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Adamsberg apretó los dientes.

– ¿Cómo podrías saber, Veyrenc, lo que no sé ni yo?

– Es algo que ocurre a menudo en la vida.

– Sólo una vez actué sin recordarlo, y eso fue en Québec y había bebido como un odre [6]. Hace treinta años no bebía ni gota. ¿Qué sugieres? ¿Que, preso de amnesia, dotado de ubicuidad, hice el amor con una chica a quien nunca conocí? En mi vida me he acostado, ni hablado siquiera, con una sola Gisèle.

– Te creo.

– Lo prefiero.

– Odiaba ese nombre y daba otro a los chavales. No te acostaste con una Gisèle, te acostaste con una Marie-Ange. Junto al puente chico del Jaussène.

Adamsberg se sintió caer por una pendiente demasiado empinada. La piel le ardía, la cabeza le martilleaba. Veyrenc salió de la habitación, Adamsberg se hundió los dedos en el pelo. Por supuesto que se había acostado con Marie-Ange, con su melena corta, sus dientes un poco hacia delante, el puente chico del Jaussène, la lluvia ligera y la hierba húmeda que casi lo fastidian todo. Por supuesto que la carta recibida más tarde, alambicada e incomprensible, la firmaba ella. Por supuesto que Zerk se le parecía. Entonces el infierno era eso. Cargar de golpe con un hijo de veintinueve años a la espalda, y esa espalda rompiéndose bajo el peso de un yunque. Ser padre de un tipo que había cortado a láminas a Vaudel, que lo había encerrado en un panteón. «¿Sabes dónde estás, capullo?» No, ya no sabía en absoluto dónde estaba, capullo, salvo en esa piel que le sudaba y le ardía, con la cabeza que le caía sobre las rodillas como una piedra, las lágrimas que le picaban los ojos.

Veyrenc había vuelto sin decir nada con una bandeja cargada de una botella, queso y pan. La dejó en el suelo, volvió a su sitio sin mirar a Adamsberg, llenó los vasos, untó el queso en el pan, era kajmak, reconoció Adamsberg. Él lo miraba hacer, con la cabeza hundida entre los hombros. Hacer rebanadas de pan con kajmak, ¿por qué no, llegados a ese punto?

– Lo siento -dijo Veyrenc ofreciéndole un vaso.

Empujó varias veces la mano de Adamsberg con el vaso, como se fuerza a un niño a desapretar los dedos, a salir de su ira o de su desesperación. Adamsberg movió un brazo, cogió el vaso.

– Pero es un chico guapo -dijo Veyrenc bastante vanamente, como para poner en valor una gota de esperanza en un océano de calamidad.

Adamsberg vació el vaso de un trago, un lingotazo matinal que lo hizo toser, lo cual lo reconfortó. Mientras uno siente el cuerpo, aún puede hacer algo. Cosa que no ocurría la noche anterior.

– ¿Cómo sabes que me acosté con Marie-Ange?

– Porque es mi hermana.

Hostia puta. Mudo, Adamsberg tendió el vaso hacia Veyrenc, que se lo llenó.

– Come pan.

– No puedo comer.

– Come igualmente, oblígate. Tampoco yo he comido casi desde que vi su foto en el periódico. Puede que seas el padre de Zerk, pero yo soy su tío. No es mucho mejor.

– ¿Por qué tu hermana se llama Louvois y no Veyrenc?

– Es mi hermanastra, hija del primer matrimonio de mi madre. ¿Recuerdas a Louvois? ¿El carbonero que se largó con una americana?

– No. ¿Por qué no me lo dijiste cuando estabas en la Brigada?

– Mi hermana y el niño no querían oír hablar de ti. No te queríamos.

– ¿Y por qué no has comido nada desde que viste el periódico? Dices que Zerk no mató al viejo. ¿No estás seguro en realidad?

– No, en absoluto.

Veyrenc puso una rebanada en la mano de Adamsberg, y ambos, concienzuda y tristemente, comieron lentamente su pan mientras el fuego iba cayendo.

40

Esta vez armado, Adamsberg volvió a recorrer el camino del río, y el del bosque, evitando los lugares inciertos. Danica no quería dejarlo ir, pero la necesidad de andar era más imperiosa que los terrores de la patrona.

– Tengo que revivir, Danica. Tengo que comprender.

Adamsberg había aceptado, pues, una escolta, y Bosko y Vukasin lo seguían de lejos. De vez en cuando, les dirigía una seña con la mano sin volverse. Tenía que quedarse en Kisilova, donde el fuego de la guerra no había caído, con gente atenta y benéfica, no volver a la ciudad, huir de todos los de allá arriba, escapárseles entre los dedos, huir de ese hijo caído del infierno. A cada paso, sus ideas subían y bajaban en desorden, como de costumbre, peces zambulléndose en el agua, aflorando de nuevo, que no intentaba atrapar. Siempre había hecho eso con los peces que flotaban en su cabeza, los había dejado nadar libremente, ejecutar su danza pautada por el choque de sus pasos. Adamsberg había prometido a Veyrenc reunirse con él en la krusma para una comida tardía y, tras media hora de marcha, de miradas a las colinas, las viñas y los árboles, se sentía mejor dispuesto. Dio media vuelta, sonrió a Bosko y Vukasin, les dirigió dos señas que significaban «gracias» y «volvemos».

– Sólo nos queda pensar -dijo Veyrenc desplegando la servilleta.

– Sí.

– O nos quedamos aquí hasta el fin de nuestros días.

– Espera -dijo Adamsberg levantándose.

Vlad estaba sentado a una mesa, y Adamsberg le explicó que tenía que hablar a solas con Veyrenc.

– ¿Tuviste miedo? -preguntó Vlad, que todavía parecía impresionado de haber visto a Adamsberg emerger de la tierra, gris y rojo, lo que él llamaba «la salida del sepulcro», como en una gran historia de su Dedo.

– Sí. Tuve miedo y dolor.

– ¿Creíste morir?

– Sí.

– ¿Tenías esperanza?

– No.

– Entonces dime qué ideas tuviste, en qué pensaste.

– En kobasice.

– Por favor -insistió Vladislav-, ¿en qué?

– Te juro por tu cabeza que pensé en kobasice.

– Es ridículo.

– Ya me lo imagino. ¿Qué son?

– Salchichas. ¿Y en qué más pensaste?

– En respirar gota a gota. En un verso, también. En la noche tumbal, que me consolaste.

– ¿Y te consoló algo? ¿El cielo?

– Ningún cielo.

– ¿Alguien?

– Nada, Vlad. Estaba solo.

– Si no pensaste en nada ni en nadie -dijo Vlad con la voz algo colérica-, no habrías pensado en ese verso. ¿Qué o quién te consoló?

– No tengo respuesta. ¿Qué es lo que te irrita?

El joven de carácter feliz bajó la cabeza, destruyendo su comida con la punta del tenedor.

– Que te buscáramos. Que no te encontráramos.

– No podías adivinarlo.

– No me lo creía, me daba igual. Fue Danica quien me forzó. Debí acompañarte cuando saliste ayer.

– No quería ser acompañado, Vlad.

– Arandjel me ordenó que lo hiciera -susurró-. Arandjel me dijo que no te dejara ni un momento. Porque habías entrado en el lugar incierto.

– Y eso te hizo reír.

– Claro. No me planteé nada. No creo en esas cosas.

– Yo tampoco.

El joven asintió.

– Plog -dijo.

Danica sirvió a los dos policías, turbada, llevando su sonrisa de Adamsberg a Veyrenc. Adamsberg adivinó una vacilación debida a la presencia del nuevo desconocido. Lo cual no lo ofendió, puesto que no tenía intención de acostarse con nadie en lo que le quedaba de existencia.

– ¿Has pensado mientras andabas? -preguntó Veyrenc.

Adamsberg lo miró con aire sorprendido, como si Veyrenc no lo conociera, como si esperara de él una proeza imposible.

– Perdón -dijo Veyrenc indicando con una seña que retiraba lo dicho-. Quiero decir: ¿podrías expresar algo?

– Sí. En cuanto reconociste a Zerk en el periódico, me has estado vigilando paso a paso para que no le eche el guante. Sólo porque era tu sobrino. Supongo entonces que le tienes cariño y que lo conoces bien.

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[6] Ver, de la misma autora, Bajo los vientos de Neptuno (Siruela, 2006).