– No tanto.
– Estamos buscando un descendiente desequilibrado del linaje de Arnold Paole que conoce perfectamente a su antepasado y su historia. Que ha identificado a un ser externo como origen de su sufrimiento. Que ha designado al antiguo enemigo Plogojowitz. Que destruye todos sus vástagos para escapar a su propia suerte. Si un hombre matara todos los gatos negros porque está convencido de que le traen mala suerte, ¿no lo consideraría una locura, teniente? ¿No sería imposible? ¿No sería incomprensible?
– No -convino Retancourt apoyada por los gruñidos de unos cuantos positivistas.
– Pues es lo mismo. Pero en más grande. En gigantesco.
Tras la segunda pausa, Adamsberg expuso las consignas. Seguir la pista a los Plogojowitz, localizar posibles miembros de la familia y ponerlos bajo protección. Avisar al comisario Thalberg para poner a salvo a Frau Abster.
– Demasiado tarde -dijo la voz atiplada de Justin impregnada de aflicción.
– ¿Como los otros dos? -preguntó Adamsberg tras un silencio.
– Lo mismo. Thalberg nos ha llamado esta mañana.
– Obra de Arnold Paole -dijo Adamsberg mirando a Retancourt de manera prolongada-. Protejan a los demás -dijo-. Trabajen con Thalberg para localizar a los miembros de la familia.
– ¿Zerk? -preguntó Lamarre-. ¿Aumentamos los medios? La difusión de la foto todavía no ha dado resultado.
– Ese cabrón está ilocalizable -dijo Voisenet-. Seguramente estará volviendo de Colonia, pero ¿para ir adónde? ¿Para desmembrar a quién?
– Es posible -dijo Adamsberg dubitativo- que ese cabrón no sea el ejecutor de Paole. No hay ningún Paole en su ascendencia materna.
– Puede -dijo Noël-, pero sólo conocemos a la madre. Puede que los Paole estén en su rama paterna.
– Es posible -murmuró Adamsberg.
La foto de Zerk había sido difundida en todas las comisarías, las gendarmerías, las estaciones, los aeropuertos, los sitios públicos, y lo mismo en Austria. Alemania, estremecida por la masacre de la anciana en Colonia, tomaba el relevo. Adamsberg no veía cómo el joven podría escapar a la red.
– Necesitamos una investigación rápida y completa sobre el jefe del coro, el padre Germain. Maurel, Mercadet, pónganse a ello.
– ¿Y Pierre hijo?
– Sigue libre -dijo Maurel-, y defendido por un abogado famoso.
– ¿Qué dice Aviñón?
– Esos cretinos han logrado la hazaña de perder la muestra -dijo Noël.
– ¿Cuál? -preguntó con suavidad Adamsberg.
– Los residuos de lápiz dejados por el hijoputa que fue a dejar el casquillo debajo de la nevera.
– ¿Perdida definitivamente?
– No, acabaron encontrándola en el bolsillo de un teniente. Eso no es una comisaría, es una leonera. Al final el chisme fue ayer al laboratorio. Tres días perdidos, zas.
– Zas -confirmó Adamsberg mientras oía simultáneamente el «plog» de Vladislav-. ¿Y Émile?
– El doctor Lavoisier nos ha hecho llegar una nota, como un conspirador. Émile está en rehabilitación. Ha pedido bígaros, y no los ha tenido. Sale dentro de unos días. No antes de que esté garantizada su seguridad. El doctor espera instrucciones.
– No antes de que hayamos encontrado a Paole.
– ¿Por qué sería Émile un peligro para Paole?
– Porque era el único a quien hablaba Vaudel-Plogojowitz.
Un peligro para Paole y para Emma Camot, pensó Adamsberg. Las balas torpes disparadas en Châteaudun olían a operación de un hombre al servicio de arriba.
– ¿Ya no lo llamamos Zerk? -preguntó en voz baja Estalère a su vecino Mercadet-. ¿Lo llamamos Paole?
– Es el mismo, Estalère.
– Ah, bien.
– O no es el mismo.
– Entiendo.
43
Danglard, Adamsberg y Veyrenc quedaron discretamente para cenar en un restaurante lejos de la Brigada, como tres miembros furtivos reunidos para un complot. Veyrenc había informado a Danglard de las sombras que se cernían sobre el caso Weill. El comandante se pasaba los dedos por sus blandas mejillas, y Veyrenc lo encontraba cambiado. El efecto Abstract, le había prevenido Adamsberg. Había vigor en sus ojos pálidos, un poco de anchura en sus hombros, que ocupaban mejor el corte de su traje. Nadie sabía que, en la angustia por la muerte de Adamsberg, Danglard había anulado la visita de Abstract.
– ¿Llamamos a Weill? -preguntó Veyrenc.
Adamsberg había pedido col rellena, recuerdo tan atenuado de la de Kisilova que se arrepentía.
– Arriesgado -dijo.
– El primero que llega al molino muele primero su grano -objetó Danglard.
Las tres cabezas asintieron a la vez, y Adamsberg marcó el número haciéndoles una seña para que callaran.
– La muestra fue al laboratorio ayer -dijo Adamsberg-. Sólo nos quedan dos días. ¿En qué punto estamos, Weill?
– Deme un segundo, que salve un costillar de cordero.
Adamsberg puso la mano en el teléfono.
– Está salvando un costillar de cordero.
Veyrenc y Danglard asintieron, comprensivos. Adamsberg puso el altavoz.
– Soy reacio a interrumpir una cocción -dijo Weill retomando la línea-. Nunca se sabe qué va a salir después.
– Weill, Emma Carnot conoce la identidad del asesino de Garches. Pero de rebote. A quien conoce ante todo es al hombre que puso los diecisiete pies cortados en el cementerio de Jaichgueit.
– Highgate.
– Hemos olvidado el decimoctavo, el pie que falta. Pienso que es el que ella vio.
– Si no puedo informarle de nada, Adamsberg, me vuelvo a mi costillar de cordero.
– Dígame.
– He ordenado una zambullida en la comisaría de Auxerre, donde fue recortado el registro de las bodas. Hay una divertida denuncia de hace doce años. Una mujer conmocionada por un descubrimiento macabro, un pie calzado tirado en un camino forestal. Nada menos. El pie estaba descompuesto, picado por los pájaros y los carnívoros. Esa mujer, según los recuerdos del cabo, acababa de expulsar a su ex marido de su casa de campo. Había ido allí cuando él acababa de mudarse para cambiar las cerraduras. Descubrió el vestigio a quince metros de la puerta, en el sendero de acceso.
– En esa época, Carnot no sospechó de su marido.
– No, de otro modo nunca habría alertado a la policía. Y eso que tenía muchos elementos para sospechar. El sendero era privado, nadie pasaba por allí. El marido venía solo a la casa forestal, los fines de semana desde hacía más de quince años. Cazaba. Y ese esposo caprichoso y solitario, según los habitantes de la aldea, guardaba la caza en un congelador cerrado con candado. Rechazó cualquier ayuda de los vecinos cuando Emma Carnot lo obligó a mudarse. Ya se imagina lo que contenía el congelador. Se habría perdido un pie al cargarlo precipitadamente en el camión. Emma Carnot podría haber entendido que era impensable que el pie se hubiera caído del bolsillo de un desconocido o del pico de un pájaro. Pero ella lo que menos quería era entender. La idea se le habrá ocurrido sin duda más tarde, y se calló. La investigación no dio ningún resultado, se llegó a la conclusión de que debía de haber sido un carroñero, y caso olvidado.
– Hasta el descubrimiento de Jaichgueit. Entonces entendió.
– Es evidente. Diecisiete pies delante del cementerio, y ella conocía el decimoctavo. Si se sabía que había estado casada con un hombre que había cortado los pies a nueve cadáveres, ya podía prepararse para irse al desguace. Por mala suerte, usted estaba allí, en Londres. No le quedaba más que destruirlo por completo. En menos de un día, localizó la fisura de Mordent y se lo anexó. Cuando la máquina Carnot se pone en marcha, nada la supera en prontitud, y menos usted, comisario. El caso de Garches se supo el domingo, ella lo relacionó con Highgate antes que usted. ¿Cómo? No lo sé. Quizá el despiece. Saboteó la investigación, mandó disparar a Émile, exigió que Mordent provocara la huida del sospechoso y colocara el casquillo y las virutas en casa de Vaudel. Para salvar al verdadero culpable, para hundirlo a usted y para que nunca más se oyera su voz.