– Sabemos una cosa de él. Es un Paole quien tiene influencia en tu sobrino y quien lo conoce lo suficiente para poder imitarlo. Busca a alguien en su entorno, una figura paterna de sustitución a quien vea a menudo, a quien admire, a quien tema.
– Tiene veintinueve años. No sé gran cosa de su vida desde que está en París.
– ¿Y su madre?
– Su madre se casó hace cuatro años, vive en Polonia.
– ¿No ves a nadie que corresponda?
– No. Y eso no explica, si no cometió el asesinato, que ante ti se jactara de haberlo hecho.
– Sí -dijo Adamsberg invirtiendo los papeles-. Transformación de Armel en Zerk, para él es un chollo. Pasa de bueno a malo, de débil a poderoso. Si un Paole lo ha manipulado, habrá contado con eso. «El hijo mata al padre.» Es lo que me dijo. Armel es avisado por Mordent, obedece y se fuga, y descubre el periódico. ¿Estás de acuerdo?
– Sí.
– Su cara está en la primera plana de los periódicos, bruscamente se ha convertido en un personaje eminente, un monstruo impresionante, opuesto al comisario Adamsberg. Primero es el estupor. Pero luego es la ocasión. ¡Qué poder nuevo le acaba de caer en las manos! ¡Qué formidable oportunidad de vengarse de su padre! ¿Qué peligro había en interpretar ese papel por un día? Ninguno. ¿Qué ganaba con eso? Mucho: laminar al padre, mostrarle su falta, hacerle sentir vergüenza y culpabilidad. ¿Se plantea la cuestión del pañuelo? ¿De la presencia de su ADN en el lugar del crimen? Ni siquiera. Simple error de análisis según él, que quedará rectificado en poco tiempo. Como lo demuestra el que le hayan dicho que huya, en espera de que todo vuelva a la normalidad. No tiene mucho tiempo, es una suerte, un golpe del destino, quiere aprovecharlo. Presentarse en casa del padre, vestido como lo exige el guión. Hablar como un asesino, convertirse en Zerk, insultar, destruir a ese hijoputa de Adamsberg. Mira, Adamsberg, mira, tu hijo es un criminal, tu hijo te domina y te aplasta. La culpa es tuya, ve a sufrir como sufrí yo. Arrepiéntete, chilla, es demasiado tarde. Y luego irse, la broma ha surtido efecto, el remordimiento y la angustia han penetrado en la cabeza de Adamsberg, el padre está inmovilizado, la venganza está hecha. Tu sobrino no es tan dulce como crees.
– Contigo.
– Sí. Ya está satisfecho, purgado. Pero no se publica ningún desmentido acerca del ADN. Sigue siendo el asesino de Garches. La broma se invierte. Necesitaría a su padre, pero lo ha confesado todo, lo ha reconocido todo. Aterrorizado, Armel se oculta, condenado a huir. Una salida que cualquier hombre un poco hábil y manipulador podía prever. ¿Quién? Un tipo que lo conoce desde hace mucho tiempo, un tipo que lo tiene dominado.
– El jefe del coro -dijo Veyrenc dando un golpe en la mesa con el vaso-. Germain. Lo tiene dominado. Nunca me cayó bien, ni a mi hermana, pero Armel lo encaja todo.
– Explica.
– Armel es tenor, cantaba en el coro de Notre-Dame de La Croix-Faubin desde los doce años. Muchas veces lo acompañé, asistí a los ensayos. El jefe del coro lo sojuzgó. Es su estilo.
– ¿De qué manera?
– Dándole una de cal y otra de arena, alternando alabanzas y humillaciones. Armel se volvió como de plastilina en sus manos. No era su única presa. Germain tenía una buena quincena de personas dominadas. Luego se fue a ejercer en París y, al final, la cosa paró. Se acabó Notre-Dame de La Croix-Faubin. Pero cuando Armel fue a trabajar a París, la cosa volvió a empezar. Cantó el solo en una misa de Rossini y tuvo su éxito. Estaba encantado. A los veintiséis años, volvió a transformarse en cera. Hace dos años, Germain fue procesado por acoso, y el coro se disolvió. El tonto de Armel estaba disgustadísimo.
– ¿Seguía viéndolo?
– Él asegura que no, pero creo que miente. Es posible que el tipo lo invite, le gusta oír a Armel cantar sólo para él. Eso halagaba al niño y sigue halagando al adulto. Armel se siente importante para el padre, y el padre entonces lo posee.
– ¿El padre?
– En el sentido religioso. El padre Germain.
– ¿Conoces su verdadero nombre?
– No. No lo llamábamos de otra manera.
Danglard había salido de la Brigada, se había quitado el traje y yacía en camiseta delante del televisor, tomándose pastillas para la tos una tras otra para tener ocupadas las mandíbulas. Tenía el móvil en una mano, las gafas en la otra, comprobaba cada cinco minutos si lo llamaban. Las quince cero cinco, llamada del extranjero, el 00381. Se enjugó las mejillas con el pañuelo, descifró el texto: «Salido de la tumba. Buscar padre Germain, coro N.-D. Croix-Faubin».
Pero ¿qué tumba, maldita sea? Danglard tecleó rápidamente con las manos húmedas, la garganta anudada de ira y los músculos relajados de alivio: «¿Por qué no avisó antes?».
– Sin cobertura. Desfase horario -contestó Adamsberg-. Entonces he dormido.
Es verdad, pensó Danglard con remordimiento. No se extrajo del sótano hasta las doce y media, remolcado por Retancourt.
– ¿Qué tumba? -tecleó.
– Panteón de los 9 de Plogojowitz. Mucho frío. He recuperado los 2 pies.
– ¿Del primo de mi tío?
– Los míos. Vuelvo mañana.
41
Adamsberg no era un hombre emotivo, rozaba los sentimientos con prudencia, como los vencejos tocan las ventanas abiertas con una caricia del ala, evitando adentrarse, tan difícil es el camino para salir después. A menudo había encontrado pájaros muertos en las casas del pueblo, imprudentes y curiosos visitantes incapaces de volver a encontrar la abertura por la cual habían entrado. Adamsberg consideraba que, en cuestión de amor, el hombre no era más listo que el pájaro. Y que en todo lo demás los pájaros lo eran mucho más. Como las mariposas que no entraban en el molino.
Pero el paso por el panteón lo había debilitado probablemente, agitando su mundo afectivo, y dejar Kisilova lo acongojaba. El único lugar en que había conseguido memorizar palabras nuevas e impronunciables, que no era poco para él.
Danica había lavado y planchado la bonita camisa bordada para que se la llevara a París. Estaban allí, todos alineados delante de la krusma, rígidos y sonrientes, Danica, Arandjel, la mujer de la carreta y sus niños, los habituales de la posada, Vukasin, Bosko y su esposa, que no lo habían dejado solo desde el día anterior, otros rostros desconocidos. Vlad se quedaba unos días más. Se había peinado y recogido cuidadosamente el pelo negro. Generalmente poco capaz de efusiones, Adamsberg los abrazó a todos y cada uno, diciendo que volvería -vratiću se-, que eran amigos -prijatelji-. La tristeza de Danica se veía mitigada por el hecho de no saber a cuál de los dos hombres echaría más de menos, si al bailarín o al encantador. Vlad pronunció un último «plog», y Adamsberg y Veyrenc bajaron hacia el autobús que los llevaba a Belgrado. De allí, vuelo a París, llegarían por la tarde. Vladislav les había apuntado en una hoja las frases necesarias para desenvolverse en el aeropuerto. Veyrenc murmuraba, camino abajo, con una bolsa de lona en que Danica les había dispuesto bebida y comida suficientes para pasar fácilmente dos días.
– Hay que marcharse pues de este sitio atristado,
y se aleja llorando, maldiciendo el destino
que le confía un hijo de su alma alejado.
– Mercadet dice que usas mal las «e» mudas y que tus rimas a menudo son falsas.
– Tiene razón.