha vuelto. Son las tres de la mañana.
Vlad levantó la cabeza, la dejó caer de nuevo en la almohada.
– Es un madero, Danica -masculló sin tomarse el tiempo de pensar-. No actúa como los demás.
– ¿Un madero? -repitió Danica conmocionada-. Dijiste que era un amigo que había sufrido un shock mental.
– Un shock psicoemocional. Lo siento, Danica, se me pasó. Pero es madero. Que ha sufrido un shock psicoemocional.
Danica se cruzó los brazos en el pecho turbada, ofendida, revisitando la noche anterior en los brazos de un policía.
– ¿Y qué pinta aquí? ¿Sospecha de alguien de Kiseljevo?
– Está tras la pista de un francés.
– ¿Quién?
– Pierre Vaudel.
– ¿Por qué?
– Alguien de aquí podría haberlo conocido hace tiempo. Déjame dormir, Danica.
– ¿Pier Vaudel? No me suena -dijo Danica mordisquaéandose la uña del pulgar-. Pero no recuerdo los nombres de los turistas. Habría que mirar en el registro. ¿Cuándo fue? ¿Antes de la guerra?
– Mucho antes, creo. Danica, son las tres de la mañana. ¿Qué haces exactamente en mi habitación?
– Ya te lo he dicho. No ha vuelto.
– Ya te he contestado.
– No es normal.
– Nada es normal con un madero, eso lo sabes.
– Aquí no hay nada que hacer por las noches, ni siquiera para un policía. No se dice «madero», Vladislav, se dice «policía». No te has convertido en un joven muy educado. Pero tu Dedo tampoco lo era.
– Deja a mi Dedo, Danica. Y deja los convencionalismos. Tú tampoco los respetas tanto.
– ¿Qué quieres decir?
Vlad hizo un esfuerzo y se sentó en la cama.
– Nada. ¿Tanto te preocupa?
– Sí. ¿Lo que venía a hacer aquí era peligroso?
– No tengo ni idea, Danica, estoy cansado. No conozco el caso, me importa un rábano, sólo he venido a traducir. Hubo un asesinato cerca de París, una cosa bastante horrible. Y otro antes en Austria.
– Si hay asesinatos -dijo Danica atacando profundamente su uña-, puede decirse que hay peligro.
– Sé que en el tren pensaba que lo seguían. Pero todos los maderos son un poco así, ¿no? No miran a los demás como nosotros. Igual ha vuelto a casa de Arandjel. Creo que tenían montones de cosas divertidas que contarse.