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– ¿Cómo se apellida su marido, Weill? -preguntó Adamsberg con lentitud.

– Ni idea. La casa borgoñona está a nombre de la madre, lleva cuatro generaciones perteneciendo a la familia Carnot. Y en esa aldea, como en todas las aldeas, al marido se le dio el apellido de la casa. Lo llamaban señor Carnot, o «el esposo de la señora Carnot». Sólo venía para la caza.

– Pero ¿y ella, maldita sea? ¿Tenemos su apellido de casada? ¿En la denuncia?

– Estaba divorciada desde hacía tiempo cuando la puso. Cuando empezó la carrera profesional con veintisiete años, había vuelto a apellidarse Carnot. De modo que hace al menos veinticinco años que recuperó su apellido de soltera. Ese matrimonio fue una locura pasajera de juventud.

– Necesitamos esa denuncia, Weill. Es nuestro único elemento contra ella.

Weill soltó una risita y pidió unos minutos para ir a dar la vuelta al costillar de cordero.

– Diríase, Adamsberg, que todavía no es consciente del poder absoluto de esa gente. Ya no hay denuncia. Sólo la memoria del cabo de Auxerre me restituyó la historia. No queda ningún rastro documental. Hacen bien las cosas.

– Weill, queda un testigo del matrimonio.

– No hay eco de momento. Pero está la madre de Emma Carnot. Debió de conocer al joven marido, aunque sólo fuera unos días. Marie-Josée Carnot, calle Ventilles, 17, en Basilea, Suiza. Sería aconsejable protegerla.

– Es su madre, maldita sea.

– Y ella es Emma Carnot. El testigo abatido en Nantes era su propia prima. Avise a su colega Nolet. Si es que se atreve a seguir.

– ¿Cuál es su mensaje, Weill?

– Proteja a la madre.

– ¿Cómo pudo Carnot saber adónde iba Émile?

– Lo atrapó cuando le pareció bien y para hacer lo que quería.

– Ni los policías de Garches lo habían encontrado.

– Adamsberg, usted no está hecho para trabajar arriba. La policía de Garches nunca perdió el rastro de Émile, y lo tenían perfectamente controlado cuando se refugió en el hospital. Pero una orden caída de arriba les ordenó que lo dejaran huir, lo siguieran, informaran de su paradero y desaparecieran. Y eso fue lo que hicieron. Así es como se obedece abajo.

Adamsberg colgó, hizo girar el aparato apagado encima de la mesa. Había dado el corazón de espuma a Danica.

– Danglard, le confío la madre. Protección Retancourt.

– No se atreverá con su madre -musitó Veyrenc.

– Hay tipos capaces de comerse un armario, Veyrenc.

Danglard se alejó para llamar a Retancourt. Salida inmediata hacia Suiza. En cuanto la supieron preparada para ponerse en camino, los tres hombres lanzaron un suspiro de alivio, y Danglard pidió una copa de Armañac.

– Preferiría un rakija después del kafa, como en la krusma.

– ¿Cómo es posible, comisario, que haya memorizado palabras serbias cuando no es capaz ni de acordarse del apellido de Radstock?

– He memorizado palabras kiseljevianas -matizó Adamsberg-. Seguramente porque es un lugar incierto, Danglard, donde suceden cosas fuera de lo común. Hvala, dobro veče, kajmak. En el panteón también pensé en los kobasice. No espere nada grandioso, sólo son salchichas.

– Picantes -precisó Veyrenc.

Y Adamsberg no se extrañó de que Veyrenc supiera ya más que él.

– Weill parece correcto -dijo Danglard.

– Sí -dijo Veyrenc-. Eso no quiere decir nada. Weill siempre está en el súmmum del arte. Policial y cualquier otro.

– ¿Por qué iba a traicionar a Carnot?

– Para hundirla. Esa mujer comete errores, es peligrosa.

– Weill no es Arnold Paole. No es el ex esposo.

– ¿Por qué no? -propuso Veyrenc sin convicción-. ¿Qué tiene que ver el joven de hace veintinueve años y el hombre de hoy, sofisticado, ventrudo y de barba blanca?

– No puedo poner a un oficial a montar guardia junto al domicilio de Weill -dijo Adamsberg-. ¿Veyrenc?

– De acuerdo.

– Pase por casa de Danglard a coger un arma. Y tápese el pelo.

44

Un punto de luz brillaba bajo el cobertizo. Lucio daba de comer a la madre gata. Adamsberg se reunió con él, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.

– Tú -dijo Lucio sin levantar la cabeza- vuelves de lejos.

– De más lejos de lo que crees, Lucio.

– De tan lejos como creo, hombre. De la muerte.

– Sí.

Adamsberg no se atrevía a preguntar cómo iba la pequeña Charme. Lanzaba miradas a diestra y siniestra, incapaz de reconocerla entre los gatitos que vagaban por la penumbra. «He matado a la gatita de un pisotón con la bota. Lo salpicó todo.»

– ¿Algún problema?

– Sí.

– Dime.

– María ha encontrado el escondite de la cerveza bajo el arbusto. Habrá que encontrar otro sitio.

Un gatito avanzó torpemente, chocó contra la pierna de Adamsberg. Lo levantó con una mano, cruzó su mirada de ojos apenas abiertos.

– Charme -dijo-. ¿Es ella?

– ¿No la reconoces? Y eso que la trajiste al mundo.

– Sí, claro.

– A veces no vales nada -dijo Lucio sacudiendo la cabeza.

– Es que estaba preocupado por ella. Tuve un sueño.

– Cuéntalo, hombre.

– No.

– Sucedía en la oscuridad, ¿eh?

– Sí.

Adamsberg pasó los dos días siguientes desapareciendo. Iba a la Brigada unos instantes, llamaba, atendía a los mensajes, volvía a irse, inaccesible. Se tomó el tiempo de ir a ver a Josselin para comprobar sus acúfenos. El médico le había hundido los dedos en los oídos, satisfecho, y le había diagnosticado un shock como para romper a un hombre en mil pedazos, un estrés de muerte, ¿verdad? Pero ya casi cicatrizado, añadió sorprendido.

El hombre de los dedos de oro se había llevado los acúfenos con las manos, y Adamsberg se tomó el tiempo de volver a percibir los ruidos de la calle sin la interferencia de su línea de alta tensión. Luego reanudó su ruta, siguiendo el rastro de Arnold Paole. La investigación sobre el padre Germain avanzaba mal, el hombre se negaba a hablar de su genealogía, estaba en su derecho. Y su nombre verdadero, Henri Charles Lefèvre, era tan corriente que Danglard derrapaba ya en sus primeros esfuerzos para remontar su ascendencia. Danglard había confirmado la opinión de Veyrenc: el padre Germain, desconcertante, autoritario, dotado de una fuerza física poco agradable y quizá seductora, no tenía nada para suscitar la simpatía de los hombres y lo tenía todo para fascinar a los lechuguinos cantores. Adamsberg había escuchado su informe distraídamente, hiriendo una vez más la susceptibilidad de Danglard.

Retancourt se encargaba de Suiza con Kernorkian; Veyrenc se alojaba en la antigua habitación de Zerk. Desde allí no dejaba de vigilar a Weill. Había hecho desaparecer sus mechas rojas con tinte castaño, pero en cuanto le daba el sol las veía reaparecer, insumergibles y provocadoras. No trates en la vida de ocultarles tu esencia. Pues la luz vendrá siempre, revelará tu infancia. Weill se pasaba el tiempo -corto- en el Quai des Orfèvres y haciendo la ronda de sus proveedores de vituallas y productos raros, incluido el jabón del Líbano con rosa de color púrpura. Weill había invitado inmediatamente a su nuevo vecino a compartir la mesa abierta, y Veyrenc había rechazado la invitación de lejos, apenas amable. A las tres de la mañana todavía se divertían en casa de Weill, y a Veyrenc le habría gustado prescindir de su máscara de no ser por el miedo intenso que sentía por su sobrino.